Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Alemania

09.11.2014 15:05

En Hamburgo vislumbré imágenes de un Hamburgo engarzado en Alemania.
Advertía en el país de los crucchi [1] la necesidad de decir algo sobre esta tragedia de la guerra perdida y del relato de los hechos por parte de los vencedores. Todos sabíamos que los anglo-norteamericanos habían bombardeado Alemania. Pero ¿cómo? Dos líneas justas perdidas tras la magnificada descripción de la irresistible avanzada subsiguiente al desembarco de Normandía. La cuestión real es que Hamburgo ya no existe, de Hanover ha quedado solo el calco de la topografía, Berlín…Berlín conserva sus propios muñones “a perpetua memoria”; Colonia pretende seguir adelante como si el Rin no hubiese visto; etcétera, etcétera, hasta el triste paradigma de Dresde.
Larguísimos inviernos plasmando ánimos y sus manifestaciones incendiados por el fuego de un verano sin primavera a sus espaldas.
Sin los tiernos brotes de un marzo, la suave hierba de un abril, las discretas flores de un mayo, las colmadas cosechas de junio, ¿qué quema el verano? La tierra modelada por el fango pero entumecida por el frío.
Y ¿qué escribía yo? Yo quería conmoverme frente a las tragedias que no conocen de partes, pero ¡todo estaba tan seco! La riqueza había ya sofocado las ruinas -quizás también humanas- pero probablemente no las memorias. Mas no podía entrar en las desgarradoras memorias alemanas. Solo respetarlas. Y hurgar de nuevo sobre los desgarros interiores. Por otra parte, tal vez no solo las naciones están constituidas por extrañas piezas, colocadas donde uno no se espera.
En el fondo ¿por qué New York sí y Honolulu no? Se aman las cosas por un algo desconocido y, sin embargo, marcado.

