Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Los relatos están por debajo, en orden inverso al de publicación.

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Amberes

03.09.2014 22:04

¡Si al menos me acordase!
Hace años y años que intento hacer aflorar a la memoria aquella información almacenada velozmente en alguna parte del cerebro mientras tomaba una curva no lejos del puerto. Años que intento encontrarla de nuevo en algún sitio, sin resultado.
Podría describir la fotografía incompleta que acompaña al recuerdo de aquella visión fugaz. El cruce, las personas sobre la acera y bajo los toldos de los cafés, algunos oscuros edificios comerciales, la luz del sol procedente de la izquierda, los coches parados o que se cruzan, los escaparates de las tiendas de la calle de la que provengo, y también: bicicletas, peatones en la calzada, un camión que descarga. Un flash. Solo falta ese detalle.
He vuelto a Bélgica, pero nunca más a Amberes. De todas formas, sé que ahora no debería buscar Amberes sino Antwerpen. Aquella vez no lo sabía. Cuando lo descubrí hasta me sobresaltó un poco. La dureza de la pronunciación de aquel nombre me parecía un austero paradigma del abandono del mundo latino. Y el germánico, del que Amberes ha sido baluarte de frontera (más allá del Escalda está Flandes, tierra fuera del imperio), aparecía un universo hosco, frío, de hombres-máquina supervivientes en la oscuridad del acero y el carbón, triste hasta los límites del desaliento.
No fue así. Era verano. El sol, bastante cálido, coloreaba el río y los buques atracados, entre las líneas de los cuales se insinuaban barcas de remos y de vela. No faltaban, desde luego, las gaviotas revoloteando por encima: se las veía alegres, su gritos casi menos angustiosos que de costumbre. El castillo de Steen empavesado. Otros colores en los edificios de enfrente. Adentrándose por las calles del centro, la ciudad seguía riendo.Había enseñas, flores, banderas: ¡la obsesión, hermosa, por las banderas que tienen los pueblos hacia el norte de Europa! Estaban las fachadas de los palacios del siglo XVI, estaban las estatuas doradas, estaban los rostros de las personas abiertos a la estación de la luz.
Estaba yo que, convencido de modo fulminante de la estupidez de los estereotipos, avanzaba por lo desconocido sin temores, más bien con el ansia del descubrimiento. No miraba, siquiera. Me dejaba impregnar. No buscaba ninguna meta, sosegado avanzaba atraído por las continuas, pequeñas revelaciones. Comprendía poco a poco que realmente no era Amberes: era precisamente Antwerpen, tan germánica, y sin embargo, hermosa, abierta, jocosa. Resultaba falso lo que en alguna parte había leído: que los habitantes serían más bien bulliciosos, fogosos, como queriendo sentirse descendientes directos del mítico Brabo, sobrino de Julio César que cortó la mano al gigante Druon Antigon, liberando a la ciudad de aquel a su vez terrible cortador de manos, y que dio luego nombre a toda la provincia del Brabante.
¡Así pues, la germánica Antwerpen se regodeaba en su verdadera, histórica, ascendencia romana! En la Grote Markt un broncíneo Brabo se alzaba triunfante, algo macabramente, sobre el gigante derrotado y mutilado: creo que mortalmente.
No fue esta la razón, en todo caso, por la que, en un cierto momento, habiéndome cruzado con un amable señor rubio con una ligeras gafas metálicas, habiéndolo parado con una sonrisa y con un discreto gesto del brazo, habiendo él devuelto la sonrisa y el saludo, aunque fuera de modo incomprensible, le pregunté como pude si aquella era la plaza principal de Anvers. Cerró la sonrisa, entrecerró los ojos que desaparecieron tras la montura, silbó unas pocas duras palabras y se largó. Me quedé pasmado y molesto. Más conmigo mismo que con él. Me había equivocado en algo en el embrollo de lenguas todavía no dominadas en que me había dirigido a él, tal vez hasta había sido grosero, o igual había pensado que le estaba tomando el pelo.
¡Bah!
Llegué a la zona de het steenje, el pedrusco. Muchos no alcancé a ver circular, de estos pedruscos. No me interesaban, estaba demasiado enfrascado en mirar, en atesorar imágenes y sensaciones, en respirar un clima distinto. Cada poco, dentro de algún portal, extraños tipos vestidos de negro, con el sombrero también negro de ala rígida y circular, la barba larga, a menudo monóculo. Muchos menos colores aquí. Me alejaba del centro, retrocedí. El pedrusco es el diamante.
Atardeció. Para comer me había deleitado con media baguette rellena de todo lo imaginable, pero la juventud y el prolongado callejeo, me habían hecho volver pronto el hambre. El sol ya se había escondido cuando me decidí a entrar en un pequeño local en la esquina de una calle peatonal. Vendía bolsitas patatas fritas a bastoncitos. Compré uno. El vendedor, que me había parecido ridículo con su delantalito a rayas rojas y su gorro de panadero, también a rayas, calado sobre la frente, me preguntó algo manteniendo ambas manos apoyadas sobre la tapa de un pequeño bidón que presidía el mostrador. Se lo hice repetir.
Mayonnaise?”, entendí esta vez.
Me sorprendí un montón (shhh!...). ¿Mayonesa en las patatas fritas? Durante mi titubeo, insistió.
Mayonnaise, ja?
Otros clientes esperaban en fila detrás de mí.
“Sí, ja. Ja, sí, sí”.
Exprimió un kilo de mayonesa sobre las patatas fritas. Fruncí la nariz. Salí recriminándome por cómo me dejaba siempre vencer por la agitación y creyendo haber tirado el dinero. Pero la verdad es que tenía hambre. Me armé de valor, pesqué en el lodo y me llevé a la boca un palito amarillo crujiente totalmente pringado de crema blanquecina. Cerré los ojos y lo mastiqué.
¡Estaba divino! Fue este el primer descubrimiento culinario –no precisamente refinado, pero excelente- que me concedió Amberes. Nació un amor. Lástima que la mayoría de los italianos se empeñan en poner sobre las patatas solo mostaza o kétchup. Cuando, a los pocos que las tienen, les pido bolsitas de mayonesa, me miran como a un extraterrestre. De todas formas, Amberes me reservaba, de allí a poco, otras sorpresas.
Había caído la noche y me encontraba de nuevo en el centro de la ciudad. Veía la alta aguja de la Catedral cerquísima. De repente, un alboroto y un griterío más latinos que germánicos llamaron mi atención. Numerosas lucecitas amarillas dibujaban desgarbados arabescos sobre el decorado de la calle, ya bajando hacia la Catedral. Me llevó unos instantes y algunos pasos descifrar de qué se trataba. ¡Tenderetes! Muchos, apiñados en dos filas, una frente a otra, a los lados de la calle, que se curvaba, por lo que, gracias al achatamiento de la perspectiva, la corona de luces tendida sobre los postes y toldos de cada puesto, parecía llenar todo el fondo del escorzo que se abría desde donde yo estaba. Me acerqué a grandes pasos. En aquel atardecer del 15 de agosto, como un pueblete cualquiera, Amberes, la dura Antwerpen de los diamantes, la ciudad que había sido el centro motor de la cartografía con Mercator y otros, que heredaba los frutos impresos de la grandiosa Officina Plantiniana, que había hospedado a Rubens y a tantos maestros, esta ciudad que no quería ser Anvers, festejaba el verano con una feria. Sencilla, alegre, colorida, bulliciosa. Vendedores y vendedoras, tras las mesas cubiertas de mercancías, vestían antiguos trajes tradicionales. Los hombres lucían originales fajines, las mujeres las cofias en el pelo. Se vendía de todo, pero productos usuales, nada de exótico o insólito. Muchos ofrecían cosas de comer. Y entre estas ‘usuales’ cosas de comer se encontraba la otra gran, tonta y banal revelación que me esperaba en Amberes, primera ciudad por mí hallada dentro de los confines del Imperio.
Había un puesto que ya no sé que vendía, con una afable señora vestida de azul, con el delantal marrón y la cofia blanca, donde me entretuve, a saber por qué, un rato más. En cuanto me aparté de allí, volviéndome hacia el canal donde los amberinos (amberenses?), simplemente contentos de estar en la calle, sin pretender nada más sofisticado que aquella alegre fiesta, me encontré con algo delante de la boca. Era algo oscuro, sostenido por un tipo con un sombrerete negro en la cabeza, el cual se había situado en la misma parte que la gente, precisamente para invitar así de bruscamente a consumir su producto. Eché la cabeza un poco para atrás para enfocar bien. ¿Qué era? Sí, ahora lo había reconocido pero seguía sin entender. Vamos, la forma era la de una valva de mejillón que contenía el molusco, pero las dimensiones, no, no eran las de un mejillón. ¿A ver si no sería de plástico? Temiéndome a lo peor la burla a costa del forastero, hice por retroceder, pero el vendedor, casi ofendido, mantuvo el gesto, ahora con el brazo totalmente extendido. Eché un vistazo ante mí. Un compañero suyo no daba abasto a coger los mejillones del mostrador y abrirlos que ya los clientes se los quitaban de las manos; luego cogían un gajo de limón de un recipiente que estaba en medio de los dos hombres con traje típico, exprimían el zumo sobre la rudimentaria bandejita negra de la misma valva y succionaban complacidos el animalito, cerrando los ojos como en un éxtasis gastronómico.
Todavía no conocía bien París y sus bars-à-huîtres, por ejemplo, así que me quedé un tanto perplejo. Más aún porque los gigantescos mejillones estaban guardados en barreños llenos de agua de los que un tercer hombre, que estaba dentro, los iba sacando poco a poco, pasándolos sobre los cajones en exposición, donde goteaban, así que ¡debían estar vivos! Como buen hijo del boom económico, crecido ya en la era de los homogeneizados y de los productos empaquetados, tanto gusto salvaje me asustaba; y encima era enorme, y encima era un mejillón, que transmite el cólera, y no te lo pierdas: ¡vivo! Pero en aquella hora estaba descubriendo novedades, la primera de todas que estaba en Antwerpen y no en Anvers; y encima todas aquellas personas delante de mí non debían tener un pelo de tontas, así que…
Engullí el molusco que, por compasión el propio vendedor había rociado de limón. Fue este, desbordante, el primer sabor que sentí, de hecho. A continuación la pimienta, que no sabía añadida, y por fin, el sabor del pobre animal, en paz descanse, que era realmente exquisito. Cerrétambién yo los ojos, instintivamente, para mejor disfrutar de aquel doble placer: del mejillón y del descubrimiento. Había descubierto los mejillones del Atlántico. También de estos me habría de convertir en uno de los mayores apreciadores potenciales.
Los acompañé de una dulce cerveza, cálida en su frescura, pastosa, de espuma densa y perfumada, con el sutil sabor un poco amargo del lúpulo que se insinuaba bajo el manto del gusto de la cebada como el calor que sigue aun abrazo. Y eso que era una cerveza comercial, que en aquella verbena pueblerina de ciudad inflaba estómago tras estómago sin descanso, como los océanos lejanos y cercanos que ahora, con el movimiento de la marea, hacían estremecerse levemente el agua del Escalda. Igualmente me estremecía yo, mientras sorbiéndola me traía al paladar los sabores opuestos, pero unidos en la felicidad personal, de las patatas fritas con mayonesa y de los soberbios mejillones del Atlántico.
Porque aquella cerveza, cuya marca reconocí al instante, tras haberlo ya encontrado prácticamente en cada café y restaurante, representaba mi emblema personal de aquella ciudad, la más septentrional de las Provincias del Sur, permanecida con ellas católicamente española, pero siempre animada por mil Brabos, y por ello chulescamente neerlandesa.
Porque el nombre de aquella cerveza hacía referencia a Francia, a una provincia septentrional de la madre franca. Stella Artois. Pero en aquella ciudad que no quería ser Anvers yo, en un cruce no lejano al puerto, poblado de gente por las aceras coloreadas de tiendas y por la calle, mientras pasaban coches y bicicletas reflejándose en los escaparates y un camión descargaba, en aquel cruce de Antwerpen había vislumbrado, en la cima de un oscuro edificio, besada por el sol procedente de la izquierda, un letrero luminoso con la marca de Stella y también el nombre: pero con la traducción al neerlandés del nombre de la provincia de Artois. Aquel tan buscado nombre es a Artois como Antwerpen es a Anvers: en la inusitada traducción residía el aspirado destino de una ciudad. Nunca más, en ningún otro lugar, encontraría tanta osadía como aquella de traducir un logo comercial superconocido.
Por desgracia es precisamente aquel nombre el único detalle que se me escapa en la fotografía que es mifulgurante recuerdo-clave de Amberes-Antwerpen.
¡Si al menos lo recordase!

Little Ferry, NJ

13.08.2014 12:52

Abonan aquellos prados verdes a puñaos de química y la hierba compacta revela esplendores de tonalidades sintéticas. Cercados agradables a la vista y duros al tacto se cierran, cloissonnés de esmeraldas artificiales, oasis o fortines: al gusto. Caminitos limpios y acolchados serpentean por en medio. Pequeñas, o grandes, esperanzas de vida se recluyen junto a las sonrisas que acompañan a las verjas, apenas cerradas estas.
Una niña de unos diez años corretea sobre uno de esos prados, elegido horizonte de juego. Aparece despreocupada, ilusionada como lo permite su edad, se menea, rie: como el cahorrito en su madriguera. Fuera, más allá del vallado, han quedado los demás. Porque hay pena en cada entrar. Dentro de pequeñas historias de existencia, grandes en los instantes eternos en que colman de vida los sentimientos de quien debía, por una vez, vivir desde dentro el súbito endurecerse de los labios al unísono con el clack del batiente.

