Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Florida

25.09.2015 10:42

Una más y estoy a siete. Como los gatos. Por suerte no soy un gato. Espero. Hablo de las veces que he corrido el riesgo de morir. Al menos potencialmente.
Vagas pero verdaderas, por suerte aún me quedan. Al menos una.

La primera fue al nacer. Tres días encajado. Mi madre no pudo tener más hijos y a mí me ha quedado una discreta fobia a los pasadizos muy estrechos, que me impide la espeleología.
La segunda, no sé qué años tendría pero pocos, muy pocos. Íbamos al mar y estaba con un amiguito en una barquita: a cuatro, tres metros de la orilla; cuando el hermano mayor de este amiguito anunció, todo orgulloso de las habilidades recién adquiridas, que pasaría buceando por debajo de la barca, tuve un presentimiento. De hecho, emergió directamente bajo la barquita, volcándola con sus ocupantes. Me ahogué. Recuerdo los centelleos del agua mientras me hundía y tocaba fondo. Tragué. Luego… el agua tendría unos sesenta centímetros de hondo y el primer adulto que había por ahí me agarró y me sacó. ¿Qué estaría dentro, dos segundos? Igual hasta tres. Pero vamos, el miedo lo pasé.
Así, pasados los años de la inmortalidad, aquellos en torno a los ocho en los que uno se cree distinto al resto de la humanidad, tendría unos doce, cogí la motocicleta a escondidas. Estaba en Roma, vía Balbo degli Ubaldi, cuesta abajo. No sabía dónde ir, me arrimé a la derecha: a un cierto punto decidí dar la vuelta, haciendo un cambio de sentido. Y lo hice. Naturalmente, se me echaba encima un autobús. No me alcanzó, no ocurrió absolutamente nada. Pero no me alcanzó por cinco-diez centímetros. Si me hubiese alcanzado no sé cómo habría acabado. Pero no me alcanzó.
Y van tres.
De nuevo en el mar: 1985, Calabria, costa tirrénica, grandes olas. Para lucirme delante de la chica, baño. No conocía aquel mar ni aquellas corrientes. Una resaca fortísima, no conseguía volver a la orilla. Qué mal rato. Al final lo conseguí. Después, uno del lugar me explicó que allí hay que esperar a la tercera ola, dejar pasar las dos primeras y la tercera te lleva a la orilla. ¡Si lo hubiera sabido antes!
Análoga fue la de Mozambique, en Macaneta. Allí rocé el heroísmo, porque me lancé a salvar a un adolescente. El mismo problema de la resaca. No había mala mar, pero la resaca era oceánica, fuerte pues, favorecida por una determinada configuración de la costa y de los fondos. Este chiquillo, catorce años, se había alejado un poco, a unos quince metros de la orilla, y no sabía nadar. Un chico sudafricano y yo nos tiramos, y menos mal que éramos dos. Hizo falta un esfuerzo enorme para llevarlo a donde se hacía pie. El joven boer llegó antes que yo, aferró correctamente al chiquillo y empezó a arrastrarlo hacia la orilla. Después de varias brazadas, habiendo avanzado solo algunas decenas de centímetros, literalmente me lo tiró, exhausto. Me cayó encima, por suerte ganando algunos metros gracias al impulso del lanzamiento. Pero yo lo cogí mal, es más, fue él quien me cogió a mí y por  el miedo, fatalmente, se me agarró arrastrándome hacia abajo. Al final lo logramos, pero al salir noté un dolor en mitad del pecho muy fuerte. ¿Quién sabe?, ¿corrí el riesgo?
La sexta, fue en Florida.

