Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Guadalajara

23.05.2014 10:05

No recuerdo nada. He probado a buscar con Google Earth y con Street View pero es como si mirase una ciudad inexplorada.
Es extraño que haya vuelto a pensar en ello solo ahora. Ahora que he vuelto a verla, mamá con una hija mayorcita todavía colgada de ella, después de haberla dejado a punto de encauzar su vida hacia algo de cierto. Poco más que una niña, según la expresión habitual. Pero he aquí por qué no reconozco ni siquiera aquella iglesia, por qué las pocas impresiones relativas a los lugares me llevan a imaginar un pueblecito, y no ya una ciudad, por qué casi me confundo y me pregunto si no se trataba de la más equidistante Sigüenza, donde ella quería encontrarme. Es porque me supera la inmensa magnitud del fracaso.

La única imagen que recuerdo bien es tan prosaica que roza la vulgaridad. La pequeña explanada de la estación de autobuses, y el mío que parte, tras el suyo, y mis ojos fijos en el baño que pasa de izquierda a derecha en el momento exacto en que mi vejiga me indica estar llena. ¡Pobre de mí!, de aquel gris día invernal este es el recuerdo más fuerte, el único nítido. En fin, es inútil hablar de las causas del fracaso ya acaecido. Más divertido y cínico contar aquello, banal, ocurrido en aquel 31 de diciembre.
Sí, era el último día del año, y para aquel encuentro, habíamos robado tiempo, sobre todo ella, a los preparativos y la espera de las respectivas veladas, en dos ciudades distintas, en las dos direcciones opuestas respecto a donde nos habíamos citado. Para volver a vernos. Había surgido la ocasión.

Estoy seguro de que fuimos a comer a un restaurante. Ambos habríamos podido apañarnos con unas tapas o un bocadillo. Pero no, y de esto estoy seguro a causa de las consecuencias: comimos en un restaurante. Puede que tuviese las paredes de piedra. Puede. El caso es que el frío lluvioso de aquel San Silvestre me indujo a pedir una sopa humeante. Tal vez para calentarme, quién sabe, tal vez para, inconscientemente, autocastigarme. Estaba buena, sí, sí. Qué más comí no lo sé. Recuerdo la sopa por sus consecuencias posteriores. De qué era, no tengo más dato para saberlo. Probablemente de algo que había picado mi curiosidad. Estaba además bastante salada, no tanto como para echarla a perder, pero cloruro de sodio había.
Terminada la comida, el momento del adiós era inminente. Solo el tiempo de ir a pie, siempre en el frío húmedo, a la salida de los autobuses. Un camino demasiado corto, abrazos, gracias por los respectivos regalitos, enésimo interrogarse sobre el significado preciso dado por los españoles a su “¡adiós!”, más abrazos, ya su autobús a punto de partir. Y partió.
El mío lo haría no muchos minutos después, por suerte.
¿En qué emplear aquel breve demasiado largo tiempo? Un paseíto hasta la calle de más arriba, igual lo di. Cuando los minutos ya eran pocos, miré la pequeña construcción de las toilettes y me dije de ir al baño. Me respondí: “No se me escapa”. Además el viaje era de ni siquiera una horita. Así que el bus partió con mis humores encima.
Siempre, en todo el mundo, en el momento exacto en que el conductor arranca y las ruedas empiezan a moverse, se oye un suspiro colectivo, quedo pero rotundo. Entre el por fin y el ya. A veces acompañado de una última mirada, de una impresión final sobre la retina del lugar en que se ha estado. Partir es un poco morir… No sé quien moría entre los otros ocupantes de los asientos. Los miré. Iban vestidos de modo un tanto discutible para los cánones itálicos. El aire vagamente de pringao de quien a fin de año toma una autobús bajo la lluvia. A causa de la estresada condición sicológica yo opté por el paquete completo suspiro-mirada, y suspiré y miré de nuevo la caseta de los baños y la vejiga gritó.
Fue un grito lacerante, una recriminación, una petición de auxilio. El calducho caliente salado fue ayudado por el frío. Se había precipitado todo allá abajo, con la complicidad del ansia obsequiada por la constatación de que el baño se iba. Si los demás están empañados, este recuerdo es nítido como si lo estuviese viviendo ahora mismo.

