Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Baja California

06.02.2015 09:37

La Baja...
De Tijuana, la pequeña ciudad recién pasada la frontera al sur de San Diego, recordaba que fabulaban sobre ella unos colegiales hipervitaminados en una tonta película con un Tom Cruise jovencito. Tal vez atraídos por la rima con marihuana, organizaban una visita a Tijuana para unas vacaciones de sano sexo y droga (la droga de los colleges: ¡porros!).
Sabiéndola situada exactamente al abrigo de la frontera, y por tanto pronta a absorber riadas de dólares, la imaginaba una especie de Las Vegas en miniatura, aunque Las Vegas no lo conocía.
La primera reacción fue cerrar los seguros del coche. Un lugar del Tercer Mundo que vive de los excrementos de la gran California, la Alta: pero aquí empieza la Baja, y empieza de la peor manera posible. Hombres-buitre aparcaban con el pie apoyado en los muros de sórdidas casuchas organizadas, por decir algo, en un entramado ortogonal de calles arenosas. Quien conozca, en Roma, el asqueroso callejón de Porta Portese donde, cada día (no estamos hablando del mercadillo dominical), se venden recambios de coche y moto, en su mayoría procedentes del hurto, podrá comprender la impresión que me causó. En el cielo se ven perennemente los helicópteros del Servicio de inmigración de los States, lúgubres. Patrullan la frontera para impedir que la renta media de los de la Alta (que por otra parte se llama solo California, como si fuese la única legítima) venga disminuida por el aflujo de los de la Baja. La salida de los States hacia México es una de esas normales fronteras soñolientas donde te echan un rápido vistazo apremiados por las colas. Al traspasarla comprendí por qué en tantas películas se ven esas largas persecuciones tratando de bloquear al tipo de turno que huye hacia México. Aparte de la posibilidad de montar un atasco monumental, si no lo identifican antes, si no saben con antelación qué pinta tiene, no habrá modo alguno de impedirle la expatriación.
Es lo contrario lo que resulta bastante complicado. Entrar en Estados Unidos. Yo lo experimenté, un tiempo después, en Mexicali, más o menos en la otra punta de la juntura de la larga franja de tierra llamada Baja.
El primer shock fue durante la cola para pasar, que se extendía por una calle paralela a la línea de frontera. Pues bien, esta línea estaba físicamente representada por un muro de hormigón armado coronado por un alambre de púas. Exactamente como el de Berlín. Faltaban los grafitis y la tierra de nadie, pero el concepto era el mismo: no se pasa. Llegó por fin el momento de someterse al check-point: ¿Carlos, tal vez? Los grises guardias mexicanos sonrieron al coche que volvía a casa. El pistolero gringo[1], con sus bigotazos pelirrojos, totalmente fuera de lugar en aquel sitio semidesértico, pidió los documentos. El coche llevaba matrícula de California (esa sin adjetivos geográficos). Los pasaportes entregados eran italianos. No le cuadraban las cosas. ¿Por qué unos italianos, o más bien personas que exhibían pasaportes italianos, intentaban introducirse en el sacrosanto suelo norteamericano (que al fin y al cabo, supuestamente, sería aquel del melting pot) conduciendo un coche estadounidense o más bien que llevaba matrícula estadounidense? No: allí se escondía algo. Se puso nervioso. Por suerte era estúpido. En general, los estúpidos son la mayor desgracia: notablemente más peligrosos que los malvados. En aquel caso la estupidez del aduanero gringo[1] resultó ser una suerte.
Quería adoptar una actitud intimidatoria. Sujetaba los documentos en la mano y chillaba frases prefabricadas que, evidentemente, revivían en su cabeza procedentes de algún manual. Por suerte para mí, no le entendía gran cosa. El estaba agitadísimo, su acento tiraba más bien a texano, y el calor que, con el motor apagado (y por tanto también el aire acondicionado) y la ventanilla abierta, empezaba a agobiarme aún más que el gendarme, hacía el resto. Entendí que por tercera vez estaba repitiendo la misma pregunta.
“The car was hired in Los Angeles some days ago. We’re now going back there.”
Saber que el coche había sido alquilado en Los Ángeles y que allí se volvía no lo satisfizo. Dudaba de la veracidad del asunto. Seguía habiendo algo que no le cuadraba. Le enseñé el contrato de alquiler. Uhm. De repente, empezó a dar la vuelta al coche en sentido antihorario, mientras lo examinaba con aparente atención.