La señora Iolanda fue dulcemente perentoria: la invitación a comer al día siguiente, era una obligación de la que no se podía escapar. “Venite, che vi preparo uno pranzo bello, u know. Facciammo – come si dice? – barbecchiù, come si dice? Eh, dovete venire, stiamo insieme, voi, noi due e ‘a ragazzina, u know, ‘a figlia de Micheal.”[1] Quedamos de acuerdo en que hablaríamos por la mañana, para ultimar los detalles.
Así que, sobre las diez, con el día ya programado, la llamamos. No yo, que oí por lo tanto solo una parte de la conversación.
“…a las cinco…”
¡Glup! Dejé caer todo lo que estaba haciendo y salté hacia el teléfono. ¡Nooo, más tarde, más tarde! Sabía que en los States comen pronto. En Orlando, en el Epcot Center, hay una reconstrucción Disney de un trozo de Italia, hasta con su apañado restaurante San Marco. En una ocasión, a las 9 de la noche, un camarero -italianísimo, hablaba con acento lombardo, pero dependiente del parque- no nos permitió entrar porque estaban cerrando, y de nada sirvieron mis observaciones de que si el restaurante, como todo el entorno, quería reproducir Italia, en tal caso, incluso sirviendo comida plastificada Disney, habrían debido observar las costumbres y horarios italianos. Lo sabía, pues, pero consideraba que las 7 era ya un acuerdo totalmente a su favor. En el fondo, también yo he adoptado costumbres poco itálicas; como poco a mediodía y así por la tarde se me presenta pronto el hambre. Pero a las cinco, no.
“…O.K. entonces a las cinco y media…”
“¡No, a las siete, a las siete!”
Nada que hacer, la señora Iolanda era realmente estupenda, pero, aunque italiana nacida en Italia y casada con un italiano nacido en Italia, al tener los hijos americanos, debía ser, y era de hecho, más americana que los americanos. Invitación a cenar adjudicada a las cinco treinta: ¡vaya por Dios!
Dos eran los aspectos del problema: primero, hacer todo lo que había que hacer en Manhattan con tiempo para llegar a casa de la señora Iolanda; segundo, conseguir tener hambre a aquella hora del té. Razonando, esto segundo era lo más fácil, y se avenía bastante, como he dicho, a mis costumbres: se trataba de forzarlas un poco. Habiendo tomado un buen desayuno se podía resistir con un bocadillo; a fin de cuentas los americanos lo hacen así. Además estaba claro, la invitación a las cinco y media era para antes charlar un rato, visitar la casa, tomar un aperitivo…lo típico.
El bocadillo, en Manhattan, aun no había tenido tiempo de metérmelo al cuerpo. Habíamos quedado en el hotel, que estaba ya en Secaucus, o sea, al otro lado del Lincoln Tunnel, más allá del Hudson, en New Jersey. Desde allí, en coche, Little Ferry estaba a pocos minutos.
Se me hizo tarde, por supuesto. Por suerte no estaba lejos del Poth Authority Bus Terminal, en la 8 avenue, entre las calles 40 y 42, de donde salía el autobús que había que tomar.
Eché a correr, pero en el ángulo del Bryant Park, frente a la salida del metro, estaba el carrito de los hot dogs: era ya por la tarde.. El hambre no tiene en cuenta ni las prisas, ni los planes, ni mucho menos las citas ni los autobuses que se van. Todavía corriendo, recogí unas monedas del bolsillo y estaba a punto de pedir el hot dog cuando, en un alarde de ingenio, decidí tomar algo que me evitara la consabida pérdida de tiempo que si la comanda, que si quería mostaza, ketchup, o what else. Pedí un frankfurter que, con perdón de la ciudad hessiana, estaba realmente asqueroso.
Será porque lo engullí a toda prisa andando veloz, pero se me atascó en el estómago, sin moverse. Quizá horrorizado a la vista del P.A.B.T., el enorme edificio-terminal con los autobuses subiendo a las diferentes plantas. Según qué bus quieres tomar, tienes que subir a cierta planta, de cada planta sale una decena de líneas. Todo bajo techo. Un vientre de los EEUU, una víscera eficiente pero dura: como sus puertas. Dentro de este mastodonte, de inusuales proporciones, todo está pensado a lo grande. Rampas y escaleras mecánicas juegan a entrecruzarse, con desprecio a la estética pero al perfecto servicio de la funcionalidad; hay tiendas, bares (o algo parecido), quioscos de flores, reparación de calzado, vendedores de hot dogs o de cookies, hay uno incluso que, mientras esperas a que salga el bus, te borda el nombre o lo que tú quieras en tu gorra yankee. Todo es enorme: todo, excepto las puertas que desde la sala de espera llevan a los andenes adonde los autobuses se acercan bufando veneno. Son pequeñas y pesadísimas. He visto a la típica mujer americana, blanca o negra pero gordinflona, batirse en un cuerpo a cuerpo para conseguir abrir la puerta, que encima tenía un muelle -durísimo- para el cierre automático, y era una lucha sin tregua, por cuanto ni siquiera se abría empujando sino estirando; y luego para pasar con las grandes posaderas, los paquetes y los bultos. Y nadie que la ayudara. La dejaban allí -pacientes por fuera pero irritados por dentro- esperando a que acabase su cotidiana angustia personal. Escena emblemática.
En fin, llegué al hotel a tiempo, me di algo parecido a una ducha, y ¡hala, hacia los verdes jardines de los suburbs! Porque Little Ferry es un auténtico, verdadero, suburb. Uno de los tristemente famosos suburbs, esencia profunda de la América de final de milenio. Donde una señora Iolanda, italiana nacida en Italia y casada con un italiano nacido en Italia, te invita a casa para cenar a las cinco y media.
¡… a las cinco y treintaicinco todos a la mesa!
El marido, Michele, ahora Michael, excuso decir que llevaba una camisa de flores desabrochada y el cap en la cabeza, las bermudas, los calcetines ¡blancos! y zapatillas de lona. Pero, con su apariencia socarrona tras sus gafas ahumadas antiestéticas aunque prácticas, resultaba él también simpático. Nada salvó a la compañía de la alborozada satisfacción con que mostró la nueva barbacoa. Que nadie piense en un armatoste, grande pero portátil, adecuado para llevar al campo el domingo. No: se trataba de un montaje firmemente anclado a una base de cemento empotrada en el suelo, a la cual, a través de unos conductos subterráneos, afluía el gas que alimentaba las llamitas de encendido electrónico situadas inmediatamente debajo del brasero auténtico y verdadero, donde un poco de carbonilla requemada no hacía ya más papel que el de difundir el olor-barbacoa típico de los jardines de los suburbs.
Fue en esa ocasión, por cierto, cuando descubrí algo que tal vez debería haber descubierto antes. Las lindas casitas de madera, todas alineadas en el centro de sus jardincitos, que habíamos visto en tantas películas de Hollywood, donde viven o familias felices o truculentos sicópatas (o más bien los dos: si no, ¿con quién se divierten los sicópatas?), pues bien, aquellas casitas, con su puertecita para el gato, y, tal vez, con sus barras y estrellas plantadas en el jardín, mira por dónde ¡no son de madera! Son de aluminio, moldeado para imitar la madera. Dura bastante más y se salvan muchos árboles; pero adiós poesía.
Así pues, a las cinco y treintaicinco post meridiem, la señora Iolanda nos sirvió, entre las patatas fritas y otras cortesías hors-d’-œuvre variés empaquetadas, unas hermosas lasañas sacadas de una caja “Italian food specialities: today Lasagnie” ( así, con la i). La verdad es que se podían comer porque les había añadido, en un arrebato de amor propio itálico-cocinero, dictado por la italianidad de su huéspedes, un ragou ( a la americana: ni ragú ni ragout) que no tampoco estaba tan malo; eso sí, también del supermercado.
Entretanto Michele-Micheal se prodigaba en la B-B-Q. Se presentó con un bistecazo como te lo esperas en América: excepcional, que en Europa ni nos hacemos idea, con permiso de la fiorentina. Consigue siempre desencadenar apetitos atávicos: te lo comes con satisfacción, de rigor -si los comensales lo permiten (si no lo permiten son unos infames)- con las manos, dejando correr churretones de jugo y grasa a los lados de la boca, regresando a antiguas actitudes a incisivos y caninos, ejercitándolos en morder, desgarrar, roer el hueso.
Antes de hacer un papelón, manifesté estas convicciones, convencido de que a ello habría seguido un general empuñar el bistec por el hueso. Estábamos en el jardín, sobre mesas de plástico cubiertas de plástico, sin mantel (que raramente lo hay en América: lo aprecio) con platos y vasos de plástico, servilletas de papel, con atuendos no ya casual, sino expresamente estudiados para ofender al buen gusto. Nothing. La anfitriona asintió distraídamente pero siguió con cuchillo y tenedor.
Aprecio mucho los modales y la compostura, y si insistí tanto en el hecho de comer aquel bistec con las manos fue por un cúmulo de motivos, entre los cuales las ganas de romper aquel rígido esquema que me forzaba a cenar a las cinco treintaicinco; quizás el aflorar, lejos de casa y de los ambientes conocidos, de un espíritu infantilón alentado por las diferentes costumbres; y, desde luego, el primitivo deseo de disfrutar salvajemente de aquel magnífico trozo de carne.
Me volví hacia Michele-Micheal, buscando complicidad en las maneras expeditivas de los machotes americanos, que han abierto caminos al noroeste, han atravesado desiertos, tienen el culo pelao de cabalgar jornadas y jornadas.
Tuve la impresión de que estaba con la cabeza en algún torrente pescando. Le había plantado encima una mirada de pegamento exhortarle a pronunciarse. Farfulló algo con su voz lenta y sosegada. Había nacido en Roma, pero, igual que la mujer, hablaba el italiano de América, que tiene siempre un acento napolitano.
Me arriesgué: “Bueno, este bistec está pidiendo ser comido con las manos…”
“¿Eh? Co’ ‘e mmane? Mia moglie cosa dicere?” [2] replicó pilatescamente en voz baja, masticando con determinación y esbozando una sonrisita. No tenía ninguna intención de involucrar a la mujer, aquel “dicere” no se traduce como un “qué va a decir” sino como un “qué diría”.
Ahora ya estaba lanzado: “¿Pero nunca os da por hacerlo? Yo qué sé, cuando estáis con los nietos, todos juntos, pues ¡hala!, la barbacoa con las manos…”
Lo dije mirando a ambos cónyuges. La señora Iolanda estaba a punto de responder cuando él le hizo un gesto imperceptible y, tras una pausa interminable (en torno a un segundo y medio), dejó caer a plomo en escena un sonoro, profundo, definitivo: “¡No!”
Era impresionante aquel no. La voz había cambiado, de apagada y tenue se había vuelto baritonal y potente, y aún así parecía venir de muy adentro. Avanzada la conversación pude escuchar otros ‘no’ de Michele-Micheal. Siempre se repetía el mismo esquema. Casi nunca intervenía en la discusión, preguntado, se las apañaba con monosílabos, y cuando ya lo habías casi olvidado, sobre un tema crucial atajaba a la mujer soltando aquel ‘no’ suyo, poderoso pero sin gritar, perentorio, aunque no arrogante.
Bien: el bistec, con cuchillo y tenedor. Por supuesto, corté también el plato de plástico. Mientras, Michel-Micheal se había aproximado de nuevo al monumento a gas y enseguida nos llegó otro olor de algo carnoso que dejaba caer grasa derretida sobre los estériles descendientes de los carbones de las hogueras al raso de las grandes praderas del Oeste. Al final, se nos presentó volvió con un cargamento de muslos de super-pavo. Eran gigantescos, nunca he visto cosa igual.
Pregunté: “¿Qué son?”
“Gallina.” contestó la señora Iolanda.
“¿Gallina? ¿Tan grande? Será…pavo, ¿no?”
“Gallina. Chicken , u know.”
“Ah, ya. Y ¿de dónde viene? ¿Es alguna gallina particular, de alguna zona concreta?”
“¿Comme?”[3]
“No, que… si es algún tipo especial de gallina. ¡Así tan grande!”
No speciale[4]: gallina, u know. Chicken.”
“Que pensaba que igual es alguna raza en concreto, ¡como es tan grande!
“No” tronó Michele-Micheal; y punto, asunto zanjado.
Una cuestión que estoy posponiendo es la de las bebidas. Habíamos comprado vino –italiano, si bien comprado dos millas antes–. Tras ser examinado con atención: “Lo bebemos” sentenció el jefe de la B-B-Q. En la mesa descubrimos que ellos dos el vino, una por abstemia, otro como superviviente de varios by-pass, no lo tomaban; así que fuimos los convidados quienes nos lo soplamos, y ellos los que preguntaban: Comm’è? È buono?[5] Pero, ni que decir tiene, insistían en que bebiésemos cerveza.
Micheal, vai e piglia ‘a birra.[6]
“¡Uh!”
Micheal, they wanna have beer, u know... Ve y pilla una birra.”
Fue. Volvió con la cerveza. En lata.
Sostengo que hay que acabar con la cerveza en lata.... Coge aluminio. Se le pega un sabor sintético. Se exacerba y sale contraída, áspera, alucinada. Vaya por delante que los americanos beben unas cervezas asquerosas. Y a menudo el beberlas de lata aumenta esa asquerosidad. Tal vez solo algunas cervezas italianas y muchas españolas sean peores (Sudamérica es colonia estadounidense también en lo que hace a cervezas). En este momento, arrollado por la italo-americanidad, sucumbí. En llegando al estómago, el sucedáneo de cerveza penetró en los restos del frankfurter del Bryant Park y los expandió monstruosamente, provocando un tapón terrible que, en un instante, parecía ir desde la garganta hasta el colon.
Estaba en pleno pánico. Justo en aquel momento llegaron dos boles de ensalada. Una de ellas iba a quedar frente a mí. Puse educadamente la mano para detenerla y la giré como indicando “No gracias, yo no tomaré, empiece a servirla por aquí al lado”. “Esta es tuya” precisó la señora Iolanda.
¡Dios mío!
Tuve suerte con la fruta, que, por otra parte, me pareció de dimensiones y cantidad como las nuestras. Conseguí no tocarla. Llegados a ese punto habría agradecido, no ya un café, que de hecho conseguí evitar, siendo distintos el concepto y el uso del café, por allá, sino un buen chupito de un licor digestivo. La verdad es que no me atrevía a pedirlo.
Sacaron el tema a colación nuestros anfitriones. Me disponía a aceptarlo sin parecer descarado (estándar educado) cuando la señora Iolanda terminó la frase “...però no, Mike, hanno già bevuto ‘o vino, e poi so’ stanche, u know, domani si devono alzare presto...”[7]
Esto a las 07:55, hora del Atlántico .(¡Aquella noche acabamos yendo al China…!)

Pero el drama se desató en la sobremesa. Y cierto, un verdadero drama: o al menos, cayeron los últimos pliegues del telón negro cerrado algunos años atrás. Esta imagen pesada y retórica se ajusta bien, por desgracia, a lo que había ocurrido en aquella familia. Ya lo sabía, había sido informado para evitar decir alguna inconveniencia.
Habían perdido a un hijo. Se llamaba Micheal, casi como el padre. Tenía a su vez una hija pequeña; el tumor no le había dado el tiempo de verla crecer.
El caso es que, en la conversación distendida que siguió a la comilona, me encontré en un momento dado de pie, alejado del resto de la compañía. Solo la señora Iolanda se encontraba junto a mí. Como queriendo ir un poco a las confidencias me preguntó: “Quanti anni tu hai?”[8] Se lo dije. Y al instante me di cuenta de que había metido la pata.
“¡Como Micheal!”
Los ojos cansados de demasiadas fatigas y demasiado llanto retenido, tras las lentes de las gafas, brillaban. ‘Nu guaglione comme a Maikel suio[9]. Comprendía que yo no era Micheal, desde luego, pero también se daba cuenta de que otra ocasión como aquella no se presentaría en quién sabe cuánto tiempo, tal vez jamás. Jugar al juego trágico de la simulación. Era game, en tanto que impregnado de un grotesco sentido de diversión, y era play, porque realmente preveía normas, papeles, guión y escena.
Se volvió mirando de engatusar al marido. Cuando lo hubo conquistado le anunció: “Tiene los mismos años que Micheal”.
Michele-Micheal se encogió leve y brevemente de hombros, como un tic, y pareció desentenderse, demasiado imbuido de la calma de la tarde, epígono de la monotonía perenne de sus días. Sin embargo, los ángulos de su boca se torcieron hacia abajo. No me convertí en Micheal, no, pero me vi obligado a jugar recitando su papel silencioso, en el que me pude introducir fácilmente gracias a la coincidencia registral.
Creo que, aparte de los años, no tenía nada en común con Micheal. Era simplemente el primer actor adecuado para el papel venido a jugar a aquella casa después de su muerte. ¿Qué tenía yo que ver con aquella niña, de entonces unos diez años, que jugaba a softball en el jardín de hierba atiborrada de química?, ¿con aquella mujer que venía a recogerla cada tarde? ¿Por qué esta anciana italiana de América estaba tan impresionada por el hecho de que yo tuviese la misma edad que habría tenido el hijo muerto?
No acababa de entenderlo. El caso es que el ambiente, ya grotesco, se volvió surrealista. Me llevó a reconocer las cosas de Micheal, sus libros, sus fotos. Una en el cole, una con la mujer; y con la mujer y la hija, y la hija sola. Al fin, con la enésima: “Aquí ya estaba enfermo”. Para esto no estaba preparado. La cara de un hombre -de mi misma edad- que sabe ya, con tanta anticipación, que debe morir en poco tiempo. Señor, dónde estaría yo desperdiciando mi tiempo en aquel momento, en el momento de aquella foto? Miré por la ventana para encontrar consuelo a la angustia que me vencía y me topé con la chiquilla que, exuberante de vitalidad, lanzaba y batía pelotas sobre la hierba abonada de química. Atisbé en los rasgos de su rostro los del padre. Mientras, la señora Iolanda me contaba todo el historial académico del hijo, y luego los trabajos que había hecho. Era un torrente -de amor- desbordado. Los llantos que debía no haber vertido, agotada por las travesías de la vida (la guerra, la emigración, el enfrentarse a un país nuevo, aprender su lengua y sus hábitos, pelear por el trabajo, etc) y por las puertas, demasiado duras, que empujar cada día, se deshacían finalmente en palabras, de las cuales, por desgracia, no era capaz de penetrar todo el significado. Y me superaban. Al poco, pese a estar impactado, no lograba siquiera poner cara de circunstancias, estaba realmente harto, y encima, no sabía poner fin a la comedia. Tenía fijos en los míos aquellos ojos que, visiblemente, habían reprimido demasiadas lágrimas, revivía la profundidad absoluta (absoluta como la muerte) de los “no” de Michele-Micheal; finalmente comprendí el ansia devoradora de un pueblo who plays with dead, que juega/actúa con la muerte.
La vida, en América, no tiene el mismo valor que en Europa. Los Estados Unidos son la nación más poderosa del globo, pero cada año esperan con fatalismo que el huracán de turno provoque decenas de víctimas. Amén. Uno de los mayores deportes nacionales es disparar al presidente. Amén.
Usan la guerra hasta con fines electorales, parte de económicos: santifican a los militares que han matado a más nazis, comunistas, árabes, terroristas; y después, sobre impecables prados atiborrados de química, representan impecables funerales a los muchachos que han mandado a matar y morir, con banderas arriadas con solemnidad y salvas de fusil. Amén.
Entre tanto fríen a algún negro en la silla eléctrica. Amén.
Luego, en Hollywood, ruedan “El cielo puede esperar”, “Ghost” y otras tres mil películas donde la muerte es sublimada, representada, jugada: aplazada. Amén.
Pero individualmente, ese pueblo no puede suprimir la angustia ligada a la muerte: el fin, la gran incógnita, lo definitivo, el no retorno, el gran derrota del Hombre: el redde rationem, si no a Dios, a la propia conciencia, que tal vez en aquel océano de cebolla, patatas fritas y alitas de pollo fritas, desde algún recóndito lugar, se obstina en gritar. Desoída hasta el final, ahogada por demasiada comida.
Para tratar de no enfrentarse al misterio, intentan hacer de la muerte un elemento ‘civil’. Por eso los policías disparan antes de pensar, por eso en las películas, a menudo, la solución es matar al culpable (presunto), por eso aman la pena de muerte, por eso quien ocupa un cargo público puede ser asesinado, por eso sus insensatos uso y gestión de la guerra: que siempre es ‘justa’, porque ‘civil’; en el sentido de prevista por la sociedad. Su sociedad no ha previsto que uno se pueda estampar contra un árbol con el coche, por lo que impone límites de velocidad inverosímiles; pero encuentra correcta la venta de armas, que hasta los niños tienen a mano. No quieren que al menos la muerte esté fuera del control humano.
Y para hacerse la ilusión de derrotarla consumen, devoran jirones de vida.
No hay nada que les haga sentir parte de la historia, ningún testimonio de la cultura de las generaciones pasadas. No heredan un pasado, su única referencia es un futuro: pero la muerte lo niega. Así que comen y comen: al menos adentellan el presente.
Según reglas y papeles precisos previstos en el play.
Pero la muerte propia se vive solo hasta un instante antes. La de un hijo se vive sobre todo después, y hace peor la espera de la propia. Un hijo es una parte del padre y es su continuar viviendo, es haber dejado algo que no hace inútil el haber vivido: el hijo, muriendo antes que el padre, hace para este aún más definitiva la muerte.
Al día siguiente, conduciendo por una highway de Long Island, mientras los aviones aterrizaban a mi derecha en el John Fitzgerald Kennedy International Airport, me di cuenta de que en Europa tenemos como la sensación de que todo el mundo llorará desconsolado nuestra muerte. En América, en cambio, tan proyectada hacia el futuro, una persona que muere es una cosa del pasado; que ya no está. Y se percibe.
Pero allí, en la áspera campiña de Long Island, preñada de salinidad, me di cuenta de que si hubiese muerto yo no habría dejado nada de mí, yo no tenía un hijo a quien confiar la utilidad de mi vida. Y yo lloré.
Esto el día después. Aquella tarde fui a jugar a softball con la hija de Micheal. Me sonreía. Lanzó la pelota. Bateé con violencia e hice un home run, un fuera del campo. La pelota rebotó sorda en la calle. Un silencio surreal helaba el suburb.



[1] La signora Iolanda, emigrante que ha adoptado la lengua de su país de acogida, tiene una forma graciosa y particular de hablar su italiano materno, que usa -como se dice en el texto- en su variante con acento y entonación de la Italia meridional mezclado con construcciones y frases en inglés. Imposible recoger estos matices en la traducción al español, por lo que aquí tenéis la transcripción de sus palabras (y las de Michael) en su versión original. Recordando que podéis acceder a todo el texto original en italiano desde la página de inicio, se proporciona mediante notas la traducción al castellano, así como la correcta escritura de la frase en buen italiano. Aquellas que aparecen traducidas presentaban ya en el original formas correctas o, al menos, aceptables. (N.d.T.)

(C.) Venid, que os preparo una rica comida, you know. Hacemos -¿cómo se dice?- barbequiú. Y, tenéis que venir, nos juntamos todos, vosotros, nosotros dos, y la chiquilla, you know, la hija de Micheal.

(I.) Venite, che vi preparo un bel pranzo, you know. Facciamo – come si dice? – barbeque, come si dice? Eh, dovete venire, stiamo insieme, voi, noi due e la ragazzina, you know, la figlia di Micheal.

[2] (C.) ¿Con las manos¿ ¿Y qué va a decir mi mujer?

(I.) Con le mani? Cosa dicere mia moglie? (Dicere es claramente erróneo: su interpretación se explica inmediatamente después.)

[3] (C.) ¿Cómo?     (I.) Come?

[4] (C.) No especial.     (I.) Non speciale.

[5] (C.) ¿Qué tal? ¿Es bueno?            (I.) Com’è? È buono?

[6] (C.) Micheal, ve a por una birra.         (I.) Micheal, vai a prendere la birra.

[7] (C.) Cuántos años tienes?         (I.) Quanti anni hai?

[8] (C.) ...no, hombre, no, Mike, que ya han bebido vino, y encima están cansados, you know, que mañana tienen que madrugar...

(I.) …però no, Mike, hanno già bevuto il vino, e poi sono stanchi, you know, domani si devono alzare presto…

[9] (C.) Un muchacho como su Micheal.             (I.) Un ragazzo come il suo Micheal.

 

Cuba

04.06.2014 07:32

“Aprendimos a quererte,
desde la histórica altura,
donde el sol de tu bravura
le puso cerco a la muerte.
Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia
de tu querida presencia,
Comandante Che Guevara.”