“Quizás sea como en Brasil, y hay un servicio a bordo.”
No es como en Brasil. Tengo que aguantar. Es fácil si no piensas en ello, ¡y sobre todo si no has bebido un abundante cuenco de sopa, de sopa de algo! Resistir. Pruebo a mirar por la ventanilla. Todavía hay semáforos. Todavía las casas de la periferia, junto a alguna nave, tras las que se entrevé una línea ferroviaria. La marcha lenta y el ralentí aumentan el nerviosismo y, con él, la necesidad. ¿Qué hacer? Hace falta una solución, pero ¿cuál es la solución a un impelente estímulo fisiológico en un autobús de línea que no prevé un baño entre sus dotaciones? Distraerse, no pensar en ello, fijar la atención en algo. Sí, claro. Lástima que sienta el líquido presionar sobre el conducto, el único que tiene a disposición.
Finalmente el autobús sale de la aglomeración urbana, situándose en una vía rápida que desciende poco a poco. El recorrido corresponde a la bisectriz del gran ángulo compuesto por la Sierra de Guadarrama, al noroeste, y la Serranía de Cuenca, a noventa grados hacia el este respecto de la primera. Dos cadenas no especialmente elevadas y además un poco separadas por lo que parece un larguísimo paso, precisamente franqueado por esta antigua ruta. La sierra la veo a la derecha, al fondo de la gran llanura en descenso surcada por las no frecuentes aguas. No, aguas: qué fea palabra…

¿Por qué no habré cogido el tren? El tren tiene baños. En el tren me habría aliviado fácilmente. Igual había querido ahorrar. Tal vez poco dinero. Por aquel poco dinero de más ahora me habría aligerado sin problemas.