Tampa había sido un dédalo de cruces. Habíamos acabado en un barrio pobre. A primera vista casi parecía mono, con aquellas casitas de madera y el verde de rigor delante. Pero bien mirado, se comprendía que no eran chalets, sino más bien cabañas bien hechas imitando chalets. El verde era agrisado, en el recuerdo lo veo como mugriento de hidrocarburos o tal vez enfermo de tumores que lo consumían. Algún anciano negro con evidentes signos de enfermedades mal curadas o incluso de alcoholismo, se sentaba en los portales y escrutaba con sospecha. Algún otro menos anciano se atrevía a hacerse a la calle con aire retador y pronto al desafío. Alrededor, la nada: en el sentido de nada de sentimiento humano. Los negros no hacían nada y esta nada infundía temor. Un apremiante anochecer invernal, y en Tampa con sol parecía más invierno que en Key West con lluvia, impedía ocasos románticos. Venga, con decisión, no importa la dirección. Por fin reaparecieron las señales de la Interstate 75, y todavía con luz nos encaminamos hacia el sur. De nuevo en busca de la Florida de las películas. Que empero por allí no estaba.
El nuevo milenio ha regalado una enésima temporada de fama a Miami. Nuestras catetas nuevas ricas “cruzan el charco” en cuanto pueden. Exfutbolistas e ignorantones no estereotipados que han invertido allí en inmuebles. Basándome en mis recuerdos, me he formado la idea, pendiente de comprobación, entiéndase, de que tanta fortuna deriva de una amplia circulación de cocaína a buen precio. O igual he visto sin tomar distancias Miami Vice. Puede, pero cuando yo la he visto Miami Vice ya existía, e igualmente la ciudad se mostraba tan ensalzada cuanto se me reveló decepcionante.
Ya en el avión, en lugar de deslumbrantes bellezas, había un pleno de viejos. Comprendí al instante que los ancianos americanos se trasladan a pasar su vejez en los estados más cálidos, y entre estos, probablemente la Florida se jacta de la primacía. Faltaba la presentación de las cazuelas, por lo demás era igualita a una de esas excursiones al santuario, salida a las 6:45 de delante de la estación, visita a las reliquias y al convento, comida en restaurante típico y a la vuelta demostración de sartenes antiadherentes. Simpático obsequio a todos los participantes. Cuando en coche se va desde Miami a la Beach, hay un puente tipo autopista con una gran arcada. Al enfilarlo, la vista queda oculta por la subida, mas llegando al culmen, la mirada se abre sobre la laguna y sobre la corona de hoteles de Miami Beach, que en aquel punto se extienden a los pies. Un espectáculo impactante.  Como para volver atrás y repetirlo. Luego, sin embargo, llegados al paseo marítimo desde el que no se ve el mar porque lo cubre aquel decorado de hoteles, superado el estupor inicial por algún trampantojo mural y algún que otro coche deportivo, la percepción cambia.
Tal vez me movió a ello el nombre del hotel, Marc O’Polo, pero bien pronto todo me pareció postizo, como la mozzarella sobre la pizza.

Una breve historia que merece un inciso. En Fort Lauderdale, Guido, un romano que se había casado con una americana, había abierto la pizzería “Solo pizza”. ¿Por qué “Solo” y no “Only” o “Just”? Porque las últimas cuatro cifras del número de teléfono, sucesivas a las fácilmente recordables de una especie de número 800, eran 7656 .Pero, a lo que parece, los americanos están acostumbrados a recordar los números de teléfono con las letras ya desde antes de la invención de los sms, como en aquel tiempo de mi estancia en Florida. Y así pues, he aquí la excusa para un homenaje adicional a la italianidad. ¿O quizás el homenaje era al corelliano Han Solo?
Fuera como fuese, tenía esta pizzería donde trabajaba un marroquí, otra cosa típicamente italiana. Cuando fuimos a buscarlo, Roberto y yo, nos decantó l’ Ammerica y nos ilustró sobre su trabajo. Pero no era uno de aquellos oscuros emigrantes que habíamos visto en los documentales Luce[1], era un buen mozo que había puesto en pie su bussiness tras haber hecho un estudio de mercado. Había ido allí porque después de haberse casado con l’ammericana había decidido seguirla, y se lo estaba tomando muy en serio. Si te lo montas bien, América puede ser todavía el país de los sueños. Su trabajador marroquí se acababa de comprar un spider descapotable rojo que era una pasada: lo había pagado, de segunda mano, a un precio muy razonable. Un galón de gasolina costaba lo que una botella de agua mineral. Así que con un coche como aquél podías ligarlo que quisieras por el paseo marítimo. Tenía los ojos ardientes, el marroquí. Guido era un buen chico, pero se había americanizado un poco demasiado aprisa. Con su entusiasmo de neófito de la ética del rendimiento lo veía todo positivo, todo estaba bien. Ya como italiano debía ser de esos perennemente optimistas despreocupados de la impresión de almas cándidas que podían causar. Entre las varias cosas que contaba detallándolas, estuvo el asunto de la mozzarella.
Nos mostró todo contento un pozal lleno de una cosa blanquecina. Podía ser cola de vinilo cuajada o sudor de foca del Maine emulsionado. Por cómo se coagulaba en pequeños grumos migosos, daba sensación de sintético.
Y de hecho: “Esto es mozzarella;  o sea, hecha en Chicago, es industrial”. Y la palabra ‘industrial’ llenaba la boca de Guido del sabor de la plana del Sele; es decir, de su pretendido recuerdo.
“¡Es buena!” magnificó arrancando un trozo que no se deshilachó ni siquiera un poco.
“Pruébala”, y me metió entre los dientes aquel mega-grumo.
Sorprendido, no pude echarme atrás así que comí. No es cuestión de describirlo. Y Guido, enfervorecido: “¿Qué? ¿Qué tal?”
¿Qué decirle? Me sentí Sergio en la tienda del padre de Rosella[2] y como Sergio me las apañé.
“Es industrial…”, respondí tratando de copiar el recuerdo de los búfalos de la parte de Paestum.