Era embarazoso.
Una vez descendidos del bimotor de carga para transporte de tropas soviético adaptado al uso civil, con un lavabo espartano en el que la cisterna era un bidón militar colgado de la chapa de la carlinga y con todas las indicaciones escritas en caracteres cirílicos (nadie las había borrado), los turistas eran conducidos a una gran cabaña de madera donde se les ofrecía un cóctel de bienvenida. Nuestro grupo había aterrizado a las nueve de la mañana, a las nueve y media se encontró ante un cóctel de quisquillas congeladas (¡en Cuba!): arduo disfrutarlo.
Todos los turistas eran occidentales. Por suerte, tratándose de Cuba, ninguno estadounidense. Ya era un consuelo. Ello no obstante, la tasa de estupidez, tanto genuina como vacacional, era elevada. El tipo de la animación nos convenció de que no era posible saltarse la ceremonia de acogida y se entregó a su trabajo. Al menos lo admiré por su capacidad de estar tan alegre y de buen humor a aquella hora, en el puesto de trabajo. Era un blanco, rubio, quizá heredero, como el Antonov, de la ahora pretérita amistad soviético-cubana. Supo hacer gritar a los turistas simplemente preguntando: “¿Quién es español?...francés, alemán, venezolano?” Hasta que llegó a la nacionalidad que, considero, su experiencia y la mía dejaban suponer que provocaría el griterío más escandaloso “¿Quién es italiano?” Por una vez, le respondió el silencio punzante de decenas de ojos que buscaban a los italianos, misteriosamente -al parecer- no presentes masivamente como de costumbre. No lo estaban, de hecho, y por una vez prevaleció la vergogna.
La pequeña banda estaba en efecto ya formada allí donde aquella especie de palco se peleaba con la pared del fondo. Más bien parecía que estuvieran allí limpiando sus instrumentos. Sin embargo, se reagruparon con premura y se arrancaron. Y de golpe, el tenue hilo del sentimiento envolvió a quien quiso dejarse envolver.
En torno a la querida presencia del comandante Guevara se revivía el mito doloroso de días que se fueron. Una vez más.
A la fatua voluntad consumista que devoraba quisquillas congeladas (en Cuba...) a las nueve treinta de la mañana, al imperialismo turístico occidental, aquellos cinco-seis desquiciados opusieron el arrebato y la dulzura, la nostalgia y el orgullo, el dolor y la alegría: ¡sentimientos, míster! Las notas de la querida presencia del comandante Che Guevara venían ejecutadas en un arreglo que nunca más volvería a oír. La canción más obvia se convertía en un triste, lento, seductor canto de batalla: pero de una batalla de la que se tiene la conciencia tangible de haberla perdido, y a pesar de lo cual, se canta igualmente con el mismo orgullo de un vencedor, unido a la inconsolable tristeza de quien sabe haber iniciado una batalla justa y haber perdido una equivocada. Y parecía un punzante reproche. Mi incomodidad aumentaba desmesuradamente: para tratar de vencerla, entre tanta entrañable transparencia y frente a tanta querida presencia, me lancé sobre aquellas quisquillas absurdamente congeladas, en Cuba, sobre la isla inmensamente magnífica de Cayo Largo, Mar Caribe.
De Hemingway ni rastro.

Es cierto, Cuba es también la loca belleza de La Habana. Algunas calles pavimentadas de madera, las plazoletas y callejuelas, los colores de las casas más modestas, el esplendor decadente y decaído de las villas. Cuba es su gente, agarrada fuera de los autobuses malolientes, colgada en las esquinas de las calles, con la cara apretujada tras dos barrotes de una reja, acurrucada sobre una bicicleta con las ruedas desinfladas, asomada a balaustradas de las que ignora el sentido y la función pero viviéndolas igualmente con el orgullo de una familia noble en decadencia. He aquí lo que es Cuba: una noble en decadencia. Ha perdido una guerra que ya había ganado, está reducida a la miseria, pero el linaje resiste y aflora, quizá incluso inconscientemente, en cada gesto de lo cotidiano.
Cuba es Teo, ingeniero agrario, que me abordó justo fuera del inhóspito Hotel Riviera diciendo que me había confundido con un profesor suyo: y eso que no había una gran diferencia de edad entre nosotros. Estaba claro que él y su amigo querían embaucarme, pero viví una experiencia bonita que solo me costó una veintena de dólares. Era conmovedor el empeño y la profusión de medios que aquellos muchachos y sus familias desplegaban para agenciarse 40 dólares. La verdad es que habrían podido perfectamente darme un tirón, asaltarme, saquear mi habitación. Pero nada de eso, noblesse oblige; el plan debía ser elegante y perfecto. Se me acercaron apenas reduje un poco la marcha interesado por el desarrollo de un encuentro de béisbol entre chavales en un pequeño campo junto al hotel. Me acompañaron un rato, hablando de todo un poco, y luego, solapadamente, introdujeron la posibilidad de hacer un cambio en negro, a mejor tasa que la oficial, evidentemente.
Semejante propuesta, en Cuba, simplemente no tiene sentido. El turista extranjero solo puede gastar dólares, con la moneda local lo más que puede es prender fuego. Iba a mandarlos a paseo cuando de repente se me ocurrió la disparatada idea. Me hice el interesado pero no totalmente convencido. Empezó el cortejo, y fue una aventura formidable. Me llevaron con ellos a su La Habana, aquella “que el turista no ve”. Y entonces, arrastrado por estos dos muchachos, vestidos con desaliño pero que hablaban con propiedad y notable altura mental, vi los estantes vacíos de una tienda donde alguna mujer se asomaba con la tarjeta en la mano, echaba un vistazo a aquellas pocas mercancías que parecían olvidadas por alguno, y se marchaba resignada. Comí un bocadillo que me ofrecieron en una especie de chiringuito en la esquina de una calle, entre críos que, como de costumbre, me pedían chicle, y Teo que los ahuyentaba. Entramos en una biblioteca, y allí Teo no pudo ocultar el orgullo por el alto nivel cultural de su País (instituciones culturales, escuelas, universidades, campos de deporte y hospitales hay muchísimos en la isla). Fue aquí donde le pregunté qué título tenía. Me contestó pronunciando “ingeniero agrario” con suficiencia y desdén. Me dio la impresión de declamar no el de los estudios, sino el título nobiliario. Se arrancó a ilustrarme sobre la importancia de una agricultura moderna para el desarrollo de la gente cubana. Al final, le dije que podíamos probar a cambiar veinte dólares.
¿Sólo?”
“Bueno, empecemos asì.” Sí, así, con veinte dólares: más o menos lo que me habría costado un tour por una ciudad occidental en un autobús descubierto. Me condujeron a una plaza delante del Capitolio Nacional, aquí nos ocultamos bajo un pórtico, se hicieron entregar los veinte dólares y el otro chico se fue. Teo me explicaba los pormenores, me daba consejos sobre qué hacer para aparentar indiferencia, me describía lo que estaba teniendo lugar entretanto. Poco después el otro volvió y susurró algo a Teo que, invitándome con la cabeza a moverme, me dijo: “Está hecho. Sí, tranquilo.”
Tras unos cientos de metros se me entregó un montoncito de papel de colores todo rasgado. Los billetes cubanos, ¡ay, qué dolor!
Era evidente para todos, aunque cada uno fingía a su manera, que con aquel papel ya intrínsecamente mojado no habría podido hacer nada (por cierto que fue finalmente regalado a Silvia, una intérprete feúcha pero simpática que, debiendo traducir al italiano, empezaba en cuanto podía a hablar en alemán, porque le gustaba mucho aquella lengua).
También se reveló enseguida evidente que la ganancia permitida por aquella operación ilegal (en la que de todas formas había salido dinero auténtico, conque, total…) no era suficiente para cubrir el esfuerzo desplegado. Empezó la segunda parte del plan, para mí igual de interesante que la primera. Me preguntaron en qué hotel me alojaba. Lo sabían perfectamente, estaban apostados fuera. Fingieron lo justo: “¡Oh, el Riviera!
En el Hotel Riviera, está un torcedor, ¿verdad?
¿Un torcedor?” No sabía qué era un torcedor.
Los puros. Hay un hombre que hace los puros en el Riviera.”
Ah, sí.”
Es mi padre.”, declaró triunfante Teo. Así que el plácido individuo que en el sótano del hotelazo ex-americano enrollaba cigarros era un torcedor de puros. Lo había observado en su trabajo; había tenido la impresión de que pudiera tratarse de un ingeniero o de un abogado que, perdido u obligado a perder el interés por su propia profesión, hubiese escogido aquella ocupación filosófica para poder continuar con las meditaciones. Se ayudaba con la repetitividad de los gestos, si bien nunca mecánica, sino amorosamente competente, y con la observación de quien le observaba. Y sí, se veía que era él quien escrutaba con mayor atención, en la absorta lentitud de los movimientos que culminaban con una rápida aceleración en el momento del corte. En el instante en que cortaba uno de los extremos del envoltorio, celebrando con el legado de un pequeño sacrificio el nacimiento de una nueva criatura suya, se consagraba deidad que afirma la superioridad de su sabiduría sobre el vacuo frenesí de los turistas. Ahora, Teo declaraba que aquel hombre era su padre. Podría incluso ser verdad, pero no era esa la cuestión. Estaba claro que quería llegar a alguna parte.
A partir de aquella revelación, toda la atención de mis acompañantes se centró sobre los cigarros. Me preguntaron si querría fumarme uno.
No sé, puede ser...”
Me condujeron entonces a descubrir uno de los lugares más increíbles que vi en aquella aventura. Fuimos a casa de un amigo de ellos, en un edificio en evidente ruina. Era una magnífica ocasión, poder entrar en una verdadera casa habanera. Pero no era solo una vivienda; es más, la finalidad principal era otra. Se trataba de un bar “secreto”, con una nevera que contenía cervezas y nada menos que Cola-Cola, y el muchacho dueño (de la casa) puso un disco sobre un viejo artilugio de aquellos vendidos por correspondencia por la Selecciones del Reader's Digest. Estaba organizadísimo: había hasta lista de precios. Una vieja a medio vestir se asomó a la puerta de la habitación-bar y fue apartada: no se presenta uno así delante de los clientes. Las paredes estaban totalmente cubiertas por los utensilios del bar, con botellas de ron por todas partes, velas, vasos, estampas de motivos religioso con un montón de lamparitas encendidas delante, fotos, banderas, filas de libros, pilas de discos, objetos varios. Consumimos algo y, por fin, salió un puro. Me enseñaron a calentarlo al punto justo para que hacer fundir el poco de cola que mantiene la hoja enrollada, se rieron de mi manera superpreocupada de encenderlo (parecía que tuviese que aspirar todo el smog de La Habana, tanto esfuerzo hice con los carrillos y los pulmones). Me sentía colmado: fumaba un cigarro excepcional en torno a una mesa con un hule de flores dentro de un bar secreto en compañía de unos chicos cubanos decididamente simpáticos. Quién sabe si las milanesas con las tetas fuera en busca de machos jóvenes que había visto en Cayo Largo habían jamás tenido éxito en una empresa semejante. Aunque ya ves qué interés tendrían. Me ofrecí a pagar y lo hice. Al chico del bar se le salían de las órbitas más que los ojos, pero Teo intervino enseguida llevándome fuera antes de que yo pudiese notarlo (pero ya lo había notado) y enredándome con una postiza explicación sobre la conveniencia de no salir todos juntos para no llamar la atención. Mientras tanto el otro acompañante explicaba al barman lo que estaba pasando.
Lo cierto es que había pagado con gloriosos pesos.
Hay una cosa sobre la que toda la gente de Cuba y el gobierno están de acuerdo: el turista ha de pagar siempre en dólares americanos. No se escapa. Pero, en ese momento, estaba en marcha un plan.
Mira por dónde, volvió a salir el tema de los puros. Teo tuvo una idea excepcional. Me preguntó si me interesaba ver una tienda donde vendían cigarros. Me interesaba.
El lugar estaba lejos, propusieron tomar un taxi. El taxi era un de los poquísimos coches que circulaban en Cuba, a quien el embargo negaba alimentos, pintura para paredes (todas las hermosas villas coloniales del barrio residencial de La Habana estaban de hecho totalmente desconchadas), mil otras cosas y -quizás por encima de todo- petróleo. Se circulaba en bicis con las ruedas deshinchadas, que en vano se trataban de inflar en una especie de sucedáneos de gasolinera en las esquinas de las calles; pero de los tubos de goma apenas salía el hálito de un moribundo. Estaba a punto de ofrecerme a pagar la carrera, pero Teo me hizo una pregunta y me arrastró fuera del coche, mientras el otro, sin generosidad alguna, o en todo caso no por ella, pagaba al conductor. En pesos, obviamente. Cualquier moneda con la que yo hubiese pagado habría supuesto un fallo en el plan: pesos, no podía tener puesto que habría denunciado implícitamente a mis acompañantes; y mis dólares americanos, sobre los que el taxista habría aplicado un cambio de atraco, eran de todas formas un bien demasiado precioso que no había que dejar dilapidar. Así pues, para ellos dos, la salida fue otra.
No había duda, llegados a este punto. El plan estaba en marcha, representaba sin duda el objetivo principal de Teo y su amigo: pero había algo más, tenía que haberlo. Tal vez la curiosidad de pasar algunas horas con un capitalista y comprender si odiarlo realmente, o envidiarlo (o compadecerlo...), tal vez el querer sentirse por un día fuera de la estrechez cubana, tal vez la comparación: incluso puede que solo la misma simpatía que también yo sentía por ellos. Conseguí hablar de ciertas tímidas manifestaciones anti-régimen, que no anti-Fidel, que los universitarios habían organizado algunas semanas antes, y me pareció comprender que Teo no era completamente ajeno a ello. Ya, el desarrollo de agricultura para la redención de la gente cubana tenía que pasar necesariamente a través de una redefinición de los principios que la práctica, a lo largo del tiempo, había tergiversado respecto a los valores iniciales.
Pero ya estábamos ante la tienda.
Evidentemente, cuando en Cuba se habla de tienda, se entiende algo para extranjeros a lo que los locales no pueden tener acceso. De hecho -y aquí revelaron la meticulosidad del plan- el lugar, mira por dónde, en aquel momento estaba cerrado. Pero se podía mirar el escaparate. Me hicieron fijarme en todos los paquetes de la marca “Montecristo”: en particular una caja de 25. Me elogiaron todas las virtudes del tabaco cubano, me describieron las plantaciones en torno a Pinar del Río, única zona donde sobrevive una apariencia de propiedad privada, ligada precisamente a la producción tradicional, se tomaron su tiempo para ensalzar la fama de sus cigarros, se deleitaron en el recuerdo de que Fidel fumaba, o había fumado, tantos. Y en fin, me preguntaron si había visto lo que costaban. Lo había visto, sí: la caja de 25, 175 U.S. Dollars. 7 dólares cada uno, no está mal.
Son los mismos que mi padre hace en el Hotel Riviera...”
El cerco se estaba cerrando.
Oye, Teo, si tu compañero quiere, quizá haya puros en tu casa, ¿verdad?” añadió espabilado el otro chico. El compañero de Teo era yo, obviamente, y tal vez si preguntaba,… Así pues, siguiendo con la réplica prevista en el guión, se volvió directamente hacia mí: “¿Quieres, compañero? Puros. ¿Quieres puros?
Noté que era la primera vez que me trataba de tú: o sea, que ya éramos íntimos, es decir, en el sprint final. Pero de nuevo hice ver que no entendía. Teo no tuvo más remedio que descubrirse.
Si tú quieres puros, Montecristo como éstos, mi padre y yo tenemos.” “En nuestra casa”, añadió circunspecto.
¡Ah!, pero tu padre hace puros en el Riviera. No son Montecristo.”
Sí, claro que no. Los que él hace en Hotel Riviera no son Montecristo. Pero mi padre trabajó, hasta hace un año, en la fábrica Montecristo.”
Había siempre una respuesta para todo. Con absoluta naturalidad y noble nonchalance. No pudiendo sostener que los cigarros que tenía en casa fuesen a la vez de la renombrada marca Montecristo y hechos por el tipo que los enrollaba a mano en el sótano del Riviera, declaraba que hasta el año anterior su padre trabajaba en la fábrica.
¿Y cuánto cuestan?
Mucho menos.”
¿Cuánto menos?
Eh, no sé.”
Una como ésta”, dije indicando la caja de 25.
Tenemos que preguntar a mi padre.”
Mostré los pesos sobeteados, preguntando cuántos de aquéllos necesitaría. Rieron.
¡No, compañero, mi padre quiere dólares!
Así pues: primero habían hecho lo imposible para hacerme cambiar dólares por pesos, pero ahora que tenía que pagarles a ellos, pedían dólares. Como buen extranjero en Cuba, naturalmente, tenía que pagar en dólares.
No tengo otros dólares aquí”, dije.
Enseguida nos pusimos de acuerdo para volver a vernos por la tarde, antes de cenar. Vendrían a buscarme fuera del hotel. Precisaron que esperarían al otro lado de la calle, junto a una especie de chiringuito. Ya lo sabía. Delante de la entrada del hotel aparcaban coches camuflados de la policía.
La casa de Teo no estaba lejos del Riviera. Era una vivienda de un sencillísimo estilo colonial, compartida con otra familia. La vida se hacía en la planta baja, en el primer piso solo debían dormir. La madre, una tía, y una plétora de hermanos/primos/amigos/vecinos/sobrinos/nietos se hallaban casualmente en el porche alicatado con las mismas baldosas de arcilla roja que llenaron nuestros balcones en los años 60 y 70. Aparte de las dos adultas, ancianas, no había más mujeres para recibir al extranjero.
Después de los pocos saludos de rigor, tuve claras dos cosas: que Teo estaba muy bien considerado porque tenía estudios y había llegado a ser un ingeniero agrario; pero que la negociación no continuaría con él. Esto lo haría un hermano mayor, quizás un joven tío, de aspecto bastante más pícaro que él. Del fantasmal padre torcedor, ni la sombra.
Propuso cantidades industriales, pero comprendió enseguida que no compraría más que la caja de 25. Lanzó una mirada a la madre que, sentada en una butaca de madera, dominaba la escena; esta pestañeó y Teo fue a buscarla.
Volvió con una caja original de 25 Montecristo, hecha de madera y decorada en todas las caras laterales y las esquinas con papel dorado. En el centro de la tapa, la marca compuesta por tres pares de largas espadas que se cruzan dos a dos bajo las empuñaduras: cada pareja se contrapone a las otras desde los vértices de un triángulo equilátero de modo que los seis filos generan dos triángulos, uno inscrito en el otro. Las franjas resultantes entre ambos están rellenadas en rojo, el mismo color que un lirio heráldico que llena el triángulo central. En el dorso de la caja la impresión “Hecho en Cuba”.
Una larga banda con el aspecto y color de un billete americano debería haber cerrado el paquete: era el “Sello de garantía nacional de procedencia para Tabacos torcidos y picadura” previsto por la “Ley de Julio 16 / 1912”! Nunca averigüé si la Revolucion había mantenido una ley sobre exportaciones del año 12 o si el encantador embuste había reciclado un timbre de los abuelos. Por supuesto, estaba descaradamente abierta.
Para saber que se trata de puros...” se justificaron.
Dentro, los cigarros estaban bien colocados, en dos filas superpuestas separadas por un fino panel de madera rojiza, todos perfectamente envueltos Montecristo • Habana. Sobre el reverso de la tapa otra vez la marca y la inscripción Cabinet Selection No. 1”.
Tampoco he averiguado nunca si eran cigarros artesanales vendidos por Montecristo o verdaderos puros de la Casa habanera robados, sacados a escondidas de la fábrica, quién sabe.
La negociación se prolongó largo rato, agradables conversaciones en las cuales creo haber aprendido más sobre Cuba que con la lectura de todos los ensayos escritos al respecto, y se cerró en 20 dólares. Saludé a toda la alborozada asamblea y me fui. Alborozado también yo. Por 40 dólares americanos había visto las entretelas de Cuba y me llevaba a casa 25 estupendos cigarros. Cuando por la tarde me encendí el primero, incluso la sucia habitación del hotel Riviera, con los cristales sin limpiar hasta el punto de que parecía que estuviese permanentemente lloviendo aunque fuera luciese un sol cegador, se permeó de bondad. El sabor de aquellas hojas, dulce y acre, la transformó en un ambiente familiar y agradable en el que vivir.
Hoy esa caja ocupa un lugar de honor en mi casa. Fumo algún cigarro en ocasiones, una media de uno al año. Incluso ahora que el tabaco se ha resecado un poco, el sabor de aquel humo me seduce como siempre y me hace querer a Cuba y a su gente. Y a Teo, ingeniero agrario, embaucador e idealista.

