Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
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Holanda

05.04.2014 19:42

Comprendí la actitud de los holandeses hacia el agua observando admirado el modo y la velocidad de vaciado de la bañera en la habitación del hotel, en Alphen aan den Rijn, en Holanda. Holanda.
Es Holanda un concepto de difícil comprensión. Evoca el triunfo del hombre sobre la naturaleza, pero unido al espectro de represalias enormes. Los dedos introducidos en el dique no siempre van a lograr su propósito.
Mientras tanto, ya es difícil en las latitudes latinas definir Holanda, nombre que, descuidados o ignorantes, damos a veces a un estado que en realidad se llama Países Bajos. Sí, cierto que tal nombre no dice gran cosa; pero así se llama. Nederland, la tierra baja: pero no una sola, porque hay más de una, y con nuestra Holanda está también Zelanda, y además están Güeldres, Frisia y la zonas norte del Limburgo y el Brabante, que en realidad bajo no lo es mucho, es más, forma incluso una especie de colinas: y en fin muchas otras, entre las cuales Overijssel, la región sobre el río Ijssel, que ninguno ha logrado ni traducir al italiano, ni mucho menos pronunciar bien.
Pero es lo cierto que el corazón de estos Países es precisamente Holanda, que es el más bajo de todos. ¿Se puede vivir, se puede decidir que el futuro de los propios hijos y de los descendientes estará bajo la amenaza de la inmersión? Los holandeses lo hicieron y continúan haciéndolo. Tienen agua por todas partes, porque, si estás bajo el nivel del mar ¿adónde va la lluvia cuando llueve? ¿dónde desembocan los ríos? Así, en el curso de los siglos han aprendido, como todos sabemos, a tratar al agua como a un enemigo al que hacer amigo.

Y la bañera del hotel de Alphen aan den Rijn se vaciaba como si el agua encontrase de improviso una brecha en el frente y, rehén como era, escapase de prisa y a escondidas hacia los suyos. Conservo una especie de evocadora fascinación hacia aquella pequeña ciudad del sur de Holanda. En realidad no me ocurrió nada, solo guardo un recuerdo algo dulce y con un poso de tristeza en el ambiente. Aunque hermoso, aquel mundo norteño lleva inherente a él la esencia de la tristeza.
Acorde a ella salí de todos modos a dar una vuelta en busca de lugares e ideas. Busqué la calle principal; había una que parecía serlo, perpendicular a la que atravesaba el pueblo. Pero era demasiado anónima, y quedó desierta al cabo de una cuarto de hora con el cierre de la actividad comercial. Entonces observé mejor. Tuve que dirigir mi atención unos pocos metros más abajo. Era como en Venecia: Venecia tiene el Corso, solo que no puedes atravesarlo a pie sino en barca. Pues así en Alphen.
La vida nocturna, aunque escasa como era normal que lo fuese dadas las dimensiones del pueblo, se extendía complacida sobre las orillas de un canal, principalmente sobre la más occidental, pero no solo en ella. Cafés, restaurantes de moda, un chino, todos con mesas al aire libre durante la estación propicia, salpicaban de luces y colores el muelle gris, acompañados de franjas de vegetación doméstica o domesticada, en busca de una imagen idílica que conservaba en sí, no obstante, aquella componente triste que la constituía. Quizá eran los ladrillos a cara vista, ladrillos por todas partes.
Pese a todo el conjunto era agradable y predisponía bien el ánimo, invitando a descender los pocos escalones junto a la cabecera del puente que cabalgaba el no largo canal de Alphen aan den Rijn, Alphen sobre del Rijn.
Vaya por delante que yo sabía que no era aquel Rijn el Rin, como pudiera pensarse, entre otras cosas porque esta singular gente lo llama el Waal. No, sabía que el Rijn es un río bien pequeño, pero que consigue igualmente contribuir a la creación de un laberinto. Su agua, si lo entendí bien, se pierde en miles de canales, canalillos, represas, acequias. Entender la orografía de los Países Bajos no es fácil, y los nombres de los cursos de agua no ayudan gran cosa.
Así como el Rin se convierte en Waal (aunque luego en los mapas holandeses el tramo aguas arriba de Nimega, lo mismo que aquél que discurre por Alemania, sea llamado ¡Rijn!), también otros ríos cambian de nombre según el tramo. O al menos eso entendí aunque, en definitiva, el Lek, que está allí, entre Arnhem y Rotterdam ¿de dónde viene? Parece ser un ramificación del Waal, mejor dicho, del Rin, aunque quién sabe.
Ijssel hay por lo menos tres: la “lisa”, la Oude, esto es, la vieja, y la hollandsche, holandesa. Y si el Maas (el Mosa), que viene de más al sur del Waal y junto a éste pero siempre a su izquierda, forma el Holland Diep, ¿por qué después, más hacia el mar, Dordrecht y Rotterdam -que están más al norte y por lo tanto a la derecha del Waal- se asoman al Maas como recitan las enciclopedias? ¿Han construido un paso elevado de agua? No lo ví.
En definitiva ni siquiera determiné bien de dónde venía el Rijn (aquél de Alphen), solo sé que tras cientos de diques y presas llega extenuado a descansar en el Nordzee después de Leiden, en las cercanías de las dos Katwijk contiguas: aan den Rijn y aan Zee.
Y que encima no es simplemente el Rijn sino el Ouden Rijn, pero no he encontrado ningún Neuwen Rijn.
Espero que todo este torbellino de nombres, que seguramente crea una buena confusión, dé una idea de lo difícil que puede ser entenderse con el agua en los Países Bajos. Yo me he liado a menudo . La primera vez, recorrí casi toda Holanda del Norte en busca del Ijsseldijk. Quería ir a ver la larga barrera que desde el Mar del Norte, o mejor desde el Waddenzee, el tramo de mar comprendido entre la costa y la corona de las Islas Frisias, separa y protege el enorme espejo interno del Ijsselmeer y los polderen que de su saneamiento han surgido. No la encontraba, preguntaba y la gente no sabía y me mandaba a derecha, a izquierda, de nuevo a la derecha, volvía a preguntar y me mandaban varios kilómetros más adelante.
“¿Isseldijk?” se preguntó asombrado un calvo largo como un espárrago.“Esto es Ijsselmeer...” se dijo a sí mismo más que a mí, apuntando con la nariz hacia el azul poco distante y subrayando con la voz el meer. “Well, Ijsseldijk... It must be somewhere...”, “Debe estar por alguna parte...” continuó, pensando más bien en cómo decirme que no creía siquiera que existiese cosa alguna correspondiente a ese nombre.
“The long dike where you have on one side the Waddenzee and on the other side, some meters lower, the Ijsselmeer” puntualicé escolarmente.
Entonces pareció entender, pero estornudó.
“¡Afsluitdijk!”
“¡Salud!”
Pero no, aquel tropel de sonidos pronunciados por el holandés como una única sílaba, eran el auténtico nombre del dique, que de ningún modo se llamaba como yo me había metido en la cabeza. Solo que yo no lo entendí, por lo que la conversación continuó brevemente en el recíproco malentendido y no recabé ninguna información útil, ni entendí las precisas indicaciones que el espárrago me estaba proporcionando. Como Dios quiso, antes o después caí en la cuenta, y me percaté de cual era su denominación.
Y es que Holanda no es fácil.