Es así, he visto Alemania solo en verano: la encuentro llana y bella. He ido en moto por las autopistas de cemento, me he asombrado de los aterrizajes sin tregua en el aeropuerto de Frankfurt, he gustado la cómoda precisión de sus trenes, de alta velocidad y regionales. Igual la primera vez que la vea en invierno cambio de opinión. En el fondo, ya no me gusta desafiar con mi soledad al viento frío, hacer punzar por el hielo la melancolía. Pero, de momento, me gusta Alemania.
Y eso que no entiendo la lengua, no voy más allá del clásico “Wo ist die Banhof”; y luego, para colmo, a duras penas entiendo la respuesta. Pero he aprendido que aprecian mucho saber con quién hablan, así que cuando llamo por teléfono, recito la litugia “Hallo [nunca averiguado si realmente se dice así], mein Namen ist Enrico. Ich bin ein Freund von ...[nombre]. Sprachen sie Englisch, bitte?”, y si aquel no habla inglés, se acabó.
En Múnich, de hecho, la conversación y mi deseo de vivir nueva dulzura de un recuerdo murieron en un aborto de frases macarrónicas.
La madre de Rupert, a quien llamé a Colonia desde Hamburgo, por suerte me respondió, tras una pausa colmada solo con mi esperanza: “A little”. Pude así hacerme con el teléfono de mi amigo en Bremen, donde lo encontré al día siguiente. También Bremen es una ciudad arrasada, pero tal vez las bombas eran menos malas: así, una vez sepultados los miles (¡miles!) de muertos inermes, civiles -por tanto, también ancianos y niños, mujeres y enfermos- han podido reconstruir la catedral y el municipio; y algún que otro palacete en el centro. El monumento a los cuatro Maestros Cantores está allí, en medio de la graciosa plaza donde Rupert me obsequió con la cena.
Era un tío majo; cuando lo conocí en Montpellier muchas chicas estaban enamoradas de él. Tenía aquel punto de locura que a las mujeres (a muchas) gusta. Un domingo decidió ir a visitar no sé qué sitio y tomó el tren. Como eran sus primeros días en Francia se le pasó algo por alto y lo tomó en sentido contrario. No dudó un instante en cuanto se percató de que el convoy se había puesto en marcha hacia el lado equivocado: se levantó, abrió la puerta, saltó fuera del tren en marcha acabando sobre el balasto. Al día siguiente lo vimos en el café con las manos vendadas, fingiendo despreocupación. Me llamaba “spaghetti” y yo a él “crucco”,con la diferencia de que yo pasta no comía, mientras que ambos éramos unos apasionados de la cerveza. Recuerdo que llevamos a cabo una investigación sobre las distintas maneras de llamar a la jarra de medio litro, si superbe o qué: un estudio de campo, evidentemente.
Cuando nos reencontramos en Bremen ambos nos habíamos licenciado. Hacía ya un tiempo que a él lo había cogido una empresa que fabricaba grandes navíos. Estaba muy orgulloso de su trabajo directivo. Era el ayudante de no sé qué pez gordo. Se empeñaba a fondo, pero veía perspectivas de hacer carrera. Sin embargo no me habló de su trabajo; en vez de ello (y ya no con aquellas palabras francesas que horadaba en el aire, sino en un inglés que, estudiado en Oxford en verano, se había luego confirmado en las durezas del Mar del Norte) se esforzó en explicarme la fábula de los Maestros Cantores, y me llevó, mira por dónde, a ver la fábrica de la cerveza Beck’s. Eso sí, añadió que su cerveza preferida era la de su ciudad, el Kölsch, que es clara y ligera: se consume en abundancia porque es difícil emborracharse con ella, te mantiene de buen humor y con los sentidos despiertos. Se sirve en locales típicos, por camareros con el delantal azul y el portamonedas de piel.
“Me gusta Bremen”, me dijo, “pero yo me siento un típico alemán del centro-sur occidental”.
“¡Vamos, de Colonia!”
“Sí, vaya, toda la zona renana…”
Y ¡hale!, a explicarme que por aquellas tierras la gente es cálida y ligera como su cerveza.
“¿Y eso?, ¿Y aquí?”
“Aquí va cada uno a la suya. Llevo ya un tiempo y aún no tengo auténticos amigos. Además, trabajan y basta, no los entiendo…”
Horario de trabajo de Rupert, comprobado: de siete de la mañana ¡a siete u ocho de la tarde! En definitiva, la suya era la postura verbal de un romano en Turín, un turinés en Lille, etc.
Nimiedades: tal vez tiempos diferentes. Lentamente se van alcanzando intensidades más elevadas. La velocidad es enemiga de la profundidad.
Con Rupert, en Bremen, por la tarde hicimos de todas formas la ruta de los bares. Y sí, aún conocía gente. Se lamentó del poco tiempo a mi disposición, pero de todos modos logró hacerme visitar las bellezas locales.
Pero también se hablaba de temas importantes, y salió que él era contrario a la reunificación.
Me sorprendí, lo consideraba un idealista, a pesar de los estudios de economía.
“¿Y por qué?” le pregunté “¿Demasiados problemas o qué?”
“¿Problemas?” Fue un instante, pero se escandalizó profundamente. Me miró como si no me reconociera. Tuve la impresión de producirle lástima.
“No, nada de problemas. Problemas, sí, los hay, pero vaya, en cuatro o cinco años los resolvemos.”
Mira por donde, ahora parecía verdaderamente crucco. Pero pensé en un flash que entre nosotros, problemas como aquellos, relativos a la reunión de una tierra opulenta pero privada de historia con su historia pobre en los bolsillos y en los corazones, jamás habríamos creído poder resolverlos. Después de 140 años ahí sigue la cuestión meridional…
“No, nada de problemas: lo que pienso es que corremos el riesgo de dar al exterior de nuevo la imagen de los alemanes que siguen teniendo en mente la idea del gran Reich…Mejor no. Somos distintos.”
“¡Ah!”