Y en cambio los problemas los tengo. ¡Vaya si los tengo! El deseo aprieta fuerte sobre la moral, es más, sobre la moralidad. Quiero hacerlo. Sí. ¿A quién le importa? ¡lo hago! ¿Y si luego no sale? Lo he oído decir, que si lo retienes demasiado luego no sale. Vaciar la vejiga. Tendría que hacerlo.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto hace que estamos en marcha? Se escapa. Mmh… no hay mucha gente atrás. Voy atrás. Busco posiciones que me alivien, un poco lo logro.
De repente, inesperadamente, el autobús se arrima y se para. ¡Bajo, bajo! Pero no es una parada, solo una brevísima detención para que suba una pobre mujer que espera en la larga carretera entre campos. Sí, desde hace un rato hay campos, lugar ideal para bajar y cumplir. Si hace otra parada bajo, procedo, y luego espero pacientemente al próximo autobús.
No es tarde, pero la grisura de la jornada anticipa la noche en un crepúsculo prolongado. Es el último del año. ¿Y si no hay otro trayecto después de este? Me quedo en el campo de la Meseta. O puedo hacer autostop. Voy bien vestido; me había vestido estúpidamente bien para el encuentro y un tipo encorbatado infunde confianza. La esperanza me da una pizca de aguante. Pero desaparece rápidamente. El estímulo empuja, infla, dilata, arde. El estímulo es fuerte. La derrota parece a las puertas.
Y para colmo la maldita corbata; la aflojo, me ahoga. La aflojo más. Me la quito. Debo aguantar hasta el final de línea. En realidad no está dentro de la ciudad, así que no habrá demasiado tráfico. Las estaciones del metro –no es Roma–  a menudo tienen baños. Avenida de América es la interconexión con los buses, ¿me vas a decir que no lo habrá? Igual lo consigo. No, no lo consigo. ¡La bolsita del regalo! El paquete lo llevaré en la mano, ¡ya ves tú! Lo haré en la bolsita. Me escondo bien tras el asiento y ¡hale!...
Se vuelve a arrimar el bus. Segunda parada, perdida: y con ella la posibilidad del plan de evacuación campestre y aquella de pasar la noche bajo un carbol castellano. Pero tengo mi bolsita. Ahora estoy a eso. ¿Cómo me pongo? No deben verme, si no, mira qué vergüenza y encima si sé que me ven me bloqueo y entonces es aún peor y tengo que estar atento a no ponerme perdido a ver si va a subir uno y viene a sentarse a mi lado y me pilla todo empapado. Tampoco es fácil encontrar una posición. Pienso más desde un punto de vista teórico que desde el práctico. Nada de forcejear con los pantalones antes de estar seguro de que no me ven y de que no he dado a entender cuáles son mis intenciones. ¡En mi vida me había visto en una semejante!
El autocar sigue. Anda que… ¿no podría ir no un poco más rápido? Sudo, frío o caliente no sé. Aprieta, el líquido aprieta. Solo de imaginar la satisfacción de liberarme, la conciencia innegable de no poder hacerlo hace la tortura insoportable. Tortura, eso es: es exactamente una tortura. ¡La bolsa, la bolsa! Pero ¿cómo hacerlo? La verdad es que pensar en la solución-bolsa es un excelente remedio contra las consecuencias de la prefiguración de la satisfacción liberatoria. Las inhibiciones del cómo tapan la inminente via. El cinturón lo he desabrochado hace rato, pero si desabotonase el pantalón sería irreparable: la asociación gesto-micción desencadenaría inmediatamente una orden que no se podría revocar. La voz que ya martilleaba en la cabeza se hace más apremiante: ”¡hazlo, hazlo, qué más da, hazlo!”. Casi le hago caso. Total, quién conoce a estos, estos pobres que la tarde del último día del año están todavía aquí en el autobús. Me lo recriminarán, ¿y qué? ¿Qué pasa, acaso estáis mejor vosotros, con un futuro banal y sin un pasado como el mío, quizás doloroso, pero grande, elevado, incluso noble? Y yo aquí, en este más que maldito bus sin baño  –¡ay…calla! ¿no  estaba bajo la escalerilla? Una vez, en Turín, estaba bajo la escalerilla. No, no está, no está– estoy porque he tenido el encuentro, yo no soy de aquí, pero vosotros, ¿qué ibais a mirar asqueados? Sois unos desgraciados. Y, al fin y al cabo, no lo he hecho en el suelo, ¡joé,  que he llenado la bolsa! Ahora bajo y la vacío, así que ¿qué?.
Deliro. A ver, ¿tengo la vejiga infectada y ahora que está demasiado llena la infección sube por las vías urinarias?…Infección de vías urinarias: existe. Sudo. Es la fiebre. La fiebre ¿qué si no? Hay un tipo sin edad, o el trabajo lo ha envejecido precozmente o igual tiene mucha más de la que los vaqueros y la mochila –no de estudiante, de trabajador- harían pensar. Es un hombre fuerte, de músculos duros. Calvo, con el pelo blanco -¿precozmente blanco?- sólo a los lados y en la nuca, con una nariz importante y los ojos grandes y expresivos. Es indescifrable. Más allá de la edad, también su condición. Recuerdo que antes de subir llevaba un gorro de lana en la cabeza. El rostro expresa conciencia, podría ser un profesor de filosofía distanciado de las cosas del mundo, aunque el enrojecimiento de las escleróticas me lleva más hacia el polvo de la obra. Él se ha dado cuenta, sí, porque se vuelve a escrutarme. Ha debido hacerlo al sentir que me movía. No como la gorda que ocupa dos asientos y había vuelto su cara aporcelanada solo por hastío. Aunque en el fondo ella es más de temer. Solo por cómo ostenta su obesidad se la ve dispuesta a considerar solamente unas exigencias, las suyas. El otro no: si ha comprendido, ¡también sabrá hacerse cargo! Quizás hace filosofía sobre los andamios.
Aprieta. Pruebo con la posición de parto, que me alivia un momento. Al cabo de pocos minutos descubro que así la próstata se ha quedado sola y, de repente, se rebela.  Se me ocurre la comparación con un viejo odre destapado. Si está derecho, todo tenso, el agua presiona sobre el fondo y extiende las costuras, pero como lo apoyes, se afloja y el agua se desborda por el tape que falta. No tiene nada que ver este ejemplo con la próstata, pero el odre con la vejiga sí, y no creo que la vejiga tenga costuras, pero igual sí que ha sido proyectada para soportar cargas menores, y está claro que algún daño se me está produciendo, vaya. Cambio de posición, me deslizo con las rodillas hasta el suelo y me vuelvo hacia atrás, de manera que me encajo en el espacio para las piernas inclinado con el pecho apoyado en el asiento y la frente tocando el respaldo. Me comprimo con los ojos cerrados aplastados contra la tapicería; cuando los vuelvo a abrir tengo por fuerza que girar la cabeza hacia y lo hago hacia la ventanilla y veo una aeropuerto ¡estamos cerca! Pero es pequeño, y lo aviones que allí están pequeñísimos. Me parecen aviones militares. Sí, es un aeropuerto militar. ¡Maldita sea! ¿dónde estamos? ¡Ah!, hay otro aeropuerto, este es grande. Y ese avión que aterriza es un trimotor, quizá un 727, es un aeropuerto civil, es el Aeropuerto. Estamos cerca. Los últimos kilómetros son tal vez los más difíciles. Otra vez con los semáforos. “¡Verde, te lo suplico, quédate verde!” Pequeña la satisfacción si hay suerte, grande la desilusión si se pone rojo. Los tumbos del tráfico urbano son tremendos. Siento un alfiler clavado en la uretra que pincha cada vez más fuerte. Me agarro con las manos al asiento de delante para tratar de amortiguar: algo consigo. El autobús emboca la Avenida de América, dándome una leve satisfacción, que aumenta en cuanto diviso la parada de metro homónima. ¡Horror!, de repente, otra vez. He pensado que debo volver a abrocharme el cinturón, pero me he dado cuenta de que es imposible. Los pantalones son un poquito anchos y sin cinturón me ha quedado la barriga al aire. Que es lo que buscaba, por otra parte. Pero ahora, ajustar el cinturón abriría el surtidor. Aun bajo presión, el cerebro trabaja, por suerte. Así que me abrocho el cinturón al último agujero, saco la camisa por fuera y totalaquiénleimporta si está arrugada. La corbata ya anda por ahí. Me pongo en pie y hago mis cálculos con la nueva posición. ¡Venga, va, daos prisa en bajar, hombre! La gorda se desliza fuera del asiento y bloquea el paso. Con mirada hosca recoge lentamente bolsas, bolsitas, abrigo, bufanda, sombrero, sopesando cada cosa como para reconocer cuál es su función. Pasarle por encima, imposible, incluso matándola ocuparía demasiado espacio. El filósofo del andamio mira, ve y grita con voz autoritaria algo al chófer. La puerta de atrás se abre. Me vuelvo un instante buscando su mirada. Gracias.