En verdad, lo que debía advertir, lo tenía ya desde hacía un rato en la mano. Pero era estúpido.
Se pegó un buen rato mirando y remirando la parte posterior de la Kadett, luego remontó por el lado derecho. A este punto, se puso a observar meticulosamente el frontal. De repente, descubrió el comprobante de Hertz en el parachoques. Pude percibir un indicio de algo que parecía satisfacción. Se aproximó de nuevo a mi ventanilla y volvió a preguntar. A la segunda, entendí que me preguntaba dónde y cuándo se había alquilado el coche. Sin hablar, para no repetirme, estiré el brazo y le indiqué lugar y fecha del alquiler. Nada, algo seguía sin cuadrarle.
Dio otra vuelta al coche, lo seguí sacando la cabeza por la ventanilla, lo suficiente para cruzar la mirada con los ocupantes del coche de atrás que a su vez aguardaban su turno. Les lancé una sonrisa cómplice. Recibí a cambio una mirada pétrea. Eran una familia yanqui que volvía de un excursión campestre. Conducía la mujer, rubita y amojamada. Compartían plenamente el celo del guardia y habían ya decidido, como jurado popular, nuestra culpabilidad. No podíamos ser más que culpables: de otro modo ¿a qué tantos trabajos por parte del guardián de la Sagrada Frontera? Miré bien, sobre su parachoques delantero estaba el odioso adhesivo “I’m proud to be an American”. “Estoy orgulloso de ser americano”: del Norte, debo entender.
Entretanto, nuestro gringo de la frontera[1], había completado su inspección. Dijo algunas cosas más en aquel modo de cerbero de provincias, que no entendí, pasó aún un momento tratando de hacer funcionar lo que tenía dentro de la cavidad craneal, luego, con un brusco movimiento del brazo, nos entregó los papeles y nos conminó a seguir la marcha. Hasta luego, tonto[1].
Lo que tenía que advertir, estaba en los pasaportes, faltaba el visado de salida de los States. En el San Ysidro border crossing, en la 805, antes de Tijuana, tomándonos por yanquis, ni siquiera nos habían parado, nadie había visado los pasaportes de extranjeros que salían. La situación era ilegal, “ajenos”. (Justamente así los llaman, a los desgraciados que por su libre voluntad, por desesperación o coaccionados, penetran en el sagrado suelo sin visado. Illegal aliens.)
Pero, en último término, lo que ahora importaba al gringo[1] era que estuviera el sello de ingreso del Servicio de Inmigración, que nos calificaba, implícitamente, como turistas. Italianos. No chicanos[1], pues.
No iríamos a trabajar en negro, agazapados en fábricas escondidas en algún árido valle del interior en los alrededores de San Diego o Los Ángeles, produciendo a bajo coste para hacer más competitiva la economía de California y de América (del norte), para mejorar su politically correct welfare. No iríamos a servir en alguna vulgar mansión plantada en la costa o extendida sobre una loma.
He estudiado la historia: cuando los romanos, los americanos de la antigüedad, dominaban realmente el mundo, no levantaron ni una sola empalizada del más miserable leño. Quien venía a Roma, bastaba que lanzase al suelo frutos y tierra de su propio país en el Umbelicus Urbis para ser acogido en el corazón del Imperio. Fue en el momento en que aquella sociedad estaba ya minada en sus raíces cuando tuvo la necesidad de levantar muros de cemento y ladrillos: que se revelaron inútiles frente al empuje de los pueblos hambrientos, y luego fue necesario más de un milenio para volver a alcanzar un parecido nivel de progreso.
¡Oh, Señor!, esta porción de México (el resto no lo conozco) hambrienta no está, pero tampoco al mismo nivel de progreso que aquella del norte del muro. Saliendo de Tijuana y en dirección a la carretera costera, se consumó la experiencia del abastecimiento de gasolina. Hacía falta. Pensando que allá costaría aún menos, no se había llevado a cabo en los Estados Unidos.