Guadalajara

23.05.2014 10:05

No recuerdo nada. He probado a buscar con Google Earth y con Street View pero es como si mirase una ciudad inexplorada.
Es extraño que haya vuelto a pensar en ello solo ahora. Ahora que he vuelto a verla, mamá con una hija mayorcita todavía colgada de ella, después de haberla dejado a punto de encauzar su vida hacia algo de cierto. Poco más que una niña, según la expresión habitual. Pero he aquí por qué no reconozco ni siquiera aquella iglesia, por qué las pocas impresiones relativas a los lugares me llevan a imaginar un pueblecito, y no ya una ciudad, por qué casi me confundo y me pregunto si no se trataba de la más equidistante Sigüenza, donde ella quería encontrarme. Es porque me supera la inmensa magnitud del fracaso.

La única imagen que recuerdo bien es tan prosaica que roza la vulgaridad. La pequeña explanada de la estación de autobuses, y el mío que parte, tras el suyo, y mis ojos fijos en el baño que pasa de izquierda a derecha en el momento exacto en que mi vejiga me indica estar llena. ¡Pobre de mí!, de aquel gris día invernal este es el recuerdo más fuerte, el único nítido. En fin, es inútil hablar de las causas del fracaso ya acaecido. Más divertido y cínico contar aquello, banal, ocurrido en aquel 31 de diciembre.
Sí, era el último día del año, y para aquel encuentro, habíamos robado tiempo, sobre todo ella, a los preparativos y la espera de las respectivas veladas, en dos ciudades distintas, en las dos direcciones opuestas respecto a donde nos habíamos citado. Para volver a vernos. Había surgido la ocasión.

Estoy seguro de que fuimos a comer a un restaurante. Ambos habríamos podido apañarnos con unas tapas o un bocadillo. Pero no, y de esto estoy seguro a causa de las consecuencias: comimos en un restaurante. Puede que tuviese las paredes de piedra. Puede. El caso es que el frío lluvioso de aquel San Silvestre me indujo a pedir una sopa humeante. Tal vez para calentarme, quién sabe, tal vez para, inconscientemente, autocastigarme. Estaba buena, sí, sí. Qué más comí no lo sé. Recuerdo la sopa por sus consecuencias posteriores. De qué era, no tengo más dato para saberlo. Probablemente de algo que había picado mi curiosidad. Estaba además bastante salada, no tanto como para echarla a perder, pero cloruro de sodio había.
Terminada la comida, el momento del adiós era inminente. Solo el tiempo de ir a pie, siempre en el frío húmedo, a la salida de los autobuses. Un camino demasiado corto, abrazos, gracias por los respectivos regalitos, enésimo interrogarse sobre el significado preciso dado por los españoles a su “¡adiós!”, más abrazos, ya su autobús a punto de partir. Y partió.
El mío lo haría no muchos minutos después, por suerte.
¿En qué emplear aquel breve demasiado largo tiempo? Un paseíto hasta la calle de más arriba, igual lo di. Cuando los minutos ya eran pocos, miré la pequeña construcción de las toilettes y me dije de ir al baño. Me respondí: “No se me escapa”. Además el viaje era de ni siquiera una horita. Así que el bus partió con mis humores encima.
Siempre, en todo el mundo, en el momento exacto en que el conductor arranca y las ruedas empiezan a moverse, se oye un suspiro colectivo, quedo pero rotundo. Entre el por fin y el ya. A veces acompañado de una última mirada, de una impresión final sobre la retina del lugar en que se ha estado. Partir es un poco morir… No sé quien moría entre los otros ocupantes de los asientos. Los miré. Iban vestidos de modo un tanto discutible para los cánones itálicos. El aire vagamente de pringao de quien a fin de año toma una autobús bajo la lluvia. A causa de la estresada condición sicológica yo opté por el paquete completo suspiro-mirada, y suspiré y miré de nuevo la caseta de los baños y la vejiga gritó.
Fue un grito lacerante, una recriminación, una petición de auxilio. El calducho caliente salado fue ayudado por el frío. Se había precipitado todo allá abajo, con la complicidad del ansia obsequiada por la constatación de que el baño se iba. Si los demás están empañados, este recuerdo es nítido como si lo estuviese viviendo ahora mismo.

“Quizás sea como en Brasil, y hay un servicio a bordo.”
No es como en Brasil. Tengo que aguantar. Es fácil si no piensas en ello, ¡y sobre todo si no has bebido un abundante cuenco de sopa, de sopa de algo! Resistir. Pruebo a mirar por la ventanilla. Todavía hay semáforos. Todavía las casas de la periferia, junto a alguna nave, tras las que se entrevé una línea ferroviaria. La marcha lenta y el ralentí aumentan el nerviosismo y, con él, la necesidad. ¿Qué hacer? Hace falta una solución, pero ¿cuál es la solución a un impelente estímulo fisiológico en un autobús de línea que no prevé un baño entre sus dotaciones? Distraerse, no pensar en ello, fijar la atención en algo. Sí, claro. Lástima que sienta el líquido presionar sobre el conducto, el único que tiene a disposición.
Finalmente el autobús sale de la aglomeración urbana, situándose en una vía rápida que desciende poco a poco. El recorrido corresponde a la bisectriz del gran ángulo compuesto por la Sierra de Guadarrama, al noroeste, y la Serranía de Cuenca, a noventa grados hacia el este respecto de la primera. Dos cadenas no especialmente elevadas y además un poco separadas por lo que parece un larguísimo paso, precisamente franqueado por esta antigua ruta. La sierra la veo a la derecha, al fondo de la gran llanura en descenso surcada por las no frecuentes aguas. No, aguas: qué fea palabra…

¿Por qué no habré cogido el tren? El tren tiene baños. En el tren me habría aliviado fácilmente. Igual había querido ahorrar. Tal vez poco dinero. Por aquel poco dinero de más ahora me habría aligerado sin problemas.

Y en cambio los problemas los tengo. ¡Vaya si los tengo! El deseo aprieta fuerte sobre la moral, es más, sobre la moralidad. Quiero hacerlo. Sí. ¿A quién le importa? ¡lo hago! ¿Y si luego no sale? Lo he oído decir, que si lo retienes demasiado luego no sale. Vaciar la vejiga. Tendría que hacerlo.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto hace que estamos en marcha? Se escapa. Mmh… no hay mucha gente atrás. Voy atrás. Busco posiciones que me alivien, un poco lo logro.
De repente, inesperadamente, el autobús se arrima y se para. ¡Bajo, bajo! Pero no es una parada, solo una brevísima detención para que suba una pobre mujer que espera en la larga carretera entre campos. Sí, desde hace un rato hay campos, lugar ideal para bajar y cumplir. Si hace otra parada bajo, procedo, y luego espero pacientemente al próximo autobús.
No es tarde, pero la grisura de la jornada anticipa la noche en un crepúsculo prolongado. Es el último del año. ¿Y si no hay otro trayecto después de este? Me quedo en el campo de la Meseta. O puedo hacer autostop. Voy bien vestido; me había vestido estúpidamente bien para el encuentro y un tipo encorbatado infunde confianza. La esperanza me da una pizca de aguante. Pero desaparece rápidamente. El estímulo empuja, infla, dilata, arde. El estímulo es fuerte. La derrota parece a las puertas.
Y para colmo la maldita corbata; la aflojo, me ahoga. La aflojo más. Me la quito. Debo aguantar hasta el final de línea. En realidad no está dentro de la ciudad, así que no habrá demasiado tráfico. Las estaciones del metro –no es Roma–  a menudo tienen baños. Avenida de América es la interconexión con los buses, ¿me vas a decir que no lo habrá? Igual lo consigo. No, no lo consigo. ¡La bolsita del regalo! El paquete lo llevaré en la mano, ¡ya ves tú! Lo haré en la bolsita. Me escondo bien tras el asiento y ¡hale!...
Se vuelve a arrimar el bus. Segunda parada, perdida: y con ella la posibilidad del plan de evacuación campestre y aquella de pasar la noche bajo un carbol castellano. Pero tengo mi bolsita. Ahora estoy a eso. ¿Cómo me pongo? No deben verme, si no, mira qué vergüenza y encima si sé que me ven me bloqueo y entonces es aún peor y tengo que estar atento a no ponerme perdido a ver si va a subir uno y viene a sentarse a mi lado y me pilla todo empapado. Tampoco es fácil encontrar una posición. Pienso más desde un punto de vista teórico que desde el práctico. Nada de forcejear con los pantalones antes de estar seguro de que no me ven y de que no he dado a entender cuáles son mis intenciones. ¡En mi vida me había visto en una semejante!
El autocar sigue. Anda que… ¿no podría ir no un poco más rápido? Sudo, frío o caliente no sé. Aprieta, el líquido aprieta. Solo de imaginar la satisfacción de liberarme, la conciencia innegable de no poder hacerlo hace la tortura insoportable. Tortura, eso es: es exactamente una tortura. ¡La bolsa, la bolsa! Pero ¿cómo hacerlo? La verdad es que pensar en la solución-bolsa es un excelente remedio contra las consecuencias de la prefiguración de la satisfacción liberatoria. Las inhibiciones del cómo tapan la inminente via. El cinturón lo he desabrochado hace rato, pero si desabotonase el pantalón sería irreparable: la asociación gesto-micción desencadenaría inmediatamente una orden que no se podría revocar. La voz que ya martilleaba en la cabeza se hace más apremiante: ”¡hazlo, hazlo, qué más da, hazlo!”. Casi le hago caso. Total, quién conoce a estos, estos pobres que la tarde del último día del año están todavía aquí en el autobús. Me lo recriminarán, ¿y qué? ¿Qué pasa, acaso estáis mejor vosotros, con un futuro banal y sin un pasado como el mío, quizás doloroso, pero grande, elevado, incluso noble? Y yo aquí, en este más que maldito bus sin baño  –¡ay…calla! ¿no  estaba bajo la escalerilla? Una vez, en Turín, estaba bajo la escalerilla. No, no está, no está– estoy porque he tenido el encuentro, yo no soy de aquí, pero vosotros, ¿qué ibais a mirar asqueados? Sois unos desgraciados. Y, al fin y al cabo, no lo he hecho en el suelo, ¡joé,  que he llenado la bolsa! Ahora bajo y la vacío, así que ¿qué?.
Deliro. A ver, ¿tengo la vejiga infectada y ahora que está demasiado llena la infección sube por las vías urinarias?…Infección de vías urinarias: existe. Sudo. Es la fiebre. La fiebre ¿qué si no? Hay un tipo sin edad, o el trabajo lo ha envejecido precozmente o igual tiene mucha más de la que los vaqueros y la mochila –no de estudiante, de trabajador- harían pensar. Es un hombre fuerte, de músculos duros. Calvo, con el pelo blanco -¿precozmente blanco?- sólo a los lados y en la nuca, con una nariz importante y los ojos grandes y expresivos. Es indescifrable. Más allá de la edad, también su condición. Recuerdo que antes de subir llevaba un gorro de lana en la cabeza. El rostro expresa conciencia, podría ser un profesor de filosofía distanciado de las cosas del mundo, aunque el enrojecimiento de las escleróticas me lleva más hacia el polvo de la obra. Él se ha dado cuenta, sí, porque se vuelve a escrutarme. Ha debido hacerlo al sentir que me movía. No como la gorda que ocupa dos asientos y había vuelto su cara aporcelanada solo por hastío. Aunque en el fondo ella es más de temer. Solo por cómo ostenta su obesidad se la ve dispuesta a considerar solamente unas exigencias, las suyas. El otro no: si ha comprendido, ¡también sabrá hacerse cargo! Quizás hace filosofía sobre los andamios.
Aprieta. Pruebo con la posición de parto, que me alivia un momento. Al cabo de pocos minutos descubro que así la próstata se ha quedado sola y, de repente, se rebela.  Se me ocurre la comparación con un viejo odre destapado. Si está derecho, todo tenso, el agua presiona sobre el fondo y extiende las costuras, pero como lo apoyes, se afloja y el agua se desborda por el tape que falta. No tiene nada que ver este ejemplo con la próstata, pero el odre con la vejiga sí, y no creo que la vejiga tenga costuras, pero igual sí que ha sido proyectada para soportar cargas menores, y está claro que algún daño se me está produciendo, vaya. Cambio de posición, me deslizo con las rodillas hasta el suelo y me vuelvo hacia atrás, de manera que me encajo en el espacio para las piernas inclinado con el pecho apoyado en el asiento y la frente tocando el respaldo. Me comprimo con los ojos cerrados aplastados contra la tapicería; cuando los vuelvo a abrir tengo por fuerza que girar la cabeza hacia y lo hago hacia la ventanilla y veo una aeropuerto ¡estamos cerca! Pero es pequeño, y lo aviones que allí están pequeñísimos. Me parecen aviones militares. Sí, es un aeropuerto militar. ¡Maldita sea! ¿dónde estamos? ¡Ah!, hay otro aeropuerto, este es grande. Y ese avión que aterriza es un trimotor, quizá un 727, es un aeropuerto civil, es el Aeropuerto. Estamos cerca. Los últimos kilómetros son tal vez los más difíciles. Otra vez con los semáforos. “¡Verde, te lo suplico, quédate verde!” Pequeña la satisfacción si hay suerte, grande la desilusión si se pone rojo. Los tumbos del tráfico urbano son tremendos. Siento un alfiler clavado en la uretra que pincha cada vez más fuerte. Me agarro con las manos al asiento de delante para tratar de amortiguar: algo consigo. El autobús emboca la Avenida de América, dándome una leve satisfacción, que aumenta en cuanto diviso la parada de metro homónima. ¡Horror!, de repente, otra vez. He pensado que debo volver a abrocharme el cinturón, pero me he dado cuenta de que es imposible. Los pantalones son un poquito anchos y sin cinturón me ha quedado la barriga al aire. Que es lo que buscaba, por otra parte. Pero ahora, ajustar el cinturón abriría el surtidor. Aun bajo presión, el cerebro trabaja, por suerte. Así que me abrocho el cinturón al último agujero, saco la camisa por fuera y totalaquiénleimporta si está arrugada. La corbata ya anda por ahí. Me pongo en pie y hago mis cálculos con la nueva posición. ¡Venga, va, daos prisa en bajar, hombre! La gorda se desliza fuera del asiento y bloquea el paso. Con mirada hosca recoge lentamente bolsas, bolsitas, abrigo, bufanda, sombrero, sopesando cada cosa como para reconocer cuál es su función. Pasarle por encima, imposible, incluso matándola ocuparía demasiado espacio. El filósofo del andamio mira, ve y grita con voz autoritaria algo al chófer. La puerta de atrás se abre. Me vuelvo un instante buscando su mirada. Gracias.

Por fin estoy en la acera, y con el paso ajustado -o sea, ni demasiado lento como para perder tiempo, pero en modo alguno rápido porque no lo puedo mantener- voy a la escalera mecánica, y bajo. Llegado abajo, con gesto seguro me pongo a buscar el baño. No veo el símbolo. Me asomo a algún pasillo, con la certeza de encontrarlo. Nada. ¡Pero tiene que haberlo! La capacidad de decisión es uno de los principales recursos en la vida. Luego, casi siempre nos equivocamos: pero si no elegimos no vivimos  nuestra vida. Así que elijo. Solo hay dos paradas hasta Príncipe de Vergara. Me precipito hacia el túnel de la línea 9, dirección Pavones, y pillo un tren casi al vuelo. Los éxitos dan fuerza. Aguanto. Un sitio libre. No, no, ya no puedo sentarme. Pero aguanto. Núñez de Balboa, y aquí está, Príncipe de Vergara. Estoy fuera del tren. Los ojos rastrean los símbolos. Ni rastro del de los servicios. ¿Será distinto? No, qué va, lo recuerdo, cuando no me hacía falta lo veía en todas las estaciones. Bueno, da igual. No está. Punto. Decisión, decisión. Me meto por el pasillo que lleva a l línea 2, llego al andén. ¿Estaría aquí, el retrete? Tampoco aquí. Mientras, siento el efecto pistón de aire, llega el tren. Aparento calma y subo. Solo tres paradas para Sevilla. No dura tanto. Llega, una escalera mecánica está parada, todos usamos la otra, asomo las narices a la calle. Está definitivamente oscuro.
El hotel está realmente a pocos metros. Siento caerse los pantalones. Camino con la barriga hacia afuera. Sé que voy despeinado. El concièrge me mira con pinta amable y como interrogando qué quiero de él. La llave, ¡tonto! Se gira con calma y antes de entregármela se asegura de que haya notado su sonrisa de siervo infiel. Síndrome de bondad de la época navideña. Dos veces tonto. Agarro la llave proponiéndome no dar importancia al asunto. Aún no estoy en la habitación. Tendría gracia, ahora, soltarlo en el ascensor. Ni en el bus, ni en la bolsa, ni en un bolsillo de la gorda. Ni tampoco en Avenida de América, ni en Príncipe de Vergara, ni en Sevilla, donde ya no tenía sentido ni buscar el baño. No: aquí, en el ascensor.
Tal vez verme tan desastrado en el espejo me disuade de la gamberrada. Entro en la habitación, tiro al suelo cuanto llevo  en las manos, mejor dicho, lo dejo caer, abro la puerta del baño, entro, me acerco al váter, abro los pantalones y…

Las alarmas se colocan en una casa en la que hay alhajas que proteger. Pero los ladrones saben robarlas igual. La sirena suena, pero nadie corre. Así que la casa se queda sin las alhajas pero con las alarmas. Después, un ratoncito entra por una grieta. La sirena suena y, esta vez, todos acuden corriendo. Se movilizan, comprueban, les invade el frenesí, acordonan, rastrean. No encuentran a los ladrones. Y entonces les asalta el pánico y vuelven a empezar la operación. Cuando están a punto de rendirse, de debajo de una alfombra asoma el ratoncito, que sale corriendo y se escapa por la misma rendija.