La vida es tranquila y productiva. No sé si esto es bueno o malo, pero es así. Es tranquila como aquellos inmensos estanques a los que ellos, los holandeses, acceden directamente en barca desde casa. La bajan de la puerta al canal, unos pocos metros, y allá van sobre aquellas láminas azules, a menudo reclamadas por las brumas y de las que, también a menudo, se enamora el hielo. Y es también productiva. Allí está Rotterdam para dar testimonio, tan atareada, tan reconstruída, escuela de tanta arquitectura contemporánea. Pero fundamentalmente, a mí me parece que los holandeses la disfrutan, la vida. No sé, hay algo en sus gestos, en sus andares, en ese hablar como franceses que se expresan en alemán. Quién sabe si no es precisamente así, y si la explicación no mora en los diques. No siempre un niño llega a tiempo de regalar su dedo a la leyenda. Entonces el mar podría retrotraer a su inicio la construcción de la vida, haciendo desaparecer todos los logros del ingenio humano. La íntima precariedad entrena para apreciar las concesiones cotidianas de la existencia.
En esta tierra baja he estado más veces. No tengo una sensación unívoca.
Destilo colores de imágenes fermentadas en una imprecisa memoria de las pequeñas ciudades a lo largo del Ijsselmeer, cada una de ellas una postal con zuecos, quesos y gaviotas. Y barcas adornadas con aparejos, velas y banderolas, con flotadores naranjas que, demasiado modernos, desentonan un poco aunque son un encanto por cómo se reflejan sobre el azul. Desde luego Van Gogh, pero también el impresionista puro Monet los habrían esbozado en espléndidas pinceladas.Quizás también ví Alkmaar y Volendam. Creo que sí, pero no estoy seguro.
Filtro otras imágenes desde una verde campiña, monótona pero extremadamente sosegante, en la que estaban embebidas. Hay vacas moteadas, molinos verdaderos y otros falsos, miles y miles de acequias, de vez en cuando hay encajado un pegote, el blanco o plateado de algún invernadero. Amigos trenes se afanan sobre sus balastos protegidos por hileras de árboles silvestres. El cielo se desliza por encima intensamente azul, o bien lechoso, o tal vez de una amenazante crueldad negra, cuando hasta los prados deben volverse como aquéllos grises del primer Van Gogh.
Recojo, en fin, gotas de alta graduación visual, como perlas desechadas, pero significativas para quien las ha vivido, para quien las sorbió entonces y las vuelve a saborear cada vez, embriagándose. De ellas se empapan lentamente los tejidos de la memoria, son para ésta una especie de abono. Es un destilar necesario que fertiliza un algo indefinible, como una prenda de amor que se recarga ante cada nueva desilusión del hombre.
Porque concentrado en estas diminutas esferas está el ingenuo sueño de la armonía, de la mesura, del paisaje domado pero respetado, de los actos conscientes, del hombre capaz de grandes obras que contrarrestan la dureza del mundo y, a la vez, de integrarse con los tiempos y modos justos. Un sueño, exactamente, también una ilusión, y no obstante vital.
Una de estas perlas destiladas se refiere a la parada en un restaurante, en cualquier parte de Holanda, a poca distancia de una salida de autopista pero distante de todo al estar protegido por una agradable finca arbolada. Casi aislado.Este restaurante impregnado de verde, del de la campiña húmeda, pero también del de los árboles que lo circundaban como elemento, no ajeno, diría más bien provisional; y aquél de la moqueta colocada para acolchar un interior que nunca podría ser bullicioso.