La bomba era una verdadera bomba, en el sentido de que los surtidores eran de aquellos viejos con una palanca a un lado que hay que accionar para hacer subir el carburante a un recipiente colocado en lo alto de la columna. Una vez lleno, el líquido energético se hace bajar al depósito gracias a la buena, antigua ley de la gravedad. Entre nosotros solo los más viejos lo recuerdan. Tres kilómetros al norte, la última estación de servicio era la típica feria de tecnología con las bombas -pues, se llamen como se llamen, bombean y bombas son- refulgentes de cromados y barnices metalizados de colores chillones. Aquí, todo estaba cubierto de una capa de arena, a veces sutil, a veces más gruesa, unida a manchas de hidrocarburo ligeras pero esparcidas por todo: los dos elementos, la roca triturada y el líquido mineral, unidos en aquella simbiosis, daban la impresión de pretender vivir. Para siempre, más allá de la caducidad de los vivientes aclamados, precisamente asfixiados por aquella baba pestilente.
Había un chaval de unos 14 años: era el único que atendía. Pedido el lleno, empezó el espectáculo del lento bombeo de la gasolina y su ulterior descenso. Lleno el estómago del coche, pregunté cuántos pesos debía. Comprendí enseguida que lo acaecido hasta el momento era solo el preludio del espectáculo.
El muchacho pareció sorprendido por la pregunta. Me miraba con un aire como adormilado. Ambos debimos pensar (yo sin duda) que algo no marchaba con el idioma. Por otra parte mi español, por aquel entonces, era de formación española. Y de pronto me daba cuenta de lo distinta que era la pronunciación latinoamericana. Fueron largos momentos los que pasaron mientras trataba de hacerle entender que quería pagar pero que no sabía cuánto. Por fin se sacudió aquel extraño torpor que al menos aparentemente lo vencía y se movió hacia el tabanco trasero que de inmediato se calificó de “oficina”. Yendo hacia allá me hizo un vago signo de que lo siguiera. Lo hice, aunque no veía cuál era el problema. Entró y pareció no saber si yo debía hacerlo también. Sin darle tiempo a pensarlo atravesé con decisión la puerta.
Era un prefabricado de más o menos tres por cinco metros. En aquellos 15 metros cuadrados se estaban no sé cuántos hombres muy ocupados en no hacer nada. Justo frente a la entrada había un escritorio, dos más, uno frente a otro, a la izquierda. Tras el primero, un tipo desgreñado hojeaba lentamente mas con evidente deseo las páginas de una revista pornográfica, girándola entre las manos para mejor captar algún detalle, descifrar alguna posición o simplemente aumentar la excitación, haciendo más realista el encuadre. O mi presencia no le parecía destacable o ni siquiera la había percibido. Siguió documentándose entre sudores.
Entretanto el chico, tras haber esperado a que los mayores terminaran de aplicarse -con dedicación- a la nada, planteó en voz baja la cuestión. Un tipo joven, con la cara tostada pero aún no quemada, con un mechón de pelo claro que le confería, lo mismo que la respetable nariz, un aspecto de viejo cóndor, se me plantó debajo apostrofándome con voz, mira por dónde, graznante.
Le expliqué que quería pagar y que por tanto quería conocer la cifra exacta a abonar. Comprendió. Yo me percaté de que la cosa realmente le fastidiaba. Lo pensó un poco, luego se decidió; no quedaba otra. Obligó al chico a seguirlo y nos dirigimos los tres al lugar de los hechos. Interrogó al subordinado, haciéndole repetir toda la dinámica de lo ocurrido. Por último, volvió a pensar.
Se apoyó en el surtidor con el brazo izquierdo y levantó el derecho hasta el punto del recipiente en lo alto que sabía ser el nivel más alto que alcanzaba la gasolina. Y luego, moviéndolo hacia abajo pidió confirmación:
“¿De aquí a aquí?”[2]
Habló no sé realmente en qué idioma, pero el sonido y el significado eran comprensibles, lo habrían sido del polo al ecuador. “¿De aquí a aquí?” acompañando con la mano extendida.
“Sí.”
Se dirigió a mí.
“¿Pesos? ¿Dólares?” Había adquirido un poco de energía.
“Dólares.”
“¡Ay, dólares!...” Tenía una risilla vagamente sarcástica.
“Dólares. ¿Cuánto pago en dólares?”
Ya está, habíamos llegado al meollo de la cuestión. Rumió largamente, durante segundos y segundos. Interminables.
“Eh… Uhm… Uhm… Como quince dólares…”
No sabré jamás si aquellos quince dólares tan precisos, tan sin pico, tan aleatoriamente determinados, habrán sido el precio justo: pero como llevaban incluido el precio de la entrada al espectáculo...