Solo un triste chorrito tintineó en la cerámica del sanitario, como si los músculos de la vejiga se hubieran paralizado. ¿Esto es todo?
Tenía una vejiga sin oro. El ratón del malestar había hecho saltar la alarma. La evidencia del fracaso. He aquí por qué de aquel día no recuerdo los lugares físicos y sí solo una vulgar exigencia fisiológica.
Porque había visitado una casa sin oro. Porque no había visitado Guadalajara. La había visitado a ella, un lugar donde había sido feliz. Error.

Santo Domingo

19.05.2014 15:45

He tenido la suerte de ver mares bellísimos, y algunas de entre las consideradas mejores playas del mundo. Y la verdad, uno de los primeros puestos en mi clasificación personal lo ocupa la Playa del Bávaro, en Punta Cana, en la República Dominicana, costa atlántica. Pues sí, atlántica, no caribeña, aunque todos los currantes de Martinengo (BG) que allá van con sus camisetas sin mangas estén convencidos de bañarse en el Caribe.
Es una playa fabulosa, ancha, decenas de kilómetros de larga, bordeada por las inevitables palmeras, de arena clara y fina, casi toda ella girando hacia el norte-nordeste, por lo que siempre tienes el sol a las espaldas y puedes mirar sin cesar el mar en sus transparentes reflejos y en la solidez corpórea de sus colores, dejándote transportar por la pacífica convivencia de esta que, en otra parte, sería una contradicción. La laguna formada por la barrera coralina, en cuanto tal, está siempre en calma, por ello el agua no perturba, a no ser durante los huracanes, el frente arenoso, que así está también relajado y comunica al turista, aunque sea al currante con la nariz colorada y la cabezota pelada sudorosa, la misma relajación. Ningún tiburón ni otros grandes peligros.

-Aeropuerto de Madrid, mitad de junio.
Estoy de vuelta de los Estado Unidos y directo a casa. Entre las inevitables colas veo de repente un perfil conocido. Instintivamente, trato de esconderme. Demasiado tarde. Me agarra con su sonrisa cómplice y su aire de viejo amigo. ¡Es solo un conocido!
“Pero, ¿también tú por aquí?” me pregunta.
“No, no estoy...” querría responderle. Pero por desgracia estoy, y estoy escuchando su estúpido exordio.
“¿A dónde vas?, ¿dónde has estado?, ¿qué haces?”. Se lo digo.
“Ah, los Estados Unidos, grandes extensiones, grandes distancias, una vida distinta, guapas mujeres... ¿Has atravesado los grandes desiertos, esos espacios inmensos; has visto el Gran Cañón? Allí todo es más grande...”
“En realidad he estado en Boston...”
“Ah, Boston, eso está encima, ¿no?”
Estoy ya irritado, por amor de Dios, pero la pregunta de si Boston está encima, ¿encima de qué?... ¿Quería quizás decir encima de Nueva York, o quizás genéricamente 'al norte'?
“Eeeeh...sí, está encima de Nueva York, bastante al norte de los Estados Unidos.”
“Pero está...no, está hacia aquí, ¿verdad?”
¡Otra vez! Estos son los conceptos geográficos que se enseñan en la escuela italiana: encima, debajo, hacia aquí, hacia allá... Y pensar que aún hay algún descerebrado que dibuja mapas y planos con norte y sur, este y oeste...
“Eeeh...está en la costa atlántica.”
“Sí, pues eso, hacia aquí.”
Entiendo que “hacia aquí” significa “al este”. Algo hemos avanzado. De todas formas sigo bastante irritado. Vale, ahora me toca a mí cotillear un poco. No llego a tiempo. Es él quien ataca de nuevo.
“¿Y qué te trae por Madrid?”
Vivo en Madrid, carajo, o mejor no, en Salamanca, y ahora tengo que coger el tren, así que adiós, adiós… O espera, no, vivo en Boston, y he venido de vacaciones a Madrid...
“Bueno, supongo que lo mismo que tú.”
“Ah no, yo tengo que hacer transbordo para Roma, he estado en Santo Domingo.”
¡Santo Domingo! Allí donde no he hecho más que el turista, sin salir del hotel junto a la playa... el pensamiento del sol, del mar, de la fruta y de los sabores tropicales, de los grandes buffets libres, me rebaja la tensión. Me relajo también yo con una sonrisa.
“Hombre, Santo Domingo. ¿Dónde has estado, en Punta Cana?” Todos los hoteles y poblaciones están allí, el litoral caribeño de la isla no es adecuado para vacaciones playeras.
“¿Punta Cana...? No, ¿dónde está...?”
Le interrumpo antes de que vuelva a empezar con el arriba, abajo, hacia aquí, hacia allá: “Si, hombre, a unas tres horas del aeropuerto, te llevan en autobús… ¿Te acuerdas?”.
“¡Ah!, no, no, ya sé. Debe estar para arriba, encima. No, yo he estado en la ciudad... ¿Ya sabes, no?”
Cáspita, no, no lo había pillado, ni siquiera ayudado por el tono alusivo con el que había terminado la frase. “Ya sabes, ¿no?”, como dando a entender que... ¿Sería que el vilipendiado se redimía y reservaba increíbles sorpresas? ¿Un italiano que no va al Caribe para la semana-quince días de cabreo bajo el sol, diluido por las tardes gracias a la animación solo durante los primeros 3-4-5 días, después un poco por la jornada de excursión al poblado precolombino construido por el arquitecto italiano en los años 80, y después ya por nada más? ¿Y que por lo tanto, no siendo este tan descerebrado, permanecía en la ciudad de Santo Domingo para hacer algo importante o diferente de la masa? ¿Sería que, cuando me había dicho Santo Domingo, más que errar el nombre de país, como todos, se refería precisamente a Santo Domingo, como yo me refería a Boston diciendo Boston? ¿Tal vez bajo la piel bronceada, el cabello corvino cayéndole lujuriosamente sobre los hombros, más toda la joyería, el aire de eterno jovencito, la sonrisa prêt-à-porter, se esconde un interior insospechado?
En el fondo -lo había notado inmediatamente, a pesar de todo- no iba vestido de turista sino que llevaba puesta una buena camisa azul ni siquiera sudada (quizás un poco demasiado desabotonada por el cuello) sobre un pantalón en lana fría gris oscuro y negros mocasines (sí, sí, mocasines: pero elegantes).
Estoy totalmente sorprendido verme yo en el papel que le había atribuido a él. “Bueno, ya, pero si uno va a Santo Domingo no es para quedarse en la ciudad, es para ir al mar, lo...de arriba.”
“Vamos, que no has entendido nada...”
Mira, se me está bien. Ahora es él el sabidillo que me da lecciones. Efectivamente, ya se ve, no había entendido. Pensaba, suponía, maduraba convencimientos y medía sensaciones, valoraba las palabras y los datos objetivos, pero, ¡comprender, lo que se dice comprender, la verdad que no!
“¡Que las mujeres están en la ciudad!”
“¿Las... las mujeres?”
“¡Joé, vaya pibones! Se te pegan como lapas en cuanto ven que eres italiano. Quién sabe qué se creen. Tu les cuentas un montón de chorradas, les haces algún regalito, te las llevas a cenar, y luego... Ríe, la boca, más que una boca, parece una tajada de sandía echada a perder: la cara, una máscara de tragedia griega reconvertida en farsa estúpida.
“Y encima... nunca tienen bastante, estas negritas son unas zorras… Ahó[1], y hasta con dos a la vez... Con estos amigos...” y me señala a dos chavalotes acostumbrados a la constricción de la afectada elegancia de su ostentosa clase social que están en la cola. “¡No sabes qué fiestas...!”

Me avergüenzo de ser hombre. Una vez más, demasiadas ya. Digo hombre, pero no necesariamente en el sentido de varón: más bien como ser humano, destinado por un Dios o por la casualidad (cada uno según/si cree) a ofrecer una impronta de sí en un mundo que se encuentra en situación de dominar, único lo bastante capaz de comprender por qué, cómo, dónde, cuándo, etc. Me avergüenzo como perteneciente a la raza humana, dotada de medios para elevarse. No creo que el mío sea un moralismo prêt-à-porter, como su sonrisa. Es verdadera aniquilación de la fe en la capacidad humana, es sincera pena por la enésima decepción.
Me avergüenzo también de ser italiano, nacionalidad que, por otra parte, no he elegido. Italiano como este, convencido de haber seducido y satisfecho a las “negritas”. ¡Pobre idiota!
Querría escupirle a la cara, sobre todo por haberme hecho perder con esto tanto tiempo. Hay gente –italianos que han escuchado, igual–. Amago un “¡Ah, ya!”
Pero luego, de repente, ataco. “¿Y tu mujer?”
La sonrisa, adrede, se hace aún más amplia y divertida. Me guiña un ojo (¿me está pidiendo tal vez que le sea cómplice?). Me apoya la mano sobre el hombro “no, hombre, esa cree que venía a Madrid para organizar el viaje de empresa… ¡Mira tú!” Me recuerda a mi ex colega Augusto, de profesión cabronazo, convencido de que la mujer se tragaba cada tarde lo que él le contaba; o sea, que iba a la piscina para los cursos de buceo, de los que era instructor. Se jactaba más de su capacidad para engañar a la mujer que de sus efímeras conquistas. Un día la señora lo convocó y le explicó fríamente que desde hacía tres años le traicionaba regularmente, cada tarde, y que había llegado ya el momento de dejarse de mentiras: ¡así que lo invitó a abandonar el lecho conyugal!
Y allí, entre las colas del aeropuerto de Barajas, madura en mí la convicción de que en la República Dominicana hice bien en hacer de turista playero en vez de irme a dar una vuelta por la capital Santo Domingo: me habría podido encontrar con algún tipo con la sonrisa como una tajada de sandía descompuesta.



 

[1] Ahó es una interjección muy usada en el habla romana, bien para captar la atención del interlocutor, bien para interpelarlo con exasperación o enfado (con una posible gradación entre ambas intenciones, como en este caso); bien, incluso, y en general en respuesta a una frase interrogativa, como extrema síntesis de una posterior explicación autocomplaciente. (N.d.T.)

 

Budapest

04.05.2014 23:29

En Budapest ocurrió lo que uno solo ve suceder en las películas. Reenncontré, el día después, a una muchacha bella y dulcísima : iba en un autobús, allá arriba, en Buda, creo recordar que iba a la Nemzeti Galéria, estaba con una amiga entonada a ella. Al día siguiente, abajo en Pest, la descubrí irrumpiendo de las escaleras del metro. Era el último día del año. No podía irme en el frío. La dulzura de su persona (no solo de la cara) y aquellos ojos inteligentes me atraían mucho. Por desgracia, el húngaro es una lengua muy difícil. Le dirigí una larga (en la medida en que me es posible) sonrisa. El corazón empezó a agitarse: “Nada que hacer, cuando uno es tímido...”
Me devolvió la sonrisa. Milagro. Ya en el autobús, la verdad, el día anterior, había correspondido a alguna de mis miradas, sin que se diera cuenta la amiga. Hablaba con ella y, mientras aquella tal vez observaba por la ventanilla, o se miraba algo que tenía en el regazo, posaba sobre mí durante instantes eternos sus aturdidores ojos. El último, intensísimo, intercambio, tuvo lugar mientras yo bajaba y, aposta, me demoraba un poco sobre el estribo. Después la vi bajarse justo en la parada siguiente.
Las otras chicas de la ciudad, excepto las bellas y tristes prostitutas sin edad de los hoteles para occidentales, iban más bien a la suya. No hostiles, no, pero casi temerosas: o quizá invadidas por una reptante vergüenza por su condición económica, patente en las ropas y peinados, tan distinta de la nuestra, de los extranjeros. ¡Como si fuese culpa suya! Aunque tal vez muchos italianos y alemanes demostraran, con su miradas y comportamientos, creer que realmente era de ellas, la culpa.
Para volver a la película, y justo por ser una película, ella, naturalmente, hablaba inglés. El conocimiento de esa lengua, en Budapest, era una décima parte de lo que es entre nosotros: es decir, próximo a cero. Pero en las películas, ya se sabe, todos hablan la lengua de todos (o sea, el inglés, son películas americanas...) así que pudimos dialogar.

Se llamaba Leila.

Espero que se escriba así, al menos así lo escribiríamos nosotros. Charlamos un poco, ella se ruborizaba, le reían los ojos. Yo me embrollaba cada vez más, me salía el francés, decía cosas menos que banales; probablemente, también enrojecí.
Entonces, de repente pero pausadamente, le pregunté dónde pasaría aquella noche, la noche de año nuevo. Por un momento, tuve una vil esperanza: que no tuviese un plan preciso y se dejase arrastrar por la propuesta que estaba a punto de hacerle. Venir conmigo a la fiesta del Hôtel Forum, rodeados de ricos occidentales. Había visto los ensayos, prometía. Por suerte para mi conciencia, una segunda esperanza expulsó a la primera: que fuese ella la que me invitara a alguna fiesta de las de ellos.
Tonight?” me preguntó, sorprendida de que yo le diese tanta importancia al hecho. “Bueno, estaré con mis amigos
La peor respuesta.
Allí estaba yo, dentro de una marquesina de vidrio delante de la parada de Vörösmarty Ter, mirando el dulcísimo rostro magiar de Leila y sin atinar a articular palabra. Miraba sus ojos y me hacía la ilusión (¿o tal vez era cierto?) de reconocer un poco de arrepentimiento, también en ella, por haberme dado la peor respuesta.
Oh yes, sure...”
Trataba de recomponerme, de hacer como si nada. Ahora, una nueva fase, empezaba a hacerme ilusiones de que en aquel chispear de ojos estuviese la esperanza de que yo insistiese. Pero no quería pasar por el típico italiano ligón, así que le fui con rodeos:”¿Es un manera típica de pasar la Nochevieja aquí?” Pregunta idiota, obviamente.
For me?
No, I mean in Hungary.” Pero tonto: ¡dí que sí, que si para ella!
Oh...”
Había llegado la amiga que esperaba, que se presentó en mitad de la escena con las manos en los bolsillos y se plantó allí, molesta, a ver la película.
Leila en ese momento se encontró muy, muy apurada, apagó los ojos y me trató como a un turista italiano, o alemán, u occidental en general. Hasta que enseguida llegó el momento de despedirnos. Yo reanudé mi marcha en el frío, frío por dentro. Ella se desvaneció en el vapor que habíamos generado en la marquesina delante de la parada de Vörösmarty Ter.
Pero un instante antes de desvanecerse en un fundido, se volvió velozmente, para un último cruce de miradas. Le brillaban los ojos.
Fui a la fiesta en el Forum. Cincuentonas austríacas todavía delgadas pero con el culo gordo hacían la conga al ritmo de “Que viva España”; sobre el escenario, cantantes del lugar cantaban con aire de femme fatale arreglos de canciones de Jesus Christ Superstar, el portero con la birretina se embolsaba sustanciosas propinas y dejaba entrar a grupos de italianos en vaqueros o en absurdos smoking, a jovencitos escandinavos, flacuchos también de cerebro, destinados a hacer de wallflowers, sujetacolumnas, decimos nosotros[1], alemanes ya borrachos soplando matasuegras (seguro que ellos los llamaban de otro modo) comprados en la calle. Los vendían por todas partes: la principal ocupación de los jovencísimos habitantes de Budapest era, de hecho, pasarse la noche chuflando estos instrumentos u otras trompetillas con el mismo sonido estridente y meterse al cuerpo por lo menos una botella entera de vodka u otro alcohol por cabeza. Con catorce años. Un modo típico de pasar la Nochevieja en Hungría.
Me escapé a la galería del primer piso, 6-7 metros más arriba del vestíbulo, las cincuentonas austríacas me siguieron, hablándome en español. Jugué al escondite detrás de algunas pilastras, conseguí despistarlas. Côté cours el espectáculo era pésimo, así que me dirigí côté jardin.
Quel jardin!
El Puente de la Cadenas, delante de mí, cabalgaba todo iluminado de tubos amarillo-oro el Danubio. El Mátyás templon, la iglesia de San Matías y Nuestra Señora, plena de luz, lanzaba sus audacias góticas a reflejarse en el río. Halászbástya, el Bastión de los Pescadores, y toda la Várhegy, la fortaleza de Buda, con Várpalota, el palacio real, en su majestuosa arquitectura asomada al precipicio, bajo la luz de los proyectores, dominaban suavemente la escena.
Me dejé seducir completamente por la visión, olvidando el barullo forzado del patio y volví a ver, así, fluctuando en aquella belleza, los ojos dulcísimos de Leila. El encuentro había sido breve, demasiado; pero intenso. Ella, al menos ella, había transmitido toda una historia de informaciones tan solo con los matices de sus ojos. Y en el vivirlos de nuevo, percibí dentro el encenderse de las pupilas, deseosas de vida, y su apagarse, temerosas de la desilusión. Atraído por la grieta de aquel contraste de fuerzas, me precipité en ella. Mediante sus ojos, Leila me guió fuera de aquella sórdida inmanencia. Y ahora pensaba en cuantas Leilas, pocos años antes de que yo naciera, habían ofrecido su dulzura como pasto para un sueño: nadie les había hecho entender que se trataba de una quimera. Y ahora vivíamos los días de la transición. El régimen aún era del viejo estilo, pero ya no mordía; el flujo continuo de marcos y dólares que inundaban desde el Casino hasta el último piso del Hôtel Hilton, allá arriba en Buda y caían sobre Pest, sobre Obuda y sobre toda Hungría, y antes o después, sobre todo el Este, lo había suavizado también, a aquel. Después volví a ver las escenas en el bar del hotel, las prostitutas semidesnudas sentadas en taburetes y los jóvenes italianos que les tomaban el pelo, se burlaban de ellas con una pesadez inusitada, y ellas aguantaban cariñosas frente al Homo Riminensis, y ellos se burlaban y les ofendían, y luego se cachondeaban entre ellos con palabras soeces en su sonido y en su significado, referidas a ellos mismos, a sus madres, a sus hermanas, mujeres, y seguían. Y habrían seguido, cada vez más vulgares, como si fuese un juego, si no fuese porque uno había dicho simplemente “stronzo”.[2]
¡Ah, no!, stronzo no, tú eso a mí no me lo dices. Y que casi llegan a las manos. Y aquel alemanote, derrumbado por la cogorza sobre la barra, que seguía pidiendo cervezas y se había cargado una jarra, luego una botella y unos platos, reía y repetía “Kein Problem, ich zahle alles” “No hay problema, lo pago todo” y sacaba fajos de marcos y pedía de nuevo y de nuevo rompía.
Yo miraba el Danubio, que había visto tantas cosas, y miraba el Puente de las Cadenas iluminado -¿quién sabe?- por primera vez, quizás. Pensaba en todas aquellas Leilas de un tiempo. ¿Había valido la pena crear aquellas premisas, para dar a la Leila de hoy aquella Budapest?
Esperé a que el metro volviese a abrir, a las cinco de la mañana, y volví a casa, en la periferia este. Cuando salí de nuevo a la calle, la habitual oscuridad de las ciudades sin farolas, venía apenas aclarada, allá al fondo, por los preparativos del alba. Una nueva alba, un nuevo año, comenzaban.
Pero tal vez por estos lares las albas no traigan nada bueno, tal vez por estos lares sea mejor soñar, vivir las noches, tal vez por eso yo, aquí en Budapest, tuve como musa a Leila, “aquella que ve con los ojos de la noche”.