No lo podría calificar de elegante. O quizá sí, desde luego, no lujoso. No era ostentoso, eso es. En suma, estaba arreglado y las mesas distanciadas. Lo cierto es que tengo un recuerdo bastante impreciso del entorno, porque lo que me chocó fue el contenido.
Era como si aquellos ojos quisieran salirse y volver a ser de muchacha, volverse los de una joven simpática y jovial, en lugar de estar engastados en aquel compuesto uniforme. Hablo de la camarera que se acercó a la mesa para tomar nota mascullando palabras incomprensibles. Era altísima, guapísima, dulcísima. Un poco demasiado alta, demasiado guapa para estar constreñida en ese puritano vestido, nunca demasiado dulce. Así, cuando la carta resultó ser la única desprovista de la versión en inglés, lo compensó con su dulzura. Pidió por nosotros la tercera cosa por arriba de aquellas que, por su posición, debían ser los platos principales. Nosotros le dejamos hacer, subyugados. Aquella vez estaba con un amigo de entonces, el Felice, y no nos preocupamos mucho de guardar las apariencias.
La tercera cosa por arriba, cuando llegó, la descubrimos leyendo en aquella mirada a la que unos pocos mechones rubios que sobresalían de una estúpida cofia daban aroma de trigo. No era más que un pollo entero, abierto y relleno de peras, ciruelas y al menos un par de salsas que no sabría decir. Precedido como lo había sido por aquella aura seductora, permaneció durante unos segundos en la mesa sin que mano masculina alguna se le acercase. También porque nuestras miradas se fueron tras la miel, esperando poder volverse abejas u osos. Después se percataron de que de osos aquello estaba lleno. Los demás clientes, holandeses. Todos correctamente sentados. Todos educadamente comiendo. Ninguno alzando la voz, ninguno llenando el aire de gestos. Pero para solicitar la miel no dirigían sonrisas, sino más bien miradas de mando. Esto me fastidió.
Lo bueno de la vida, dicen algunos, es que se cambia. Personalmente, creo que es más una cuestión de nivel: puedes cambiar de gustos, no de valores. Pero en definitiva, en cuanto a gustos yo lo he hecho. Se viven experiencias, se conocen costumbres distintas: se aprende incluso a beber café durante las comidas. Sí, durante, no después. En el fondo, si comes una cosa caliente, ¿por qué habrías de beber una fría? Los orientales nos lo enseñan. Ahora bien, el caso es que, cuando me encontré en este restaurante en el verde, para mí en la mesa se bebía agua, vino, aceptada la cerveza, alguna vez bebidas gaseosas... Aquellos holandeses tenían tazas altas y estrechas delante de sus platos, colmadas de café. Y lo sorbían entre un bocado y otro, siempre con los codos pegados al cuerpo mientras disfrutaban conversando en voz bajísima. En el total desconcierto, suma de uno en un sentido y otro en sentido distinto, aprendimos por vía experimental el deshuese del pollo con cuchillo y tenedor. Fue un espectáculo penoso que tratamos de ocultar a la vista al control de ella. Conseguimos en cualquier caso no alzar la voz.
Algún holandés sorprendió nuestro pasmo al comprobar lo acuoso que era su café, y sin espuma, y cómo permanecía humeante en aquellas tazas de desarrollo vertical. Después volvió ella.
Creo todavía hoy que sus miradas eran de nostalgia. Una nostalgia de algo que sabía tener dentro de su cuerpo florido, pero que probablemente no se había manifestado: quizás jamás o más bien todavía no. Así lo espero; en ese momento esperé que lo hiciese en aquel instante y que se uniese a nosotros, que le hacíamos sentir aquello con nuestra indómita descompostura, nuestra curiosidad, nuestro ser jóvenes, nuestra repentina chifladura por ella. Pero ningún aire modulado salió de nuestras bocas. Con la suya, con sus labios turgentes, remendaba silencios que unos cuchillos distraídos cortaban contra el fondo del plato.
¿Cómo salir airosos?
De verdad que no lo sé, ni ahora ni entonces, ni recuerdo cómo salimos del encanto de aquel restaurante inmerso en el verde de la campiña holandesa para volver a la realidad del mismo verde de la misma campiña. ¿Cómo pudimos? Y el caso es que ella era holandesa como los bebedores de café.
Claro, eso es; en realidad teníamos que haberlos salvado también a ellos.
Creo de verdad que los holandeses disfrutan de la vida, por aquel sentido de provisionalidad, por aquel carpe diem continuo. Pero en su interior, y de todos modos convencidos de que hacia afuera deben manifestarlo con calma, como una acción contemplativa de la maravilla de seguir estando allí.
Siempre que no haya que salir a la carrera a tapar el dique, claro está. Y esperando que nunca.