Retomamos el camino. Enfilamos la Mex1 que bajaba por la costa. Tras unas pocas millas, a la altura de Rosarito, apareció. Era de una belleza fuerte pero ahogada: gritaba en silencio, me saldría decir. Qué se le va a hacer: algunas frases hechas, como este oxímoron, son difícilmente evitables frente a visiones que nos llegan tan adentro.
Roca desnuda agredida por el sol se zambullía a plomo en el azul. Era un continuo sucederse de cráneos rojizos aprisionados por el agua del océano, que de haber tenido vida habrían gritado para vencer aquella inmovilidad. Yo quería gritar para vencer al inmovilismo.
65 millas al sur de Tijuana se halla Ensenada, recostada al fondo de una ensenada (de donde su nombre, supongo): la Bahía de Todos Santos. Viéndola en el mapita publicado en el Baja Sun (periódico en inglés parejo al Baja Times y probablemente a otros similares) parecía una bonita ciudad: todo un regular retículo de calles, asomada al puerto, recorrida por vías de circulación rápida...
La inmensa mayoría de las calles estaban recubiertas, o directamente constituidas de arena. Las casas que las bordeaban eran casuchas apenas poco más dignas que las chabolas de Tijuana. Pero la gente daba mucha menos impresión que en la ciudad de la frontera. Sin embargo, la sensación de estar en el Tercer mundo, quizás en algún pobre país africano, era neta.
En Ensenada entré en un banco, en la parte sur, creo que por donde el monumento a Juárez. Aparcamos en la calle asfaltada, en las proximidades de una gran curva por la que se salía de la ciudad. Radial al centro de la curva, una franja de polvo encaraba todo de frente la montaña, pretendiendo así llegar a un diminuto pueblo que se entreveía lejano.
Por fuera era todo un esplendor de mármoles; dentro también. Suelos de mullida moqueta azul, paredes de color crema o champán (no me aclaro con estos nombres inventados para los colores) que combinaban bien, por contraste, con aquel. Mostradores de un negro reluciente. Plantas ornamentales por doquier. Aire acondicionado a la altura estadounidense. Empleados en camisa de manga corta y corbata.
La gente en la fila: tres con chaqueta, de los cuales uno con botas; dos mujeres con traje; doce o trece con ropas raídas y polvorientas. También yo iba bastante polvoriento, por otra parte: y eso que solo había bajado en la gasolinera y cruzado la calle. Hice mis gestiones, salí y en sumergí de nuevo entre las barracuchas.
La costa pacífica es solo uno de los aspectos de la Baja California. El interior es otra cosa. El interior era un sucederse de montañas y amplísimas llanuras ligeramente vivientes: como una pelusilla verde que ensuciaba enormes extensiones de tierra arenosa . Las rocas eran rojas y parecían de plastilina. Daban la sensación de ser blandas y moldeables y la impresión de que fuera a aparecer Pecos Bill o algún otro personaje de un simpático cómic del oeste; daban ganas de morderlas.
Paramos a comer en una casa azul donde una provocativa joven señora y su hija algo feúcha se masturbaban los oídos con empalagosas canciones de amor difundidas a un nivel de decibelios inaceptable. Eran corteses y serviciales. Amables. No sé qué negocio podían hacer en un lugar en que nos cruzamos a siete coches en 155 millas (250 kilómetros) pero parecían felices. Por la ventana, desde la mesa, se veía a un hombrecillo que con calma, solo bajo el sol, cavaba un foso. Aparentemente no se entendía el motivo. Pensé: “¡Está cavando su tumba!”. Tal vez por ello dejaba el montón de arena y piedra justo al lado del borde izquierdo de la fosa: para volverla a tapar fácilmente.
Las dos cultivadoras del amor romántico sirvieron limonadas, vamos, zumo de limón alargado con agua y hielo. Poco sensatas: la acidez del limón secó las glándulas apagando la sensación de sed, por lo que no ingerimos la cantidad de líquido que habrían requerido el viaje y el calor (no excesivo pero duradero). Quizás solo honestas.
Partimos otra vez, y de nuevo aquellas extensiones enormes coronadas por montañas. El fondo estaba tan lejano que ni con el zoom de la videocámara se apreciaba el aumento. De la carretera asfaltada que recorríamos se desviaban de tanto en tanto caminos de carro humeantes de polvo blanquecino que se adentraban rectos en aquellas extensiones, desapareciendo intonsas a la vista. Eran las únicas señales ciertas de la presencia de actividad humana, por un principio inductivo. En cambio, a la observación nada se revelaba.