Por fin estoy en la acera, y con el paso ajustado -o sea, ni demasiado lento como para perder tiempo, pero en modo alguno rápido porque no lo puedo mantener- voy a la escalera mecánica, y bajo. Llegado abajo, con gesto seguro me pongo a buscar el baño. No veo el símbolo. Me asomo a algún pasillo, con la certeza de encontrarlo. Nada. ¡Pero tiene que haberlo! La capacidad de decisión es uno de los principales recursos en la vida. Luego, casi siempre nos equivocamos: pero si no elegimos no vivimos  nuestra vida. Así que elijo. Solo hay dos paradas hasta Príncipe de Vergara. Me precipito hacia el túnel de la línea 9, dirección Pavones, y pillo un tren casi al vuelo. Los éxitos dan fuerza. Aguanto. Un sitio libre. No, no, ya no puedo sentarme. Pero aguanto. Núñez de Balboa, y aquí está, Príncipe de Vergara. Estoy fuera del tren. Los ojos rastrean los símbolos. Ni rastro del de los servicios. ¿Será distinto? No, qué va, lo recuerdo, cuando no me hacía falta lo veía en todas las estaciones. Bueno, da igual. No está. Punto. Decisión, decisión. Me meto por el pasillo que lleva a l línea 2, llego al andén. ¿Estaría aquí, el retrete? Tampoco aquí. Mientras, siento el efecto pistón de aire, llega el tren. Aparento calma y subo. Solo tres paradas para Sevilla. No dura tanto. Llega, una escalera mecánica está parada, todos usamos la otra, asomo las narices a la calle. Está definitivamente oscuro.
El hotel está realmente a pocos metros. Siento caerse los pantalones. Camino con la barriga hacia afuera. Sé que voy despeinado. El concièrge me mira con pinta amable y como interrogando qué quiero de él. La llave, ¡tonto! Se gira con calma y antes de entregármela se asegura de que haya notado su sonrisa de siervo infiel. Síndrome de bondad de la época navideña. Dos veces tonto. Agarro la llave proponiéndome no dar importancia al asunto. Aún no estoy en la habitación. Tendría gracia, ahora, soltarlo en el ascensor. Ni en el bus, ni en la bolsa, ni en un bolsillo de la gorda. Ni tampoco en Avenida de América, ni en Príncipe de Vergara, ni en Sevilla, donde ya no tenía sentido ni buscar el baño. No: aquí, en el ascensor.
Tal vez verme tan desastrado en el espejo me disuade de la gamberrada. Entro en la habitación, tiro al suelo cuanto llevo  en las manos, mejor dicho, lo dejo caer, abro la puerta del baño, entro, me acerco al váter, abro los pantalones y…

Las alarmas se colocan en una casa en la que hay alhajas que proteger. Pero los ladrones saben robarlas igual. La sirena suena, pero nadie corre. Así que la casa se queda sin las alhajas pero con las alarmas. Después, un ratoncito entra por una grieta. La sirena suena y, esta vez, todos acuden corriendo. Se movilizan, comprueban, les invade el frenesí, acordonan, rastrean. No encuentran a los ladrones. Y entonces les asalta el pánico y vuelven a empezar la operación. Cuando están a punto de rendirse, de debajo de una alfombra asoma el ratoncito, que sale corriendo y se escapa por la misma rendija.

Solo un triste chorrito tintineó en la cerámica del sanitario, como si los músculos de la vejiga se hubieran paralizado. ¿Esto es todo?
Tenía una vejiga sin oro. El ratón del malestar había hecho saltar la alarma. La evidencia del fracaso. He aquí por qué de aquel día no recuerdo los lugares físicos y sí solo una vulgar exigencia fisiológica.
Porque había visitado una casa sin oro. Porque no había visitado Guadalajara. La había visitado a ella, un lugar donde había sido feliz. Error.