El reino de lo postizo estaba en Orlando. Postizo declarado, y tal vez por ello aceptable. Orlando es Disney World, y Epcot Center, y es también muchísimos otros parques temáticos, de los marinos a los Universal Studios. Fingidas pagodas, fingidas venecias, fingidos despegues con un cohete, fingidos terremotos en San Francisco; comida fingida, vírgenes fingidas, pecados fingidos. Pero lo más fingido de todo había sido la Root Beer. En mi ignorancia y en la ingenuidad que los nombres de las cosas y de los sitios tienen en inglés, sobre todo en el nuevo mundo, para mí que una marca o un tipo de cerveza se llamase “Raíz” lo era todo. Lástima que estuviera en el Reino de Disney.
Las camareras y en general todas las empleadas llevaban pesadas faldas marrones largas hasta el tobillo, en el sentido de bajo los tobillos. No corre el alcohol en el Reino. Disney es esta cosa de que el pato Donald tenga tres patitos en casa pero no sean hijos, sino sobrinos; y lo mismo para Daisy. Vamos, que alguien copula, pero en otras historias. En el Reino de Disney todo es, aparte de fingido, platónico. También el alcohol. Fingido y platónico. ¿Por qué llamar beer a una de las bebidas gaseosas más malas que existen sobre la faz de la tierra? ¿Por qué hacerla de un color que vagamente podría ser de una cerveza? ¿Quién ha copulado en lugar de Donald? ¿Quién se ha emborrachado en el mío? Y si al menos fuese buena: solo la Cherry Coke la encontré peor; sin ni poder beberla la escupí.
El estacionamiento de Disney World está tan apartado (todo a cielo abierto, el espacio no falta en la llanísima Florida) que para llegar a la entrada había uno de esos trenecitos con neumáticos, con locomotoras tipo tractor y vagoncitos abiertos. En cada uno de ellos un altavoz emitía música empalagosa y anunciaba las paradas en los diversos sectores del parking. Tras algunos minutos llegó inequívocamente frente a las taquillas y se paró. Probablemente exasperados por la musiquilla, Roberto y yo intercambiamos una mirada de acuerdo mientras aún frenaba y, en cuanto paró, nos lanzamos abajo. Nos bloqueamos, tal vez suspendidos en las respectivas posturas tras el salto, al darnos cuenta de que ninguno de los americanos se había movido. Justo mientras empezábamos a pensar en tener que volver a subir, del altavoz llegó el anuncio. “Hemos llegado, podéis bajar”. Fuimos sumergidos por una marea de gordinflones comiendo, de abuelas y abuelos con perneras cortas y los caps en la cabeza, de hipertrofiados físicos de alocado optimismo, de inevitables asiáticos maravillados como por un deber de educación. De los primeros que éramos nos quedamos los últimos.