Al término de uno de estos anchos valles la carretera remontaba, comenzando otra vez el juego con las suaves rocas, entre curvas no protegidas y trozos de plastilina caídos sobre la calzada.
Habiendo recortado el enésimo espolón y observado una vez más por entre la extraña materia en busca de algún personaje de cómic, mientras las ganas de hincarle el diente volvían a la boca, he ahí perfilándose una larga franja de intenso azul. El mar, de nuevo. La Baja atravesada. No es que sea una gran empresa, pero bueno...
El recuerdo más nítido es la brusca combinación entre el rojo de la roca y el azul del mar. Desde allá arriba no se veía la interposición de la arena blanco-grisácea. Parecía una gran pantalla atravesada por estas dos bandas, luminiscentes a causa del sol ya bastante bajo a las espaldas.
De esta costa del Mar de Cortés (no quiero llamarlo Golfo de California) recuerdo un restaurante en una aldea junto a la carretera. Catedral del desierto. El polvo arenoso que por allá todo recubre, se detenía milagrosamente a la puerta. La sala era enorme, creo que habría podido contener a toda la población del lugar, incluidos aquellos cerditos enjutos con que los chiquillos descalzos jugaban aquel mediodía, cincuenta metros más arriba, como si fueran cachorritos de perro.
Sillas de hermosa madera oscura se amontonaban en torno a mesas con manteles a cuadros blancos y rojos, adornadas con jarroncitos de flores, con prevalencia de pequeñas rosas rojas, de una elegancia un punto exhibicionista.
Muchos camareros, con pantalones y chalecos negros sobre camisas rojas, entonaban con los colores del ambiente, con la única nota, solo a primera vista discordante, de las servilletas blancas que llevaban perennemente consigo; aquel bien plegada sobre el brazo izquierdo, otro en la mano, otro apoyada sobre el hombro. Un par de televisores sujetos en el aire por estribos pendientes del techo, daban un aire gringo al ambiente. Algunos camareros languidecían mexicanamente inertes, otros estaban a merced del movimiento perpetuo, como electrones excitados en torno a un núcleo que no veía.
No había ningún cliente, aparte de un extraño tipo apoyado sobre la barra. Obvio. ¿Quién iba a haber, en un día cualquiera de invierno en aquel arenoso lugar de desierto sobre la costa oriental de la Baja California?
Nuestra entrada fue pues saludada como es debido, hasta uno de los camareros inertes pareció volver a levantarse un instante. El spin electrónico de muchos sirvientes alcanzó, sometido a la energía de nuestra entrada, niveles insospechados.
Me pareció evidente que un núcleo en torno al cual rotar tenía que haberlo: pero no lo identificaba. ¿Por qué esos electrones permanecían orbitando ahí dentro, sin motivo aparente, y no se liberaban saliendo afuera como portadores de energía para todo aquel páramo inerte? ¿Por qué permanecer  inertes y sin perspectivas?
Alguna fuerza allí debía constreñirlos. Opté por la observación científica, registrando tiempos y movimientos. Pero no podía trazar y así (como después quedó claro) no lograba poner en evidencia los picos, en verdad leves y a menudo no pertenecientes al movimiento principal. Fue así una vez más la intuición la que me procuró la clave.
Mi atención fue atraída por el único elemento anómalo de la escena. El extraño tipo que meneaba la cabeza tras la barra estando en pie delante. Tuve la impresión de que tras él había algo, alguien. Nonchalentement, comencé a balancear la silla hasta apoyar el respaldo en la pared.
Todo se aclaró cuando la vi a ella.
Estaba tras la barra, oculta por una vieja caja registradora de teclas metálicas prominentes. Por lo poco que vislumbraba desde mi precario equilibrio, era la quintaesencia de la feminidad. Tendría unos veinte años, y aún así el rostro, que se intuía dulcísimo y pícaro, mostraba recónditas madureces precoces. Esto lo entendí mejor cuando me levanté, falsamente apremiado por la necesidad de ir al baño.
Levaba una flor roja de tela en el cabello negro. Vestía una amplia camisa, tal vez de hombre, blanca. Era ella el equilibrio cromático de los camareros. ¿Los ojos? Negros, claro. Fuertes, intensos, desesperados.