Gente recia, estos holandeses. En Zandvoort hay un conocido circuito automovilístico que me apeteció probar. Después, al mar. La pista está de hecho justo en el interior de una duna costera que por suerte recorre una buena parte Holanda, dique natural y perfecto.
Era verano. Desde luego el sol no picaba como sobre el Mediterráneo, pero incluso esa playa del Mar del Norte se parecía a Castelporziano y a Carnon y en aquellas horas centrales del día se mostraba evocando los espejismos de las vastas extensiones calientes. No mucha gente, pero varios bañadores de colores parecían confeti sobre un suelo claro, sobre el que se mimetizaban los cuerpos blanquecinos de los holandeses. Dos chavalotes altos y delgados jugaban a palas dentro del agua, sumergidos hasta medio muslo, y alternaban la típica tranquilidad con repentinas zambullidas laterales para llegar a darle a la pelota fuera como fuera. Todo de una apolínea virtud. Aporté un poco de dionisíaca confusión. Desvestido con premura, saboreé de inmediato la embriaguez de la desnudez, la piel reaccionó enseguida a la temperatura, aquella agua oscura abrevó al instante la vista, y el cuerpo corrió a su encuentro con desmadrado entusiasmo hasta que salté dentro como un pirata habría abordado un barco rico en oro como el mar en vida y, me cago en la puta, grité.
El agua estaba glacial.
No para los dos mocetones que, impertérritos, abofeteaban el aire. Holandeses ellos. Recios.

Mucho menos recios son los quesos que la verde campiña produce, con la complicidad de vacas y ovejas. Me encantan los quesos holandeses: es decir, también los holandeses. Me gusta descubrir las gradaciones de amarillo que varían según el lugar donde cada uno es producido. Observar las variadas lonchas en los mostradores, aun en aquellos de los duty-free de los aeropuertos o de las estaciones, me hace ver, como sobre un mapa fantástico, la geografía de Holanda y de todos los Países Bajos. Incluso en la orgía consumista, sé de este modo reconocer un algo íntimo, como en un relato de fábulas. Una vez más.

Los rasgos de las fábulas están siempre latentes en mis acercamientos a Holanda.
El organillo de Haarlem está fijo en mis recuerdos, simple, bello, con guiños de una antigüedad probablemente inexistente. Un organillo como aquellos sobre los que había leído en las novelas que devoraba de niño, aquella literatura con propósitos edificantes que a mí me producía rabia, constreñido a no poder elegir otros comportamientos. Equivocados, pero heroicos. Apenas lo vi me recordó la rebelión hacia aquellos paliativos para los pobres: un poco de música para olvidar el frío, pero ¡nadie que resuelva el problema! Y el pobre continua perdiendo. Ciertamente era bien anciano de niño...
Este sentimiento duró poco. Lo venció el encantamiento. Me dejé vencer por él, tal vez porque venía unido a la rubia melena de la dependienta de la tienda que había enfrente. Era de madera, pero parecía de azúcar: el organillo; la muchacha era, desde luego, de una hermosa carne. De la casa de azúcar montada sobre ruedas salía un música banal pero alegre; de los suaves labios, risas que terminaban en los hoyuelos de las mejillas, haciéndolas ruborizar. Mientras, sus tetas se izaban todavía más. ¡Qué hermosa era Holanda!
Sí, era hermosa, aunque fría, mesurada, algo triste. Aunque el agua sea un problema no sólo geográfico que un extranjero debe tomarse con calma. Todo esto yo ya lo sabía, aquella tarde en Alphen aan den Rijn.