Y así pues, estábamos en la Interstate 75 y empezaba el crepúsculo. La carretera estaba prácticamente dividida en tres calzadas. Las dos laterales  de doble carril, para los respectivos sentidos de marcha, mientras que la central, de igual anchura, era de hierba, con una ligera concavidad en el centro. Poquísimos vehículos en entrambos sentidos. Poquísimos, en el sentido de que se podían recorrer hasta cinco millas sin flanquear a ningún otro coche. Hay quizás un ancestral impulso de volver a la caverna antes de la oscuridad que empuja a acelerar para llegar al destino con al menos un poco de claridad sobre la cabeza. O tal vez es ese cóctel entre las primeras tinieblas (ilusión de no ser visto) y visibilidad todavía discreta (pretensión de seguridad) lo que hace aumentar la velocidad. O igual se corre para no pensar en la metáfora de la muerte del día. El caso es que en aquella hora que despertaba la añoranza se navegaba de largo más allá del inicuo límite de la 55 mph[3].
Agazapada como un animal de presa en el fondo de la calzada herbosa, no vimos a la patrulla de la policía armada de radar. Al poco, la reencontramos pegada al culo con la sirena ululante y la luces estrepitosas y guasonas. A través de un altavoz incorporado a las dotaciones exteriores del auto nos conminaron a algo difícil de entender en aquella voz graznante; pero no podía ser otra cosa que echarnos a un lado.
Paramos con dos ruedas sobre la hierba a la derecha del asfalto.
Fue allí donde me jugué la sexta.
De los dos, era el que hablaba menos mal el inglés y aún así había entendido solo el espíritu de la conminación, mas no la letra. Temiendo que los dos agentes continuaran los gargarismos por el altavoz, y por ende irritarles ya de entrada por no comprender lo que decían, tuve la idea maravillosa. Abrí la portezuela, bajé y empecé a gritar: “I don’t speak English!”. Había apenas puesto el primer pie en el suelo cuando los dos polis en uniforme gris extrajeron sus pistolas, se resguardaron alterados y tensos tras las puertas abiertas de par en par de su coche y me apuntaron nerviosísimos. En un flash me pasaron por delante todas las películas que nos habían estado haciendo ver, releí miles de artículos de periódico, no volví a ver lo infinitos vídeos de Youtube simplemente porque Youtube no lo habían inventado aún, sentí las balas silbar hacia mí tratando de prever las consecuencias del plomo entrando en mis carnes. Bien, por suerte esta última cosa fue solo parto de mi miedo. Los dos cops se detuvieron un instante antes de apretar sus gatillos. Volví al coche.
Estaba ya entro del habitáculo y aún esperaba sentir un disparo llegar, romper el cristal de la luna trasera, atravesar el reposacabezas y alojárseme en la nuca. Vuéltome animal por el miedo, solo sentí bajar su tensión cuando salieron de detrás de las puertas y vinieron acercándose a nuestro coche.
Creo que me salvó el haber salido con las manos bien a la vista, en una instintiva señal de rendición. La rendición era frente a su inglés, por suerte ellos debieron valorarla como un mensaje de no beligerancia y eso les hizo reflexionar aquel poquito que bastó para no dispararme.
Iban seis.

Recuperado del susto, entonado el mea culpa, volvimos a ser los que éramos y fuimos hábiles para virar la historia de posible tragedia a farsa. Los dos del uniforme gris con una banda amarilla a lo largo de los pantalones eran el sargento Lee y el agente Ramírez. Inmediatamente nos centramos en el latino[4]. No en la lengua, obviamente, sino en el agente de apellido chicano. No nos  costó nada entablar conversación. Prácticamente era de nuestra edad. Tampoco Lee era mucho mayor, pero su corte nazi de sus rubios cabellos, el sombrero de estilo colonial aunque gris como el uniforme, incorporada sobre el casquete craneal escondiendo los cuernos y la mirada dura del que tiene miedo de razonar, lo hacían aparecer más maduro, es más, casi marchito. Ramírez para empezar se quitó el sombrero, que no había ya un solo rayo de sol del que defenderse. Había hecho la mili en la Armada y ¡había estado en Gaeta!
“¿Gaeta? ¡Entonces conoces a Davide!
Nos siguió: “¿A qué Davide?”
No nos lo podíamos creer. “Davide, ése que su hermana está tan buena…”. Probablemente en el medio-inglés mezclado con medio-español e italiano de película de mafiosos, se nos escapó la así, en romanesco.[5] Los gestos fueron más eficaces que cualquier tentativa lingüística.
Ramírez se ensanchó en una bella sonrisa y repitió los gestos descritos, asintiendo con la cabeza. Mientras, el sargento Lee escribía, siempre con el sombrero obcecándole el cerebro.
“Ah, sí, dices que sí: o sea que has salido con la hermana de Davide”. Nuestra voz se había vuelto resentida. “Davide es nuestro amigo.”
El agente Ramírez, mejor dicho, el marinero Ramírez, alguna salida con una mujer, en Gaeta, debía haberla tenido. Entró al juego y habría podido ser el inicio de una amistad. Lo negó, nosotros insistimos en que igual no se había portado galantemente, reímos juntos. Entonces llegó lee. Ramírez le habló un momento. La cara del sargento se mostraba asqueada de tanta amistad latina. Sacó la multa, un fijo más un tanto por cada milla sobre el límite. “Pay your fine at Seven Eleven!”, ladró Lee. Teníamos que pagar la sanción en el 7-11.  “Seven Eleven of what?”, pregunté para enterarme al 711 de qué calle, edificio, salida de la autopista u otra diablura americana, debíamos ir para extinguir la responsabilidad. Ramírez nos explicó que el Seven Eleven era una cadena de supermercados. La multa se pagaba en la caja del supermarket. Por aquel entonces, en estas latitudes, no había estancos u oficinas de recaudación donde pagar las multas. Caja de ahorros o giro postal, y punto. Probablemente tal constatación nos hizo sonreír un poco. Lee debió interpretarlo como la sonrisa burlona de dos latinos incubando la idea de nunca jamás pagarán una multa al Estado de Florida, teniendo que regresar a Italia al cabo de pocas semanas. Así que se inventó la amenaza. Nos amonestó que, caso de no haber pagado, al presentar el pasaporte en la aduana nos sería retirado.
Quería hacerle “buu” cuando Ramírez nos dijo, con el aire de un viejo amigo sabio, que si en vez de estar en Florida hubiésemos estado en Alabama estaríamos arrestados. Los ojos del sargento Lee lamentaron no encontrarse en el Estado colindante.