[1] En español se suele llamar sujetacolumnas a la persona que, en las fiestas o en las discotecas, generalmente por timidez, no se atreve a participar y permanece apoyada en la pared.  Tappezzeria en el original italiano. (N.d.T.)

[2] Stronzo en el original. Esta palabrota -que insulta a su destinatario comparándolo a un excremento- en la vida cotidiana, en Italia, la verdad es que se percibe como menos grave que otras (como aquellas que los dos personajes se decían anteriormente). Por supuesto, cuenta mucho el registro expresivo en que se profiere. Y esto nos lleva al particular uso que de las palabrotas se hace en Roma, en el contexto del autor, por tanto. Según cómo se digan pueden incluso llegar a ser halagos. Y en efecto, esto a veces crea problemas a los romanos con los demás italianos. La palabrota aquí usada, en Roma, puede utilizarse con el significado decididamente ofensivo, aunque con la baja gradación antes indicada (hay en cambio, por ejemplo, una perífrasis sinónima con un tono inequívocamente más fuerte) para desaprobar a uno que se comporta mal o incorrrectamente; y con el otro, mucho más suave y casi compasivo, de incapaz, inepto, ingenuo, incauto: con este segundo sentido, se usa a menudo hacia uno mismo. (N.d.T.)

 

Stonehenge

28.04.2014 14:04

Hay una carretera que corta las colinas calizas del Wiltshire peinadas de verde. Es una carretera bastante recta y por ello sujeta a un casi continuo sube y baja. Cada poco un pequeño bosquecillo finge interesarse por los automóviles que se deslizan en el aire húmedo, animales paciendo rumian con desdén sobre su propio formar parte de un paisaje flemático.
Recorría esta carretera en dirección oeste un día de septiembre. Lluvia, evidentemente. Mientras conducía, debía prestar atención a centrarme en el carril de la marcha. Llevando un auto con el volante a la derecha, lo difícil de conducir por la izquierda no es tanto el acercarse a ese lado y permanecer en él cuanto el colocar el coche a la justa distancia entre el arcén y la mediana.
Conduciendo, uno acaba por hacer abstracción del carril, tanto si está a la derecha como a la izquierda, y a considerarlo como una especie de tubo que recorrer. Poco importa entonces si los otros automóviles discurren por la izquierda o por la derecha: basta un poco de atención en los cruces y en las rotondas. La cuestión es que estamos acostumbrados a regular nuestra posición, en el interior de ese tubo, sobre la base de la posición de nuestra persona; es decir, con el volante a la izquierda de la cabina, estamos acostumbrados a que precisamente a nuestra izquierda aún quede un metro-metro y medio entre nuestros ojos y el centro de la calzada, mientras que a nuestra derecha dejamos esos dos metros y medio de distancia con el borde de la carretera. En el Reino unido hice lo mismo, instintivamente, lástima que esta vez, en el metro que dejas a tu izquierda, no esté solo la puerta, sino todo el resto del coche, que así viene a dar con las ruedas fuera de la vía. ¡Que la tienes toda al otro lado! En Bognor Regis, la tarde anterior, había roto el retrovisor de un coche aparcado.
Blancas empalizadas me saludaban mientras me deslizaba por el asfalto empapado. El landscape me parecía apenado. No estaba de buen humor; las cosas, en aquellos días, no iban como yo había previsto. Antes que refugiarme en otra pinta de stout había alquilado el coche y había marchado a dejar amplificar mis pensamientos en el vacío de la campiña. Me había puesto alguna meta, simbólica: la primera, Bognor Regis (“A well-known Bognor restaurant owner disappeared early this morning...”). Después Oxford, la Catedral de Canterbury, el puerto de Dover, Hastings y Battle, el Hombre Largo de Wilmington, Stonehenge.


Stonehenge se me apareció de repente, achatada por efecto de la perspectiva, justo enfrente de la carretera. Me quedé sin respiración. Sentí una emoción intensísima. ¡Las piedras colgantes! Las había visto en fotografía, había hilvanado en ellas las historias de mis juegos, luego las había estudiado...Ahora estaban allí, sencillamente inmanentes, después de una vida de trascendencia dentro de mí. La garganta me oprimía. Lloré lágrimas de conmoción y pensé ¡lo he conseguido! Como si hubiese logrado yo qué sé qué.
No me había dado cuenta de que había llegado a un cruce con el tráfico regulado, y  me encontraba en el carril equivocado y corría demasiado. Me lancé a los frenos, el coche derrapó ligeramente, la rueda anterior derecha pilló un aquaplaning, pero de todos modos conseguí detenerme. Los otros dos únicos automóviles presentes estaban llenos de ojos que me miraban sorprendidos e indignados. Hice un italianísimo gesto de “sorry” que, me parece, no fue tampoco comprendido. Enderecé, proseguí y aparqué sobre la hierba, o mejor dicho, en el barro. Esto es lo que tienen, los británicos. Dejan inundar el centro de Londres con una colada de cemento, cristal y hierro (y el Príncipe de Gales solicita a Italia el Palacio Farnesio de Caprarola para instalar en él una escuela de arquitectura para arquitectos súbditos suyos: que aprendan), ahora está también la Noria del Milenio; pero después quieren permanecer naíf hasta el extremo, por lo que chapotean elegantes en la hierba incluso en las recepciones mundanas, y no te pavimentan una placita para aparcar ni aunque la mismísima hierba estuviese pidiendo ser aplastada.
Bajé, y me encontré ante la vigilante del English Heritage, con su capote verde, el emblema rojo sobre el brazo y los chanclos. Había seguido la escena de mi aparatosa llegada y no me quitaba ojo.
No, si también era dulce, aunque revelara, en sus movimientos y complexión la actitud del scrum del rugby: simplemente cumplía -un poco tontamente- con su deber.
Llovía una lluvia inglesa a más no poder. Para mí. Para ella no. Parecía no darse ni cuenta. En aquella isla tienen una relación fraternal con el agua que baja del cielo. En el Gatwick Express, el carísimo trenecito que te hacen tomar desde el lejano aeropuerto londinense del cual su nombre (hay otro que tarde 40 minutos en vez de 30 y cuesta mucho menos, pero no lo publicitan), me encontré escuchando la conversación entre una chica londinense que estaba conmigo en el avión y dos marido-mujer gordinflones canadienses. La chica explicaba, con minuciosos detalles, la locura colectiva que ataca a los italianos a las primeras gotitas, todos corriendo torpemente, buscando resguardarse echándose por encima el cuello de la chaquetas , o abriendo estorbosos paraguas antes de haberse cerciorado siquiera de si aquello era agua o la meada de un pájaro, y estaba sinceramente estupefacta. En Southampton Row, Bloomsbury, llovía a cántaros, me crucé con un tipo que llevaba una pequeña lámina de metacrilato. En un caso así, cualquiera de nosotros, italianos, habría sostenido la lámina sobre la cabeza para resguardarse todo lo posible. El londinense no: ¡él la llevaba bien pegada al pecho, caminando inclinado hacia adelante como para protegerla! Pues igual la vigilante de English Heritage: imperialmente, aunque también ligeramente cómica, impertérrita a cabeza descubierta bajo la insistente acción meteorológica.
Pero, a pesar de todo aquello, Stonehenge estaba allí delante, las piedras colgantes respiraban la humedad a 70 metros de mí. Banalmente visibles a través de la cerca metálica que flanquea la carretera. Todo lo que rondaba por mi cavidad craneal acerca de la Gran Bretaña y de los ingleses quedaba clamorosamente fuera de lugar. Aquí no estaba uno en la llanura de Salisbury, en la Inglaterra meridional, aquí estábamos en una puerta del infinito. El llano estaba, está, wide open hacia el Este, totalmente receptivo a toda trascendencia. El misterio flota físicamente, a pesar de los japoneses riendo y disparándose (fotos). No hay un turismo de masas, que de todas formas se intuye que existe, que pudiera echar a perder el todo esta atmósfera mágica.
O tal vez era solo un incurable romántico. Una vez más.
Entré, bajo la mirada inquisidora de la vigilante. Aunque la hora miraba más bien al ocaso, la apertura a la espiritualidad hacia el Este irradiaba una luz pancósmica, admitiendo que esta palabra signifique algo: pero tal era, sin duda, aquella clara grisura viva de inmaterial fuerza. Hela aquí, una palabra que significa algo, en Stonehenge: fuerza. Los círculos de las piedras colgantes son fuerza, aparentemente no manifiesta, y, sin embargo, pronta a desencadenarse apenas se les conceda una diferencia de potencial. Es, de hecho, una energía inmota la que poseen, pero como reconozcan un salto, una posibilidad de liberarse, la emanan con una fuerza formidable. La potencia de las piedras colgantes te la hace entrar en las vísceras. Ya no te liberas nunca, permanece en tu vida como un aliento que sopla discreto dentro de los pensamiento más imprevisibles. Aquella roca transportada misteriosamente desde lejos se te graba en las entrañas.
Comencé también yo a chapotear en la hierba. La vigilante se había reunido con un colega suyo. Tuve la sensación de que me estaba señalando, quién sabe. No tenía claro si era guapa o no. Rubia, agraciada de cara, pero la imagen de jugadora de rugby permanecía en mí. Por otra parte, aquel capote verde le cubría el cuerpo sin permitir adivinar si realmente era corpulenta: en el fondo, puede que tuviera el pecho grande e hiciera que le quedara ancho el impermeable. Seguramente, vestida de mujer, habría ganado puntos de manera exponencial. Y eso que las piernas, también escondidas en las botas, no parecían para nada esbeltas, a menos a nivel de las pantorrillas. En suma, la típica inglesa, un poco nata (a veces ácida) un poco roble (a veces en flor, escondida).
La lluvia arreció y el viento, frío, la metió por todas partes. Mi cazadora, elegante e italiana, se reveló evidentemente incapaz de hacer frente a los elementos y se caló en un instante. La vigilante del English Heritage, perfectamente seca bajo el capote y los chanclos, ofrecía impertinente su rubia cabeza a la furia del tiempo. Los cabellos se le habían pegado a las mejillas, pero parecía no darse cuenta o, a lo mejor, advirtiéndolo, no lo consideraba relevante.
No éramos muchos. Había los clásicos visitantes que hacen ver que conocen cada piedra (aparte de confundir los círculos de arenisca con los de turquesa): había un par de chicas-japonesas-con-las-piernas- torcidas-riéndose, isleños en shorts y gorro barbour, una familia entre la alegría y la excitación de la excursión, yo; y mis pesados pensamientos. Estos últimos todavía más molestos que los turistas sabihondos y los chiquillos de la pequeña, boba familia.

Luego, ya en el interior del perímetro de las Aubrey Holes, atraído por el habitual invisible imán  de estas circunstancias, o quizás impulsado por las mismas piedras miré hacia el este: y vi el Este. Creé la diferencia de potencial, la fuerza de los círculos de piedras colgantes explotó a mis espaldas y penetró en mí. Fue un auténtico acto de violencia, pero placentero. En honor a la verdad, incluso buscado. ¿Qué otra cosa había venido a buscar en Stonehenge sino ser objeto de su violencia? Un clavo saca otro clavo, dicen. Y de hecho, aquellos pensamientos indeseables, por fin se fueron.
En el aire se percibía vagamente el olor monótono pero evocador del Atlántico; llegaba a saludar a las piedras que hacía tiempo no veía. Entregué, pues, a unos indefinidos escollos de Cornualles mis tristezas y me dejé invadir por la magia. Que se difundió metódicamente. Que me hizo, por fin, no sentir ya ni siquiera el frío. Que me movió a volverme y de nuevo cruzar, con expresión de beatitud, la mirada con la vigilante, que se había desplazado, ella como yo, a la parte diametralmente opuesta a la entrada.
Mientras tanto, su colega anunció la hora de cierre e invitó a los visitantes más alejados a irse acercando a la salida. También la mía se había situado de tal modo que me impedía ir más allá por el sendero. Los cabellos rubios cada vez más pegados a la piel. Yo le estaba dirigiendo una mirada grave, como la de un basset-hound al regreso de una fatigosa batida. Quizás le era familiar. Quizás había comprendido todo desde el principio.
Easy, sir, same old story with the stones...”
Oh no, yes... No, me...”
Pillado. Otro soñador. ¿Cuántos van hoy?
Me encaminé a paso rápido y con la cabeza gacha hacia la verja de entrada. De nuevo levanté un poco la barbilla y miré en dirección al este. Solo pesadas nubes otra vez. Un poste de la luz o del teléfono a mitad de colina. El frío había vuelto. Shit! Total, al fin y al cabo, ¿qué era esta Stonehenge?
Me volví, primero hacia el sur, luego hacia el oeste, alcancé la reja. Me volví hacia mi derecha, pero al otro lado de los círculos de las piedras colgantes la vigilante no estaba.
¿Dónde está?
La lluvia cesó de golpe, como si se hubiera acabado la carga del balde. Volví súbitamente la cara hacia la otra parte, hacia el este. Una figura hierática se recortaba luminosa sobre el filo del Este abierto al infinito. Los cabellos rubios, sueltos y secos, ululaban al viento, golpeados por un rayo del sol poniente, tras haber atravesado mágicamente les piedras. Estaba llena de fuerza. Mi mirada encontró sus ojos.
Abrasaban.

Brasil

18.04.2014 14:17

No he visto nada asombroso en Brasil. Quiero decir que no he presenciado ningún homicidio, ninguna agresión, no he entrado en las favelas, no he conocido a indios enfermos, no he oído hablar de niños vendidos.
Pero he visto a Paulinho -nueve años, joven guía de pago en las dunas al norte de Natal- negarse a entrar dentro del buggy y permanecer aferrado fuera; y luego negarse a compartir los caramelos con uno de tantos compañeros suyos de juego consumido por la lepra y condenado a vivir sobre una tablita con ruedas.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto Almeida da Serra, a 50 kilómetros de Sâo Paulo y diez minutos en coche de Jandeira -esto es, de millares de casuchas insalubres mal construidas una sobre otra con dineros del gobierno que,  haciendo esto, puede decir que no tiene favelas de cartón- : Almeida da Serra, una ciudadela que recuerda a Disneyland, con chalets de fábula, pero construida por dos círculos concéntricos de murallas que la separan del brasil (con la b minúscula), y separan luego a los separados de clase B de aquellos de clase A.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a Edwirgens entristecerse cuando concluía indefectiblemente sus conversaciones ( aun considerándose una afortunada) con las palabras “pero por desgracia nací aquí abajo”. Y yo no comprendía cuántos de entre aquellos que admirábamos su exuberante vitalidad y su cuerpo comprendieran la profundidad de su melancolía.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a misioneros italianos hacerse traer desde Padania a una cuadrilla de obreros voluntarios (es decir, que renunciaban a un mes de trabajo bien pagado) para hacerse construir un nuevo seminario; y unos y otros reían de las pocas ganas de trabajar de los locales, que no eran otros que aquellos que vivían en los millares de insalubres casuchas que constituyen el cinturón de Sâo Paulo.[1]

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a Dina -24 años, tres hijos, de los cuales la última todavía lactante, habidos de tres diferentes europeos- llorar en la noche, sentada junto a mí, mientras la alejaba (y parecía una ramita que se dejaba lanzar lejos de la orilla, segura de que las olas -antes que perderla en el océano- la reconducirían a la playa); la alejaba de su descabellada idea de un sueño de amor, y de algo más, otra vez personalizada en un europeo. Y he visto a un cuarentón de Ascoli Piceno, entrometido tras de nosotros, pretender que yo le contara todos los detalles de la cuestión, comentar mis escasas informaciones con un “estas hacen siempre todas igual” (sabiendo perfectamente que ella hablaba italiano), e inmediatamente echarle las manos encima en el intento -y al objeto para él incuestionado - de tener sexo.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a mi compañero de viaje obligado a volver  a cambiarse al hotel, en Foz de Iguazú, porque no estaba permitido entrar en la discoteca en pantalón corto, y he visto en Río la discoteca Help, recomendada a grandes voces por dos chicos romanos que habían pasado en ella todas las noches: una pocilga donde italianos  y algún alemán, todos sudados, se contoneaban obsesionados por el sexo, y las chicas (¿lo eran todas?) no te saludaban, no, se te abalanzaban al cuello o a alguna parte más baja.

¿Ardía alguna conciencia?

Y he visto Manaus, marchita isla en el mar verde de la codicia, y las visitas turísticas del Hotel Tropical -cuartel de lujo para americanos- a la “salvaje” selva amazónica: a lo largo de senderos superpisoteados, carteles medio escondidos con las flechas de dirección; sobre los árboles las mil muescas de otras tantas demostraciones de cómo fluye la resina, o el maná, o el caucho o lo que narices fuera. También he visto las reacciones de quien, ante las consideraciones sobre la destrucción de la Amazonia, respondía preguntando si se sabía cuántas áreas se habían reconquistado a la selva y, sobre todo, por qué nosotros, europeos, y los americanos, nos aferrábamos a la Amazonia después de haber destruido nuestros bosques.

¿Ardía alguna conciencia?

Y he visto Corcovado, y debajo mezclado todo aquello que ya había visto.

 

            Cristo, ¡cierra los brazos!

            Redime

            estos grumos colgantes

            Comprende

            en tu misericordia

            el hórrido

            espectáculo dado

            del mal

            Cierra con tu almo gesto

            la vista

            sobre actores cuajados

            en tablas          

            de este innoble tablado

            Tu Cristo,

            palpitante pensar,

            gran gozo

            tácito o escondido

            de ciegos,

            siemblas allá rendirte

            al tiempo,

            resignarte al dolor,

            bastarte

            de un solapado afecto

            que abraza

            de la cima al abismo

            Adán

            genitor de Caínes

            con Eva

            de extranjeras serpientes

            Y baja,

            baja a las mil carreras

            que surgen

            de callejas de vida,

            ve al centro

            del corazón sangrante

            de Abel

            Expulsa a los hipócritas

            que en ti

            júntanse para hacer,

            famélicos,

            de buitres su banquete 

            Los miras

            de lo alto de la firme

            bondad,

            tú bendecidor. Ellos

            pretenden

            conciliación eterna

            plasmarte,

            falsa descoagulante

            sonrisa

            Ya ni un grumo te mira

            Destrúyete

            más bien, si no te mueves

            Destruye

            este gesto incompleto

            Miradas

            que esperan leva alzando

            la tuya

            Cierra la redención

            buen Cristo,

            ¡cierra los brazos Cristo!

[1] Recuerdo las comidas de estos obreros, que celebraban los 35º de un enero paulista con menú de pasta al ragout, carne, embutidos y quesos curados regados con un buen tinto hasta llegar a la apoteosis de las libaciones finales con licor de ciruelas casero. (N.d.A.)