 

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Y después la he visto en invierno. Y de tierra agradable vino a ser amada.
El auténtico primer impacto fue el Castillo de Genshagen, cuando la nieve que ya caía desde el aeropuerto comenzó a cuajar a primera hora de la tarde. Surgió la fábula. El parque a las espaldas, en vez de ponerse melancólico,  se encendió de candor. Los tejados de la serrería de delante dieron sentido a su función. El paseo arbolado al que se asoma el pueblecito dejó que el blanco venciera al negro. Humos sutiles dejaron intuir calores internos. Era una atmósfera demasiado fuerte para mí. Me venció. Al instante.
Pero el golpe de gracia fue el minúsculo quitanieves que había ya cumplido su deber antes de que las luces se encendieran en los halos del belén. Allí me sentí parte del todo.
De la lejana autopista conseguían llegar los ruidos del tráfico, que seguía para reconducir este todo a la realidad de lo cotidiano.
Antes de la cena salí. Hacía un buen frío, seco incluso en medio de todos aquellos árboles. Con chaqueta y abrigo, la cabeza descubierta, sin guantes, alcancé sin embargo ágilmente el letrero de cerveza que había entrevisto llegando. Me acogieron con curiosidad bien disimulada, elegí una lager que no conocía, pagué una cifra de lo más razonable. A pocos kilómetros de la renacida capital los ocasionales compañeros de 33 cl resultaban ser auténticos campesinos vestidos de campesinos. Entre ellos se saludaban con afecto, a mí me esbozaban sonrisas. Mostraban tranquilidad, posiblemente también interior. Regresé caminando en el silencio. Abiertas las puertas de la roja estructura ochocentista del Schloss, el sofoco de la calefacción arreboló también mis mejillas. No sabía aún qué podía significar semejante acogida.
Todos se encontraban ya en el salón de la chimenea con una copa de vino en la mano, pero por suerte mi retardo latino no molestó. Un señorsimpático nos fue presentado. Eljoven presidente de la pro loco[2] del lugar, el cual, siempre con el tinto en la mano, narró las vicisitudes históricas del castillo y del borgo. Ni una explícita alusión a los años de la dictadura, como si nazismo y sovietismo no hubieran conocido la quietud de aquella llanura boscosa. Y por fin, tras un rato de calambres en los flexores radiales del carpo, el tinto pudo entrar en nuestras gargantas. Fuera la nieve, con calma, continuaba depositándose. Fue una noche placentera. El sueño duró ininterrumpidamente.
No salí hasta después de comer. Después, demasiadas palabras viciadas me indujeron a buscar quemar mis pulmones con oxígeno fresco. Salí nonchalamment en chaqueta.
La mano helada del General Invierno penetró en mi pecho y agarró el corazón, estrujándolo y haciéndolo enfriar en pocos instantes. Los ojos lagrimearon inmediatamente. El primer caído del estallido de la guerra.
La temperatura había cambiado.
El cero sobrepasado una decena de grados. Hacia abajo.
Era solo el preludio. En los días siguientes se alcanzaron, de noche, los menos 18. Tenían frío hasta los alemanes. Procedente de Siberia, dicen.
Así fue como, volviendo a entrar inmediatamente como desde un atroz frigidarium a un acogedor caldarium y sintiendo la piel someterse a notables estrés elásticos, supe apreciar el sobrecalentamiento de aquellos ambientes.
Desde el castillo condujeron a quienes, como yo, iban a permanecer en Berlín a la estación de tren de Ludwigsfelde.
Los holandeses parecían aguantar bien, la letona se pasmaba de frío. Pues la estación estaba completamente abierta al cielo de Brandenburgo, y aquel gran frío siberiano  ya la había congelado. Yo no estaba seguro de salvar los pies, ya me temía la amputación. Pensé en “El sargento en la nieve”[3], en las botas autárquicamente inadecuadas. Pensé que los soldados formados en la Plaza Roja estaban autorizados a moverse durante el ¡Firmes! solo cuando la temperatura alcanzaba los 23 bajo cero. Después se congelaron también los pensamientos. Nos refugiamos  todos en las escaleras del paso subterráneo, pero era un débil consuelo. El tren no llegaba, y encima el horario lo preveía más tarde. No hablábamos. Luego al fin llegó, dentro estaba caliente. La línea de tren corta en dos la ciudad, pero yo me bajé en la Südkreuz; en realidad tenía un rendez-vous en Schönefeld, así que tenía que tomar un metro, quizá dos. Evidentemente en Berlín trenes y metros comparten infinidad de estaciones, entre las cuales esta de la Cruz del Sur: ¡qué nombre evocativo! Era sencilla pero rica había conservado el pasado perfumándolo de verdad; y de cuanto salía de los kioskos, de los cafés y de cada puesto que ofrecía grasas y calorías.
Me repuse y decidí coger lo primero que me llevase a Neukölln, desde donde me parecía que tenía dos opciones, si no tres, no, incluso cuatro, para llegar al aeropuerto a donde me dirigía: o bien continuar en la misma dirección con la S45, o también con la S46, hasta una de las paradas que esta comparte con la U9 y en definitiva también con la S45, o bien cambiar allí a Neukölln bajando a la U7, con la que llegar a Rudow y seguir en autobús; o si acaso, siguiendo en la primera dirección, intentar llegar a Treptower Park y retroceder hasta Schönefeld de nuevo con la S9.