Antes de que encontrase una excusa, nos marchamos cabreados, encerrados en un mutismo que la oscuridad sobrevenida no ayudó a disolver. Tampoco las bajas y monótonas cortinas de verde que ininterrumpidamente cerraban la vista a los lados de la autopista predisponían al buen humor. Y aún menos la soledad y la obligación de las 55 mph. Probamos a encender la radio, pero la lengua del sargento Lee la odiábamos. Apagamos. Más decenas de millas. Nos acercábamos a los Everglades siempre negros. Entonces Roberto llevó la mano a la radio, acompañando el gesto con una palabrota. Salieron unos acordes rotundos.
Háblame de ti bella señora,
háblame de ti y de lo que sientes
háblame de ti de tus silencios,
háblame de ti de tus amantes,
sí, de tus amantes.

háblame de ti bella señora, de tu más secreto, de tu noche oscura...[6]
Aquella canción sellaba el pacto latino entre la lengua de Ramírez e Italia. Reímos, y en la noche oscura intuimos sereno el cielo sobre Florida.

 



[1]  Los documentales del “Istituto Luce” vienen a ser el equivalente italiano de los españoles “NO-DO Noticiarios Documentales”. El instituto Luce ((L'Unione Cinematografica Educativa: es claro que “luce” significa “luz”) fue fundado por el fascismo en 1924 y relizaba filmaciones de propaganda para proyectarlas en las salas de cine. El mismo tono retórico y grandilocuente de aquellas filmaciones se mantuvo en la posguerra, hasta el punto de constituir un modelo perpetuado durante décadas: objeto del sarcasmo de las generaciones más recientes aunque en cierto modo respetado. Hoy, el Archivio Storico Luce constituye un precioso elemento para reconstruir la reciente historia italiana. (N.d.T.)

[2] Referencia a una famosa escena de la película “Borotalco”, de Carlo Verdone (1982): https://www.youtube.com/watch?v=JiF44RVoekA. (N.d.A.)

[3] El original “…in quell’ora che volgeva il desio si navigava...” usa intencionadamente la célebre expresión del primer italiano usada por Dante Alighieri en el Canto VIII del Purgatorio (Era già l'ora che volge il disio / ai navicanti e 'ntenerisce il core / lo dì c'han detto ai dolci amici addio;…). (N.d.T.)

 

[4] Juego de palabras intraducible: el latín, la lengua latina, en italiano es el latino, lo mismo que el adjetivo que hace referencia a los naturales de los pueblos de Europa y América en que se hablan lenguas derivadas del latín. Por ello, a continuación aclara “no en la lengua, sino en el agente”. (N.d.T.)

[5] En el original, de hecho, este “tan buena” se expresa con la palabra “bbona”, que es la manera en que, en Roma, se define a las mujeres sexualmente atractivas, con la típica fuerte aliteración de la pronunciación romanesca. Pese a ser simplemente el equivalente de “buona” (buena), cuando se dice de modo inequívoco a una mujer, no deja lugar a dudas sobre su significado: en cierto modo, aun siendo vulgar, es un piropo. En uno de sus “Incontri”, el famoso periodista Indro Montanelli contaba de una actriz americana de los años 50 que, venida a Roma para rodar una película, se sentía llamar de aquel modo y, obtenida la traducción “good”, no comprendía el motivo. Hasta que alguien le proporcionó una traducción mejor: “good for”. Entonces entendió. Y, a lo que parece, se enorgulleció de ello. (N.d.T.)

[6] Se trata de “Bella señora”, del álbum “Vida” (1980), cantada por Emmanuel (www.youtube.com/watch?v=FWrXDxNFykU); versión en castellano de “Bella signora”, cantada por Gianni Morandi (“Varietà”, 1989), escrita por Lucio Dalla y Mauro Malavasi (www.youtube.com/watch?v=Bfn5nzBdJwQ). La canción en Italia es popularmente recordada en la discografía de Dalla, que a menudo la ha cantado junto a su amigo Morandi. (https://vimeo.com/103508406). (N.d.A.)