La florida lozanía de los restaurante y cafés a lo largo del canal principal de Alphen aan den Rijn era digna de una primavera mediterránea, pero la cocina de “Choices” cerraba a las 21:15. ¡Como para quejarse de los americanos! Así que me lancé al chino, donde me dí un atracón de verduras bien acompañadas por una cerveza oscura con la consistencia y la graduación alcohólica, y quizás también un poco el sabor, de una cerveza con gaseosa (pero hecha, como ocurrre con cada vez más frecuencia, con Sprite o 7up) Era una cervecita al caramelo, más que malta tostada, pero era perfecta y buena, muy buena después de tanto verde. Me pregunté, sin respuesta, por qué la Oud Bruin de Heineken no se comercializaba en Italia. Ahora puedo aventurar que es por el mismo motivo por el que la lager de aquella marca es entre nosotros una cerveza del montón, mientras que en su patria merece un respeto.
En la calle al otro lado del canal, los holandeses pasaban la tarde degustando, con más o menos conocimiento, vino: francés, por supuesto, y alemán, con algunas referencias a California y a Chile y una presencia importante, desde luego previsible, de productos sudafricanos, ofrecidos en wit, rood en rosé. Lamentablemente, por ambas partes, ninguno italiano.
Sólo más tarde, en un tren hacia La Haya, me di cuenta. Había cometido un error imperdonable, sólo en parte justificable por mis costumbres de régimen torrencial, desconocido por la naturaleza en estas llanas tierras. Me lo reveló poco antes de un puente el cartel que tuve tiempo de leer, al no ir nunca demasiado deprisa los trenes holandeses.
“Rijn rivier”.
Debajo, exactamente la misma agua y las mismas riberas, recién salidos de la zona habitada. Precisamente, aquel junto al cual había cenado no era el canal principal de la ciudad. Era el Rijn, derecho y regular, formal y obediente, pero en cualquier caso un río. Y si no ¿por qué Alphen habría de ser aan den Rijn?
Así que basta activar la inteligencia, documentarse un poco, reflexionar sobre el pasado de estas tierras, en permanente lucha con demasiada agua. El Oude Rijn, el Viejo Rin, es precisamente el agotado antiguo cauce del gran río, que con probabilidad aportaba demasiada agua, precisamente, a las depresiones holandesas. De donde la necesidad de buscarle otros desaguaderos, allá hacia Zelanda. Lo hicieron los venecianos con el Brenta y con el Sile. El querido Rin tiene hoy un delta que empieza a decenas de kilómetros del mar, prácticamente en el momento exacto en que entra en los Países Bajos. Desde allí, cada brazo tiene un nombre. Después de mil manipulaciones, reconstruir el curso natural de los ríos es empresa quizás tan ardua como la de convivir con millares de diques y bombas de succión.
Los ríos, pacificados y vigilados, se asemejan a canales, los canales no se distinguen de aquellos, los nombres permanecen apegados la historia más que a la geografía, el mar desaparece y hace sitio a la tierra pero continúa cerniéndose desde lo alto. Y luego llega el hielo con su capacidad de uniformar con un único reflejo de fábula.

Sobre vías de agua como éstas te esperas ver pasar de un momento a otro a Gretel con sus patines de plata ya ganados o a Hans deslizándose veloz pese a sus pobres patines de madera.
Corre que vuela Hans Brinker. Le espera un final de héroe. No vencerá la carrera. No aquel del cuento. Pero el verdadero Hansje introdujo su dedo en la grieta del dique, y por ello hasta sus inapropiadas cuchillas despiden resplandores no ya de plata, de oro.
En Spaarndam hay una estatua a él dedicada, en la basa está escrito:
“Opgedragen aan onze jeugd als een huldeblijk aan de knaap die het symbool werd van de eeuwigdurende strijd van Nederland tegen het water.”
“Dedicada a nuestra juventud, para honrar al muchacho que simboliza la perpetua lucha de los Países Bajos contra el agua”.