 

Holanda

05.04.2014 19:42

Comprendí la actitud de los holandeses hacia el agua observando admirado el modo y la velocidad de vaciado de la bañera en la habitación del hotel, en Alphen aan den Rijn, en Holanda. Holanda.
Es Holanda un concepto de difícil comprensión. Evoca el triunfo del hombre sobre la naturaleza, pero unido al espectro de represalias enormes. Los dedos introducidos en el dique no siempre van a lograr su propósito.
Mientras tanto, ya es difícil en las latitudes latinas definir Holanda, nombre que, descuidados o ignorantes, damos a veces a un estado que en realidad se llama Países Bajos. Sí, cierto que tal nombre no dice gran cosa; pero así se llama. Nederland, la tierra baja: pero no una sola, porque hay más de una, y con nuestra Holanda está también Zelanda, y además están Güeldres, Frisia y la zonas norte del Limburgo y el Brabante, que en realidad bajo no lo es mucho, es más, forma incluso una especie de colinas: y en fin muchas otras, entre las cuales Overijssel, la región sobre el río Ijssel, que ninguno ha logrado ni traducir al italiano, ni mucho menos pronunciar bien.
Pero es lo cierto que el corazón de estos Países es precisamente Holanda, que es el más bajo de todos. ¿Se puede vivir, se puede decidir que el futuro de los propios hijos y de los descendientes estará bajo la amenaza de la inmersión? Los holandeses lo hicieron y continúan haciéndolo. Tienen agua por todas partes, porque, si estás bajo el nivel del mar ¿adónde va la lluvia cuando llueve? ¿dónde desembocan los ríos? Así, en el curso de los siglos han aprendido, como todos sabemos, a tratar al agua como a un enemigo al que hacer amigo.

Y la bañera del hotel de Alphen aan den Rijn se vaciaba como si el agua encontrase de improviso una brecha en el frente y, rehén como era, escapase de prisa y a escondidas hacia los suyos. Conservo una especie de evocadora fascinación hacia aquella pequeña ciudad del sur de Holanda. En realidad no me ocurrió nada, solo guardo un recuerdo algo dulce y con un poso de tristeza en el ambiente. Aunque hermoso, aquel mundo norteño lleva inherente a él la esencia de la tristeza.
Acorde a ella salí de todos modos a dar una vuelta en busca de lugares e ideas. Busqué la calle principal; había una que parecía serlo, perpendicular a la que atravesaba el pueblo. Pero era demasiado anónima, y quedó desierta al cabo de una cuarto de hora con el cierre de la actividad comercial. Entonces observé mejor. Tuve que dirigir mi atención unos pocos metros más abajo. Era como en Venecia: Venecia tiene el Corso, solo que no puedes atravesarlo a pie sino en barca. Pues así en Alphen.
La vida nocturna, aunque escasa como era normal que lo fuese dadas las dimensiones del pueblo, se extendía complacida sobre las orillas de un canal, principalmente sobre la más occidental, pero no solo en ella. Cafés, restaurantes de moda, un chino, todos con mesas al aire libre durante la estación propicia, salpicaban de luces y colores el muelle gris, acompañados de franjas de vegetación doméstica o domesticada, en busca de una imagen idílica que conservaba en sí, no obstante, aquella componente triste que la constituía. Quizá eran los ladrillos a cara vista, ladrillos por todas partes.
Pese a todo el conjunto era agradable y predisponía bien el ánimo, invitando a descender los pocos escalones junto a la cabecera del puente que cabalgaba el no largo canal de Alphen aan den Rijn, Alphen sobre del Rijn.
Vaya por delante que yo sabía que no era aquel Rijn el Rin, como pudiera pensarse, entre otras cosas porque esta singular gente lo llama el Waal. No, sabía que el Rijn es un río bien pequeño, pero que consigue igualmente contribuir a la creación de un laberinto. Su agua, si lo entendí bien, se pierde en miles de canales, canalillos, represas, acequias. Entender la orografía de los Países Bajos no es fácil, y los nombres de los cursos de agua no ayudan gran cosa.
Así como el Rin se convierte en Waal (aunque luego en los mapas holandeses el tramo aguas arriba de Nimega, lo mismo que aquél que discurre por Alemania, sea llamado ¡Rijn!), también otros ríos cambian de nombre según el tramo. O al menos eso entendí aunque, en definitiva, el Lek, que está allí, entre Arnhem y Rotterdam ¿de dónde viene? Parece ser un ramificación del Waal, mejor dicho, del Rin, aunque quién sabe.
Ijssel hay por lo menos tres: la “lisa”, la Oude, esto es, la vieja, y la hollandsche, holandesa. Y si el Maas (el Mosa), que viene de más al sur del Waal y junto a éste pero siempre a su izquierda, forma el Holland Diep, ¿por qué después, más hacia el mar, Dordrecht y Rotterdam -que están más al norte y por lo tanto a la derecha del Waal- se asoman al Maas como recitan las enciclopedias? ¿Han construido un paso elevado de agua? No lo ví.
En definitiva ni siquiera determiné bien de dónde venía el Rijn (aquél de Alphen), solo sé que tras cientos de diques y presas llega extenuado a descansar en el Nordzee después de Leiden, en las cercanías de las dos Katwijk contiguas: aan den Rijn y aan Zee.
Y que encima no es simplemente el Rijn sino el Ouden Rijn, pero no he encontrado ningún Neuwen Rijn.
Espero que todo este torbellino de nombres, que seguramente crea una buena confusión, dé una idea de lo difícil que puede ser entenderse con el agua en los Países Bajos. Yo me he liado a menudo . La primera vez, recorrí casi toda Holanda del Norte en busca del Ijsseldijk. Quería ir a ver la larga barrera que desde el Mar del Norte, o mejor desde el Waddenzee, el tramo de mar comprendido entre la costa y la corona de las Islas Frisias, separa y protege el enorme espejo interno del Ijsselmeer y los polderen que de su saneamiento han surgido. No la encontraba, preguntaba y la gente no sabía y me mandaba a derecha, a izquierda, de nuevo a la derecha, volvía a preguntar y me mandaban varios kilómetros más adelante.
“¿Isseldijk?” se preguntó asombrado un calvo largo como un espárrago.“Esto es Ijsselmeer...” se dijo a sí mismo más que a mí, apuntando con la nariz hacia el azul poco distante y subrayando con la voz el meer. “Well, Ijsseldijk... It must be somewhere...”, “Debe estar por alguna parte...” continuó, pensando más bien en cómo decirme que no creía siquiera que existiese cosa alguna correspondiente a ese nombre.
“The long dike where you have on one side the Waddenzee and on the other side, some meters lower, the Ijsselmeer” puntualicé escolarmente.
Entonces pareció entender, pero estornudó.
“¡Afsluitdijk!”
“¡Salud!”
Pero no, aquel tropel de sonidos pronunciados por el holandés como una única sílaba, eran el auténtico nombre del dique, que de ningún modo se llamaba como yo me había metido en la cabeza. Solo que yo no lo entendí, por lo que la conversación continuó brevemente en el recíproco malentendido y no recabé ninguna información útil, ni entendí las precisas indicaciones que el espárrago me estaba proporcionando. Como Dios quiso, antes o después caí en la cuenta, y me percaté de cual era su denominación.
Y es que Holanda no es fácil.

La vida es tranquila y productiva. No sé si esto es bueno o malo, pero es así. Es tranquila como aquellos inmensos estanques a los que ellos, los holandeses, acceden directamente en barca desde casa. La bajan de la puerta al canal, unos pocos metros, y allá van sobre aquellas láminas azules, a menudo reclamadas por las brumas y de las que, también a menudo, se enamora el hielo. Y es también productiva. Allí está Rotterdam para dar testimonio, tan atareada, tan reconstruída, escuela de tanta arquitectura contemporánea. Pero fundamentalmente, a mí me parece que los holandeses la disfrutan, la vida. No sé, hay algo en sus gestos, en sus andares, en ese hablar como franceses que se expresan en alemán. Quién sabe si no es precisamente así, y si la explicación no mora en los diques. No siempre un niño llega a tiempo de regalar su dedo a la leyenda. Entonces el mar podría retrotraer a su inicio la construcción de la vida, haciendo desaparecer todos los logros del ingenio humano. La íntima precariedad entrena para apreciar las concesiones cotidianas de la existencia.
En esta tierra baja he estado más veces. No tengo una sensación unívoca.
Destilo colores de imágenes fermentadas en una imprecisa memoria de las pequeñas ciudades a lo largo del Ijsselmeer, cada una de ellas una postal con zuecos, quesos y gaviotas. Y barcas adornadas con aparejos, velas y banderolas, con flotadores naranjas que, demasiado modernos, desentonan un poco aunque son un encanto por cómo se reflejan sobre el azul. Desde luego Van Gogh, pero también el impresionista puro Monet los habrían esbozado en espléndidas pinceladas.Quizás también ví Alkmaar y Volendam. Creo que sí, pero no estoy seguro.
Filtro otras imágenes desde una verde campiña, monótona pero extremadamente sosegante, en la que estaban embebidas. Hay vacas moteadas, molinos verdaderos y otros falsos, miles y miles de acequias, de vez en cuando hay encajado un pegote, el blanco o plateado de algún invernadero. Amigos trenes se afanan sobre sus balastos protegidos por hileras de árboles silvestres. El cielo se desliza por encima intensamente azul, o bien lechoso, o tal vez de una amenazante crueldad negra, cuando hasta los prados deben volverse como aquéllos grises del primer Van Gogh.
Recojo, en fin, gotas de alta graduación visual, como perlas desechadas, pero significativas para quien las ha vivido, para quien las sorbió entonces y las vuelve a saborear cada vez, embriagándose. De ellas se empapan lentamente los tejidos de la memoria, son para ésta una especie de abono. Es un destilar necesario que fertiliza un algo indefinible, como una prenda de amor que se recarga ante cada nueva desilusión del hombre.
Porque concentrado en estas diminutas esferas está el ingenuo sueño de la armonía, de la mesura, del paisaje domado pero respetado, de los actos conscientes, del hombre capaz de grandes obras que contrarrestan la dureza del mundo y, a la vez, de integrarse con los tiempos y modos justos. Un sueño, exactamente, también una ilusión, y no obstante vital.
Una de estas perlas destiladas se refiere a la parada en un restaurante, en cualquier parte de Holanda, a poca distancia de una salida de autopista pero distante de todo al estar protegido por una agradable finca arbolada. Casi aislado.Este restaurante impregnado de verde, del de la campiña húmeda, pero también del de los árboles que lo circundaban como elemento, no ajeno, diría más bien provisional; y aquél de la moqueta colocada para acolchar un interior que nunca podría ser bullicioso.

No lo podría calificar de elegante. O quizá sí, desde luego, no lujoso. No era ostentoso, eso es. En suma, estaba arreglado y las mesas distanciadas. Lo cierto es que tengo un recuerdo bastante impreciso del entorno, porque lo que me chocó fue el contenido.
Era como si aquellos ojos quisieran salirse y volver a ser de muchacha, volverse los de una joven simpática y jovial, en lugar de estar engastados en aquel compuesto uniforme. Hablo de la camarera que se acercó a la mesa para tomar nota mascullando palabras incomprensibles. Era altísima, guapísima, dulcísima. Un poco demasiado alta, demasiado guapa para estar constreñida en ese puritano vestido, nunca demasiado dulce. Así, cuando la carta resultó ser la única desprovista de la versión en inglés, lo compensó con su dulzura. Pidió por nosotros la tercera cosa por arriba de aquellas que, por su posición, debían ser los platos principales. Nosotros le dejamos hacer, subyugados. Aquella vez estaba con un amigo de entonces, el Felice, y no nos preocupamos mucho de guardar las apariencias.
La tercera cosa por arriba, cuando llegó, la descubrimos leyendo en aquella mirada a la que unos pocos mechones rubios que sobresalían de una estúpida cofia daban aroma de trigo. No era más que un pollo entero, abierto y relleno de peras, ciruelas y al menos un par de salsas que no sabría decir. Precedido como lo había sido por aquella aura seductora, permaneció durante unos segundos en la mesa sin que mano masculina alguna se le acercase. También porque nuestras miradas se fueron tras la miel, esperando poder volverse abejas u osos. Después se percataron de que de osos aquello estaba lleno. Los demás clientes, holandeses. Todos correctamente sentados. Todos educadamente comiendo. Ninguno alzando la voz, ninguno llenando el aire de gestos. Pero para solicitar la miel no dirigían sonrisas, sino más bien miradas de mando. Esto me fastidió.
Lo bueno de la vida, dicen algunos, es que se cambia. Personalmente, creo que es más una cuestión de nivel: puedes cambiar de gustos, no de valores. Pero en definitiva, en cuanto a gustos yo lo he hecho. Se viven experiencias, se conocen costumbres distintas: se aprende incluso a beber café durante las comidas. Sí, durante, no después. En el fondo, si comes una cosa caliente, ¿por qué habrías de beber una fría? Los orientales nos lo enseñan. Ahora bien, el caso es que, cuando me encontré en este restaurante en el verde, para mí en la mesa se bebía agua, vino, aceptada la cerveza, alguna vez bebidas gaseosas... Aquellos holandeses tenían tazas altas y estrechas delante de sus platos, colmadas de café. Y lo sorbían entre un bocado y otro, siempre con los codos pegados al cuerpo mientras disfrutaban conversando en voz bajísima. En el total desconcierto, suma de uno en un sentido y otro en sentido distinto, aprendimos por vía experimental el deshuese del pollo con cuchillo y tenedor. Fue un espectáculo penoso que tratamos de ocultar a la vista al control de ella. Conseguimos en cualquier caso no alzar la voz.
Algún holandés sorprendió nuestro pasmo al comprobar lo acuoso que era su café, y sin espuma, y cómo permanecía humeante en aquellas tazas de desarrollo vertical. Después volvió ella.
Creo todavía hoy que sus miradas eran de nostalgia. Una nostalgia de algo que sabía tener dentro de su cuerpo florido, pero que probablemente no se había manifestado: quizás jamás o más bien todavía no. Así lo espero; en ese momento esperé que lo hiciese en aquel instante y que se uniese a nosotros, que le hacíamos sentir aquello con nuestra indómita descompostura, nuestra curiosidad, nuestro ser jóvenes, nuestra repentina chifladura por ella. Pero ningún aire modulado salió de nuestras bocas. Con la suya, con sus labios turgentes, remendaba silencios que unos cuchillos distraídos cortaban contra el fondo del plato.
¿Cómo salir airosos?
De verdad que no lo sé, ni ahora ni entonces, ni recuerdo cómo salimos del encanto de aquel restaurante inmerso en el verde de la campiña holandesa para volver a la realidad del mismo verde de la misma campiña. ¿Cómo pudimos? Y el caso es que ella era holandesa como los bebedores de café.
Claro, eso es; en realidad teníamos que haberlos salvado también a ellos.
Creo de verdad que los holandeses disfrutan de la vida, por aquel sentido de provisionalidad, por aquel carpe diem continuo. Pero en su interior, y de todos modos convencidos de que hacia afuera deben manifestarlo con calma, como una acción contemplativa de la maravilla de seguir estando allí.
Siempre que no haya que salir a la carrera a tapar el dique, claro está. Y esperando que nunca.

Gente recia, estos holandeses. En Zandvoort hay un conocido circuito automovilístico que me apeteció probar. Después, al mar. La pista está de hecho justo en el interior de una duna costera que por suerte recorre una buena parte Holanda, dique natural y perfecto.
Era verano. Desde luego el sol no picaba como sobre el Mediterráneo, pero incluso esa playa del Mar del Norte se parecía a Castelporziano y a Carnon y en aquellas horas centrales del día se mostraba evocando los espejismos de las vastas extensiones calientes. No mucha gente, pero varios bañadores de colores parecían confeti sobre un suelo claro, sobre el que se mimetizaban los cuerpos blanquecinos de los holandeses. Dos chavalotes altos y delgados jugaban a palas dentro del agua, sumergidos hasta medio muslo, y alternaban la típica tranquilidad con repentinas zambullidas laterales para llegar a darle a la pelota fuera como fuera. Todo de una apolínea virtud. Aporté un poco de dionisíaca confusión. Desvestido con premura, saboreé de inmediato la embriaguez de la desnudez, la piel reaccionó enseguida a la temperatura, aquella agua oscura abrevó al instante la vista, y el cuerpo corrió a su encuentro con desmadrado entusiasmo hasta que salté dentro como un pirata habría abordado un barco rico en oro como el mar en vida y, me cago en la puta, grité.
El agua estaba glacial.
No para los dos mocetones que, impertérritos, abofeteaban el aire. Holandeses ellos. Recios.

Mucho menos recios son los quesos que la verde campiña produce, con la complicidad de vacas y ovejas. Me encantan los quesos holandeses: es decir, también los holandeses. Me gusta descubrir las gradaciones de amarillo que varían según el lugar donde cada uno es producido. Observar las variadas lonchas en los mostradores, aun en aquellos de los duty-free de los aeropuertos o de las estaciones, me hace ver, como sobre un mapa fantástico, la geografía de Holanda y de todos los Países Bajos. Incluso en la orgía consumista, sé de este modo reconocer un algo íntimo, como en un relato de fábulas. Una vez más.

Los rasgos de las fábulas están siempre latentes en mis acercamientos a Holanda.
El organillo de Haarlem está fijo en mis recuerdos, simple, bello, con guiños de una antigüedad probablemente inexistente. Un organillo como aquellos sobre los que había leído en las novelas que devoraba de niño, aquella literatura con propósitos edificantes que a mí me producía rabia, constreñido a no poder elegir otros comportamientos. Equivocados, pero heroicos. Apenas lo vi me recordó la rebelión hacia aquellos paliativos para los pobres: un poco de música para olvidar el frío, pero ¡nadie que resuelva el problema! Y el pobre continua perdiendo. Ciertamente era bien anciano de niño...
Este sentimiento duró poco. Lo venció el encantamiento. Me dejé vencer por él, tal vez porque venía unido a la rubia melena de la dependienta de la tienda que había enfrente. Era de madera, pero parecía de azúcar: el organillo; la muchacha era, desde luego, de una hermosa carne. De la casa de azúcar montada sobre ruedas salía un música banal pero alegre; de los suaves labios, risas que terminaban en los hoyuelos de las mejillas, haciéndolas ruborizar. Mientras, sus tetas se izaban todavía más. ¡Qué hermosa era Holanda!
Sí, era hermosa, aunque fría, mesurada, algo triste. Aunque el agua sea un problema no sólo geográfico que un extranjero debe tomarse con calma. Todo esto yo ya lo sabía, aquella tarde en Alphen aan den Rijn.