Sencillo.
Pero agobiado de dudas y preñado de decisiones…La idea era controlar la pantalla y ver dentro de cuánto llegarían los respectivos convoys. Sí.
En Neukölln corrí peligro de muerte, en la ya caída oscuridad que hacía aún más intenso el frío, si ello era posible. Seguía vestido de manera formal. Tan solo los zapatos eran unos más gruesos, con los que habitualmente pasaba calor. Esta vez en cambio, los pies habían vuelto, y de qué manera, a agarrotarse y a dolerme, cada vez más.En el pecho sentía una dentellada de hielo que bloqueaba los pulmones y fatigaba al corazón. Encontré un hueco donde abrir el trolley y ponerme otro par de calcetines de lana. ¡Como si un me hubiera puesto nada! Así que, para salvarme, me puse a hacer las escaleras que llevaban de la calle a las marquesinas sobreelevadas. Tras un par de vueltas logré subir la rampa a la carrera, levantando bien arriba las rodillas y golpeando los pies en cada escalón. Algún resultado tuve. Lo digo porque aún conservo los dedos de los pies…
Con el cerebro atenazado se hacía también difícil escoger la línea adecuada. No sé cuál cogí, sé que llegue a Schönefeld, quizás con un transbordo. Desde la salida del metro hasta la entrada del aeropuerto, unos 150 metros cubiertos. Cubiertos pero abiertos. Una especie de pórtico de chapa a través de un descampado en una tarde de diciembre en mitad de un ciclo siberiano.
Cuando, no sé cómo, conseguí entrar en la terminal, creo que estaba en unas condiciones lamentables. Pero llegué puntual a la cita.
Desde ese momento, Berlín fue magia.
Y aunque el frío se intensificara, lo sentí menos. Porque solo se siente más frío. Siempre.
La magia es una ciudad muy bien organizada que bajo una rígida corteza revela calores y dolores. La Navidad estaba cerca. La nieve en Alexanderplatz, como de canción (“Alexanderplatz, auf wiedersehen, c’era la neve…”[4], cándida entre los tilos y abedules del Tiergarten, pero, sobre todo, en la estación del S-Bahn de Ostkreuz: entre marquesinas de madera y puentecitos peatonales de sabor antiguo me embargó una sensación de bienestar, a pesar del frío que clavaba alfileres en las mejillas. Pensé en la serrería de “Los muchachos de vía Pal”, que no tenía nada que ver pero ¿qué se le va a hacer? Lo había leído de chico. A la magia no se le pueden poner fronteras ni lenguas. Una señora no precisó ayuda para bajar la escalera nevada, pese a que la afrontaba con las piernas cubiertas por el velo de unas medias y con zapatitos más o menos primaverales. Era domingo. El cielo gris, y, no obstante, protector. Friedrichshain se mostraba hermoso. Amo a este barrio, sus locales, sus tiendas, el mercadillo dominical en Boxhagener Platz, sus patios sencillos y acogedores, el adoquinado de algunas de sus vias, sus locales con bonitas vidrieras en las esquinas de las calles, el pub con el cerdito rosa en el cartel, su gente joven y sin añoranzas.
Friedrichshain era el Este. Lo entendí porque por allí pasa eltranvía, tiene una parada justo delante del Lidl. ¡Aires de casa! En Berlín, me siento más en casa en el Este. Hay edificios todos iguales, se percibe además aún una pizca de relativa dejadez; ¡pero hay tanta, tanta más vitalidad!
No es que el oeste no me guste, pero vive como si no hubiera habido traumas. Hoy, pudiendo, Damiel elegiría caer en el Este. Por ejemplo, delante de zoo, sin niños, sentí frío pese a que era verano. Pero aquella vez estaba solo. Solo se siente siempre más frío. Incluso en el Ferragosto[5].
Ya. No llegué a ver Berlín sino en épocas de fiesta.
Aquella vez en agosto me cebaba casi exclusivamente de wurst, sobre todo de bratwurst per también de alguna refinada variante, cocidas en enormes cazuelas de donde me las pescaban como peces rojos en el luna-park, escondidas aún vivas en un pan al que solo añadía mostaza, exprimiéndola de los grandes expendedores sin abusar. Luego me las comía merodeando entre la gente alrededor de los alegres puestos a lo largo de las calles.
Este rastro, de vago sabor campestre, tenía lugar en el centro del Oeste, entre Kurtfüstendamm  y adyacentes. Allí al lado está el Teatro de Occidente, y sobretodo, no muy lejos, el Gran Almacén de Occidente,  Kaufhaus des Westens ,  o sea, el mítico KaDeWe, con su Wintergärten de las delicias. Pastelería. En la última planta del edificio, protegido por cristaleras. Hipercalórico momento de obnubilación del superego. Justo debajo, directamente comunicado con escaleras fijas y móviles, el edén gastronómico general. En las otras plantas, lo mejor del consumismo. Que no me pareció lo peor. Una fiesta.
Ahora que pueden compartirla los que antes solo la rodeaban la fiesta es aún más bonita.
Los problemas los han resuelto. Quizás la Gran Alemania, da efectivamente un poco de miedo, pero lo da sobre todo a quien no sabe ver sus debilidades.
A quien ya no distingue la tierra modelada por el fango pero entumecida por el frío. Hoy es un frío oloroso a magia, y a vin brulé y a kartoffelpuffer y  perros husky y renos en Charlottenburg.  Era  frío y basta, para mí que había salido de Schönefeld.
Solo se siente siempre más frío. Siendo dos se calienta uno un poco.