Estaban en ella los colores de toda la sala, pero en proporciones aparentes opuestas. Aún así, el rojo de los manteles, de la decoración y de las camisas, recibía el color de aquella flor roja enredada en su pelo; el negro de los camareros y los camareros mismos se mantenían encendidos por sus ojos ardientes; el poco blanco distribuido en torno, era como una prenda o un lazo que ligado a su camisa impuesta -esta sí, muy poco femenina- la obligaba a permanecer allí para vitalizar el sitio.
Mientras cortaba el local y se me revelaba todo aquello, en la tele acababa una telenovela americana.
Sorprendí sus ojos, se apagaron por una fracción de segundo: ¡basta de soñar, estás prisionera en este restaurante para ricos gringos[1]!
Aunque inapreciable, la caída de tensión de sus ojos fue apreciada al menos por los jefes de camareros, reconocibles porque sus camisas estaban engalanadas con cursis chorreras. Tuvieron como una ligera excitación. Se dio cuenta el extraño tipo, el que me había tenido oculto el núcleo atómico, le dijo algo a ella con malos modos. Yo ahora tenía que entrar al baño. En la pantalla empezó una peli de Hollywood. Cuando salí, el tipo este tambaleante, con el pelo largo y sudado, le agarraba un brazo; pero ella no daba muestras de poderse liberar, pese a que de hecho habría podido fácilmente. Un “chorreras” se acercaba presuroso, pero se dio cuenta de la escena y paró en seco deferentemente. Fue claramente visto por ella pero no se movió. Solo cuando lo vio él se puso de nuevo en marcha. El asqueroso lo interpeló desagradablemente y el camarero jefe respondió preocupado. Vamos, que aquella escoria era el dueño del local y de ella.
Pero juro que ella habría merecido más incluso que la telenovela: protagonista de un sueño hollywoodiano. En vez de desperdiciarse refinando y dando alma a aquel grotesco restaurante. Yo habría querido ser el héroe que la salvaba, el caballero que desafiaba al malvado y se llevaba a la fresca rosa sobre el caballo blanco. Volví a la mesa.
Un tramo de la carretera costera junto al Mar de Cortés me quedó particularmente grabado, porque en él fui consciente de un detalle. También aquí, en estas rectas largas hasta más allá del horizonte esperado, pero anchas lo justo para dejar pasar a dos camiones en sus respectivos sentidos (si alguna vez pasaban), el arcén estaba salpicado de cruces. Costumbre habitual en nuestras carreteras nacionales, pensé al principio: año tras año, el medio de transporte más peligroso que existe, el automóvil, reclama su tributo. Claro que nuestras vías son recorridas por miles, millones de vehículos: aquí, en el silencio implacable, oyes de tanto en tanto un estruendo lejano, como de un avión -tal vez un cuatrimotor con hélices- que se acerca, después surge un punto luminiscente al fondo, hasta que descubres, cuando te pasa al lado como una flecha, que se trataba solo de una carreta de chapa. Esto me tenía inquieto.
Y fue allí a lo largo de aquel tramo donde quedé realmente impactado cuando, al observar con más cuidado, se me desveló la verdadera naturaleza de tantas de aquellas cruces. No eran un piadoso recuerdo. ¡Eran la señal cristiana de una sepultura!
Muchos aquí morían y muchos de los que morían ¡eran sepultados directamente allí, en la arena junto al asfalto! Se veía claramente, una vez comprendido, todo el perímetro del túmulo que cubría la fosa, con la cruz, pues, no clavada en la tierra sino colocada en lo alto del recubrimiento. Me pregunté dónde acababa la chatarra de los coches, pero recordé haber visto alguna entra las casuchas de los pueblos atravesados. Un cuerpo ya no sirve para nada, pero la chapa, el hierro, los cristales, los neumáticos, estos valen.
Y por desgracia, en esta zona de México demasiado al amparo del muro, hay también quien sufre la muerte en vida, condenado a la tumba de un restaurante. ¿Por qué, inerte también yo, no había sido un héroe de película?
Pero solo había sido capaz divertirme como un tontorrón con un aduanero de bigotes rojizos...



[1] En español en el original. (N.d.T.)

[2] Esta frase y la conversación que sigue están en español en el original. (N.d.T.)