La florida lozanía de los restaurante y cafés a lo largo del canal principal de Alphen aan den Rijn era digna de una primavera mediterránea, pero la cocina de “Choices” cerraba a las 21:15. ¡Como para quejarse de los americanos! Así que me lancé al chino, donde me dí un atracón de verduras bien acompañadas por una cerveza oscura con la consistencia y la graduación alcohólica, y quizás también un poco el sabor, de una cerveza con gaseosa (pero hecha, como ocurrre con cada vez más frecuencia, con Sprite o 7up) Era una cervecita al caramelo, más que malta tostada, pero era perfecta y buena, muy buena después de tanto verde. Me pregunté, sin respuesta, por qué la Oud Bruin de Heineken no se comercializaba en Italia. Ahora puedo aventurar que es por el mismo motivo por el que la lager de aquella marca es entre nosotros una cerveza del montón, mientras que en su patria merece un respeto.
En la calle al otro lado del canal, los holandeses pasaban la tarde degustando, con más o menos conocimiento, vino: francés, por supuesto, y alemán, con algunas referencias a California y a Chile y una presencia importante, desde luego previsible, de productos sudafricanos, ofrecidos en wit, rood en rosé. Lamentablemente, por ambas partes, ninguno italiano.
Sólo más tarde, en un tren hacia La Haya, me di cuenta. Había cometido un error imperdonable, sólo en parte justificable por mis costumbres de régimen torrencial, desconocido por la naturaleza en estas llanas tierras. Me lo reveló poco antes de un puente el cartel que tuve tiempo de leer, al no ir nunca demasiado deprisa los trenes holandeses.
“Rijn rivier”.
Debajo, exactamente la misma agua y las mismas riberas, recién salidos de la zona habitada. Precisamente, aquel junto al cual había cenado no era el canal principal de la ciudad. Era el Rijn, derecho y regular, formal y obediente, pero en cualquier caso un río. Y si no ¿por qué Alphen habría de ser aan den Rijn?
Así que basta activar la inteligencia, documentarse un poco, reflexionar sobre el pasado de estas tierras, en permanente lucha con demasiada agua. El Oude Rijn, el Viejo Rin, es precisamente el agotado antiguo cauce del gran río, que con probabilidad aportaba demasiada agua, precisamente, a las depresiones holandesas. De donde la necesidad de buscarle otros desaguaderos, allá hacia Zelanda. Lo hicieron los venecianos con el Brenta y con el Sile. El querido Rin tiene hoy un delta que empieza a decenas de kilómetros del mar, prácticamente en el momento exacto en que entra en los Países Bajos. Desde allí, cada brazo tiene un nombre. Después de mil manipulaciones, reconstruir el curso natural de los ríos es empresa quizás tan ardua como la de convivir con millares de diques y bombas de succión.
Los ríos, pacificados y vigilados, se asemejan a canales, los canales no se distinguen de aquellos, los nombres permanecen apegados la historia más que a la geografía, el mar desaparece y hace sitio a la tierra pero continúa cerniéndose desde lo alto. Y luego llega el hielo con su capacidad de uniformar con un único reflejo de fábula.

Sobre vías de agua como éstas te esperas ver pasar de un momento a otro a Gretel con sus patines de plata ya ganados o a Hans deslizándose veloz pese a sus pobres patines de madera.
Corre que vuela Hans Brinker. Le espera un final de héroe. No vencerá la carrera. No aquel del cuento. Pero el verdadero Hansje introdujo su dedo en la grieta del dique, y por ello hasta sus inapropiadas cuchillas despiden resplandores no ya de plata, de oro.
En Spaarndam hay una estatua a él dedicada, en la basa está escrito:
“Opgedragen aan onze jeugd als een huldeblijk aan de knaap die het symbool werd van de eeuwigdurende strijd van Nederland tegen het water.”
“Dedicada a nuestra juventud, para honrar al muchacho que simboliza la perpetua lucha de los Países Bajos contra el agua”.

 

New York

29.03.2014 19:17

“Now, in this hate-filled world,
we must break all the chains
that have bound us.
Now, the crusade has begun,
we shall make this
a land fit for heroes. Now.
Stand up and fight,
for you know we are right.
We must strike at the lies
that have spread like disease
through our minds.
Soon we’ll have power,
every soldier will rest,
and we’ll spread our true kindness
to all who our love now deserve.
Some of you are going to die,
Martyrs of course to the freedom
that I shall provide.”

[Genesis, “Knife”, 1970]

 


Sí, también estuve yo, allá arriba, en el piso ciento y pico de las Twin Towers del World Trade Center. En otra ocasión estuve también en el Empire State Building. Sólo me he ahorrado a Miss Liberty.
Ahora la Torres Gemelas ya no están. Las fotografié desde abajo con un objetivo gran angular de 28 milímetros: aparecían más desmesuradas aún, y aún más parecían estar soportadas por aquella especie de estrechas arcadas neo-góticas que las separaban del suelo, única variante ecléctica, para los primeros pisos, en la monotonía racional de los dos grandes paralelepípedos. Ahora, las fotos de los periódicos nos muestran estos elementos arquitectónicos de vaga reminiscencia antigua como garras arañando el cielo pestilente, pero impotentes ante los escombros todavía humeantes. No zarpas, sino secas momificaciones patéticamente salidas de la fosa.
Harán de ello un monumento.
No quisiera equivocarme, pero en la filmación de hace diez años hay un encuadre de un avión hendiendo el azul helado de aquel invierno. Recuerdo seguramente la aceleración antigravitatoria sentida en el ascensor. ¿Qué altura tenían?¿450 metros, quizás? Pues bien, el elevator con cabida para decenas de personas a la vez tardaba 60 segundos. Velocidad media: 27 Km/h. El ascensor de mi casa, capacidad tres plazas, velocidad media: 2,16 km/h.
Datos que ya pertenecen a la historia, no a la ciencia, no pudiendo volver a repetirse. Idos, como el acero y el cemento donde se reproducían continuamente.
Las imágenes difundidas tienen una maldita trágica fascinación. El poder de la belleza demoníaca de la destrucción. Despiertan instintos adormecidos, o acallados por la moral, de un hombre que grita la propia violencia contra sus criaturas, incapaces de hacerlo llegar a ser Dios. Dios ha creado un pequeña, casi perfecta máquina: sólo que mortal. La pequeña criatura, vano homo faber, construye cosas que le sobreviven. Pero de vez en cuando colapsa y quiere allanar esta diferencia destruyendo a sus propios hijitos. Los encuentra culpables de no tener vida y no someterse a sus leyes con término, inexpresivos Moisés de San Pietro in Vincoli, poniendo de manifiesto su fracaso como nuevo Dios. Desahoga la furia por la mal destinada inmortalidad a martillazos contra las rodillas quebrando sus mudos, impasibles testimonios. Y es precisamente aquel su (en ellos, inmortales) silente sentido de superioridad, o de ausencia, de no respuesta, de fallida participación en su drama, lo que provoca en él la explosión.
Y a menudo el individuo, incapaz del simple valor de un disparo, lo sustituye por el asistir excitado a la devastación provocada por otros. Aquellos aviones penetraban la chapa, hacían añicos los cristales, una bola de fuego estallaba inconcebible, y el nivel moral, espantado, era preso del horror, mientra otro, instintivo, disfrutaba extasiado de la inmensa terribilità [1] del espectáculo final. Era como si las lenguas rojas y el sofocante gorgoteo negro, para dar muerte, diesen vida a las estúpidas torres. Ya no más altura ni más altanería de metros hacia el cielo. La estructura se derrumbaba, el fuego inflamaba furibundo: luego, el colapso repentino y total, el anonadamiento, el ground zero. Un mago de la psicología del inconsciente, diría yo, el que acuñó este término.
Las espectaculares victorias del hombre sobre la horizontalidad de la corteza terrestre han tenido también una muerte sublime, enorme: espectacular. Los terribles impactos de los aviones representan la violación de las convenciones, fragilísimas, sobre las que se apoya nuestro falible mundo. Basta una pequeña desviación de la línea para causar el desorden mortal. ¡Así de fácil! ¿Por qué quien conduce se mantiene a la derecha? Tan sólo un pequeño volantazo y ¡pam! Un accidente y el orden es derrotado, barrido: como una vida, como tantas vidas.
Otros, en estas horas pompeyanas, se disponen a ser cortados por segadores enloquecidos.
La venganza.
La guerra.
El odio.
Al odio no se responde con odio. ¿No queréis prestar oídos a la religión, que enseña cómo al odio se responde con amor? Pues prestadlos a la historia, a la experiencia. El odio lleva al odio y éste devuelve más odio, y así hasta el abismo. Siempre ha sido así.
Primero la han llamado guerra, después ya no. Pero gente morirá, ciudades serán arrasadas, venenos esparcidos, trampas ocultadas, miseria acarreada y desesperación sembrada con profusión, y consecuencias inimaginables pesarán sobre el futuro. ¿Por qué?
Porque  la venganza es la primera flor que perfora el hielo del dolor.
¿Es posible?
Es una flor negra, pero a menudo complace llevarla como luto.
Mientras escribo, France 2 informa de que Karl Heinz Stockhausen ha definido “aquello a lo que todos hemos asistido...la más grande obra de arte” que exista. La cita es quizás imprecisa en cuanto a las palabras (la he pillado al vuelo, de espaldas a la pantalla, mientras pensaba en italiano), pero en absoluto en cuanto al contenido. No la rechazo, prometo profundizar en el concepto. Demasiado cínica para ser lo que parece. Pero, entretanto, me estremezco. A ver; si dos aviones teledirigidos hubiesen acertado en una retransmisión en directo contra dos superrascacielos la víspera de la inauguración, totalmente vacíos de personas, y la gran llamarada y el gran colapso hubieran sido sólo un tremebundo espectáculo, entonces sí. La destrucción de la potencia, la violación de la virginidad americana, la subversión de un orden abstracto, la fascinación ya mencionada, la perfección técnica de las acciones, habrían creado una obra de arte trastornadora en su belleza.
Pero la muerte de un solo gorrión...Y sin embargo, más de seis mil personas han desaparecido. En el sentido real y preciso de que ya no queda nada de ellas, ni un mísero hueso, ni un jirón de ropa. Abrasadas, evaporadas. Hombres y mujeres, vidas hermosas o atormentadas, tal vez alguna reprochable: pero reprochable en tanto que era vida.
¿No basta el Tiempo? ¿No bastan los males?
No: cualquier imbécil debe decidir en su lugar.
Y frente a tanta iniquidad, ¿hasta cuándo, Señor, suplicaré sin que me oigas; clamaré a ti: ¡Violencia!, sin que envíes tu salvación?[2]
Y he aquí que el hombre no escuchado (si alguna vez hubiese suplicado de veras) obra por sí mismo. De nuevo a la busca de su propia realización como Dios, decide que su violencia será justicia, mintiendo sobre la venganza.
Violencia en respuesta a violencia, odio a odio.
¡Qué lejana la Justicia!

La calculada locura del egoísmo ha provocado la hecatombe en Lower Manhattan cuando estaba a punto de licenciar a estos “recuerdos”.
Todo el mundo al instante ha tomado partido respecto a lo americano.
¡A favor o en contra!
Bonita estupidez. Consciente de no haber dejado pasar ocasión, a lo que recuerdo, de atacar a los EEUU, he tenido el convencimiento de que la nueva concepción del mundo y de la historia que de ahora en adelante tendremos precisaba de una profunda claridad de mi pensamiento.
Presunción: pecado original de todo lo falible.
He llorado a los muertos de los cuatro aviones, del Pentágono y de las torres. Las imágenes de un bombero que comienza a subir la escalera infinita, tal vez consciente -como se ha dicho- tal vez no (yo creo que no), desde luego despavorido, con sus oscuros ojos saliéndose de las órbitas, está fija en mí. El fotógrafo bajó inmediatamente, él continuó. Aquel chico murió poco después, su casco FDNY no pudo proteger sus aterrorizados ojos de ciento y pico pisos que se le derrumbaron encima, alrededor, debajo. ¿Retórica? No.
La gente muerta abrasada: un segundo antes, un empleado almidonado, uno después una antorcha consumiéndose.¿Puede un hombre convertirse en un combustible cualquiera? Nuestra piel tan cuidada, untada con amorosas cremitas, masajeada, besada, ¿puede de repente hacerse una bola e incendiarse? Nuestros ojos líquidos, cajas fuertes de emociones, ¿pueden secarse y arder en un momento?
¿Puede el hombre al que amas perder en un instante ese su ser voces y gestos, miradas, aromas, defectos, su llegar con ese modo de vestir, de andar, de mirarte, tocarte, acariciarte, y quedar reducido a una astilla de un material que las llamas consumen en pocos segundos?
Quizás el Hombre se ha hecho realmente Dios, el Dios del Mal.
El caso es que el ejército americano no es el arcángel San Miguel.
Pero pretende serlo.
Es esto lo que hace que no pueda amar a América como yo quisiera.
Confunden justicia y venganza, y esto se sabe. Pero que lo hacen aposta ¿se sabe? Es evidente. Han construido una sociedad basada en el bienestar personal, cuando Europa estaba demostrando la utilidad del bienestar colectivo.
Han intervenido en defensa de la Europa amenazada al menos en dos ocasiones. Pero, ¿fue únicamente altruismo? ¿Es que hay que ser comunista para reconocer que lo hicieron para salvaguardar y abrir mercados? ¿Lo ha combatido, el comunismo, por espíritu libertario o porque les cerraba el expansionismo comercial?
Es historia que para ocupar Italia se pusieron de acuerdo con la mafia. Esta, algo debe haber obtenido a cambio. Quién sabe cuánto dinero de aquella procedencia ha determinado o determina aún las vicisitudes políticas italianas.
Decimos América. Pero en realidad la responsabilidad de aquel pueblo -que vota mucho menos que nosotros- es la de adormecerse, ciegos, en aquel bienestar que, si bien se mira, ni siquiera es para todos. No es que entre nosotros no haya racismo; lo hay y mucho. Pero plazas para negros en los autobuses franceses no las ha habido nunca. Entre ellos, hasta que yo era un chaval.
No es ya que se consideren el centro del mundo, sino el único mundo. Eres bueno si piensas como ellos; si no, eres malo: y a los malos se los mata. Good the indian, dead the indian.
Son sinceros en su entusiasmo por América, pero ¿por qué se ponen unas anteojeras y no ven la alta tasa de violencia que permea su sociedad? Es violencia física y violencia económica, moral, intelectual. Ellos tienen derecho a entrar con armas en casa ajena, pero a menudo no reconocen el derecho a poner a uno de sus ciudadanos a disposición de la justicia.
Decimos América. Pero en realidad existe un grupo mundial que detenta el poder económico y que, sin embargo, parece -¿parece?- dirigido desde los EEUU, y que orienta las decisiones de los gobiernos. De los occidentales: ¡ni te cuento en el tercer mundo!
F.A.O., G8, W.T.O. Son las emanaciones evidentes de aquel poder, que las tendrá sin duda más recónditas.
¿Será casualidad que tras la administración hoy en el poder en EEUU estén las mismas caras del Vietnam (además, obviamente, de las del Golfo)?
Mi generación ha crecido leyendo “I Quindici”[3] y viendo miríadas de películas hollywoodienses. A continuación otros han empezado a comer Ketchup y cheeseburgers. Todos a beber Cocacola.
Sin reflexionar sobre por que en la Coke había coca y cafeína.
Sin entender que crean adicción, por lo que uno se vuelve dependiente, como auténticos drogadictos.
Sin reflexionar sobre por qué era ligeramente dulzona.
Sin comprender que se hacía aposta, de modo que ciertas glándulas de la sed no quedaran satisfechas (necesitan lo ácido, como saben muy bien los antiguos alemanes Amish de Pensilvania que van tirando a base de limonada) y reclamarán más consumo.
Esta es la cuestión, el consumismo: esta es la ideología que impregna, conscientemente o no, a América, y que esta está obligada a difundir por el mundo para garantizar su propia -estúpida- supervivencia. Por esto, también por esto, mis críticas en los “Recuerdos” frente a la pobreza y a las incongruencias del mundo. Pero este mundo al que nosotros, ricos, matamos de hambre, dejará de sostenernos. Los trabajadores vietnamitas dejarán de aceptar que se les paguen dos céntimos por ropa luego vendida a 40 dólares. O morirán o se hartarán.
Alguno, interesadamente, está ya insuflando el odio en las oídos de los desesperados. La religión es con frecuencia la coartada perfecta.
¡Cuánta mentira!
Porque, o bien en decenas de aquellas películas nos han dado a entender que tenían un nivel tecnológico impensable (recuerdo la “publicidad” verdadera de un satélite que se jactaba de poder escuchar la conversación entre dos soldados en una patrulla en Siberia) que en realidad no era más que ciencia-ficción; o bien no es posible que decenas y decenas de minutos después de que, uno tras otro, dos aviones se estrellaran contra el más alto rascacielos de la ciudad más importante del mundo, dejaran que les cayera otro avión encima nada menos que del Pentágono. ¿Pero cómo? ¿el centro neurálgico de la defensa no estaba defendido por Patriots, los misiles anti-misil? ¿No había nada de nada? ¿Bastaba tomar un aeroplano y tirárselo encima?
Los viejos generales soviéticos ahora se la cortan: ¡era así de fácil!
Venga ya...
¿Y las dos torres? Podría denunciarlos. ¿Me habían hecho subir allá arriba después de un buen rato de espera en el porche cuando todo podía caerme fácilmente encima? Fácilmente: porque no se me diga que el tortazo del avión justifica el colapso. Quizás la mega tecnología estaba mal proyectada.
Por Dios, sí, sus bombas abatieron las agujas de la Catedral de colonia y millares de otras, pero aquellas estaban hechas en pobre piedra por maestros de obra que no habían ido a la universidad.
Siempre que resulte cierto que el responsable es él, ese jeque ha sido un agente suyo. Espero que la cosa sea que lo han perdido, el control sobre él. Sea como sea, la idea es que se enfrentan dos instancias de poder. La clásica vieja lucha de poderes.
Mascarada.

Y ni siquiera es esto lo que me subleva.
No soy Emilio Fede ni algún otro de los otros siervos en nómina (ahora sí, después de estas palabras, ya me hacen komunista), aunque se me encoja el corazón por cómo son utilizadas las imágenes de los desesperados que, no sabemos con qué nivel de conciencia, han preferido darse el horrendo gusto del vuelo suicida al espanto de sentirse arder.
No son las evidentes mentiras, ni las patéticas preocupaciones por tratar de contar cuántos compatriotas pueden haber muerto, como si la muerte y la piedad exigieran pasaportes.
No es la espiral de odio religioso que, hasta hace pocos años creía, para los llamados occidentales, confinada a los libros que he estudiado, pero al que en cambio se está dando ya libre, aunque velado, desahogo.
No, no es esto.
Es porque la sospecha seca las lágrimas.
La racional y emocional sospecha, que asciende hacia la certeza inductiva, me impide llorar. Esto no podré perdonárselo jamás. Quisiera llorar lágrimas de todas las temperaturas. Quisiera conmoverme físicamente con los ojos del joven bombero, o con la vacilación del desesperado que después se lanza.
Quisiera, no lo consigo.

Y habrá guerra. La he llamado venganza: ahora sé que es parte de las cosas.
Tal vez antes o después conseguiré llorar. Por algún hombre o mujer o niño. Tal vez por el cadáver de un perro entre los escombros de una aldea musulmana en alguna parte de una tierra de antigua civilización. Olvidada.

Obnubilada está toda civilización.
¿Cuántas torres habremos de llorar desaparecidas?



[1]Terribilità” en el original italiano, Vocablo italiano habitualmente usado en el léxico artístico para hacer referencia al potente vigor e intensidad emocional en la concepción y ejecución de una obra de arte, cualidad originalmente atribuida a Miguel Ángel por sus contemporáneos. (N.d.T.)

[2] Habacuc, 1,2. (N.d.A.)

[3]I Quindici” era una enciclopedia juvenil, versión italiana de la estadounidense “Childcraft”, muy difundida en los años sesenta y setenta en Italia. (N.d.T.)

 

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