[1] Crucco es el nombre con el que, en la Primera Guerra mundial, los italianos llamaban a los soldados austrohúngaros prisioneros de nacionalidad eslovena o croata, adaptándolo del serbocroata kruh (pan), palabra que estos, hambrientos, repetían. En la Segunda Guerra mundial, su uso se extendió, primero entre los militares que combatían en Rusia y luego entre los partisanos, para referisrse a los soldados alemanes; como adjetivo, en sentido despectivo o simplemente burlón, se usa hoy día en relación a todo lo alemán.
Por otro lado, un poco más avanzado el texto, se hace referencia al uso de la palabra en el ámbito de la fabricación de la cerveza artesanal, donde la “pentola del crucco” o directamente el “crucco”, producida por una marca alemana, es famosa entre los homebrewers. (N.d.T.)

[3] Rigoni Stern, Mario, “Il sergente nella neve. Ricordi della ritirata di Russia”, Einaudi, 1953, 2001 e 2008. En español “El sargento en la nieve. Recuerdos de la retirada de Rusia”, Editorial Pre-Textos, 2007. (N.d.T.)

[4] Alexander Platz, de  Franco Battiato, cantada por Milva, Milva e dintorni, 1982. (N.d.A.)

[5] Ferragosto es la fiesta del 15 de agosto, que perpetúa las romanas Feriae Augusti, después Augustales, introducidas por Octaviano superponiéndose e incluyendo varias fiestas más antiguas que durante todo el mes celebraban los grandes trabajos agrícolas del verano y su conclusión, numerosas en Roma, mas también en otras provicias de un Estado entonces imperial.
El Cristianismo, desde el s. V a.C., tendió a sustituirlas por la tradición de la  Asunción de la Virgen, reconocida y hecha oficial como dogma de la Iglesia Católica solo a partir del 1850. (N.d.T.)