Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Jerusalén

10.08.2015 07:00

Será de alto unos cinco metros. Gríseo.
Se nos apareció delante de repente, tras habernos extraviado en el camino a Jericó. Sucio.
Nos impedía seguir con chocante insolencia. Mudo.

Dicen que hay dos ciudades, pero identifiqué al menos cinco. Tres están unidas y en cualquier caso un poco mezcladas, si no revueltas. Para colmo una es virtual, verdadera cuando la consideras. Otra está separada de todo, increíblemente también de su hermana.

La cuna de las tres grandes religiones monoteístas se halla enrocada sobre la divisoria de aguas de una cadena interior paralela a la costa. Al oeste las pinedas de aromas mediterráneos, lo valles cultivados, las casas de piedra con sabor latino, la tierra, las flores y los frutos. Al este el desierto. Los árabes están al este.

Se llega, como llegamos nosotros, subiendo. Respirando: olores reales y aires ficticios como de los que nos impregnamos. Y en fin no viendo hasta que no se quiere ver lo que era en sí y esperaba ser visto. Como hicimos nosotros.
Tal vez ya llenos de desierto, o quizás solo sucios de arena y viento.
Desde luego extraños a aquellas calles y a aquellos muros, ajenos al misterio y a lo obvio, lejos de toda recóndita mística tanto como de todas las manifiestas mercantilizaciones. Con una preparación mínima, distante en el tiempo, cargada de conceptos hilvanados nunca desentrañados, solos; con riesgo de pérdidas y perdiciones.
Por otra parte ya perdido, yo, en la luz niña de ojos que lloraron.
Así, insensatamente inconscientes, abordamos la ciudad;  las ciudades. Sumergiéndonos irreflexivos pero sin bombonas, respirando el aire auténtico del sitio, con todos los riesgos que conlleva.
Que es el modo mejor de vivir Jerusalén.

Si se está bien. No si es Rosh haShaná[1]  y se tiene fiebre. Una fiebre estúpida que una colcha demasiado corta, eficaz metáfora de las propias ambiciones y contradicciones, ha traído al hotel. Cómplice la corriente bajo la puerta.
Entonces se baja y se pregunta en reception si tienen una aspirina. Y no la tienen. Pueden mirar por internet si por un casual hay alguna farmacia abierta, pero es Fin de Año y en la ciudad está todo cerrado. Probemos. El empleado busca, busca, luego telefonea pero nadie responde. Vuelve a telefonear y nadie responde. De nuevo, y de nuevo nada. Repite que todo está cerrado y parece apenarse por la rabia que provoca. Después las cejas se distienden un segundo apenas. Al milésimo timbrazo alguien ha contestado. Dice algunas palabras, luego pasa el teléfono: explíquese directamente con el farmaceútico. Por suerte aquel habla un inglés no perfecto pero comprensible. Hace falta un poco de paracetamol y un antitusivo, tal vez un mucolítico. Por supuesto, tiene. Bien, retorno del teléfono al recepcionist, que habla un poco más en voz baja, volviendo a adoptar una expresión  ceñuda, incluso vagamente consternada. Finalmente, escribe. Confirma con un gesto y una ojeada: la dirección. Luego lo pasa. Está escrito en hebreo y él se encoje de hombros: no sabe dónde está, es algún sitio bastante a las afueras, pero no lo conoce. Debería estar cerca de un lugar que nombra y que al momento puede que fuera hasta entendido, pero no tiene ni idea de cómo llegar allí.
Convendría tomar un taxi y preguntar al conductor, sugiere.
Fuera del hotel los taxistas son mucho más escasos que los días laborables: solo un par, probablemente a la espera de alguno de los rabinos que la tarde anterior estuvieron de celebración en el restaurante del hotel. Leen la nota pero sacuden la cabeza, se consultan entre ellos y lo devuelven diciendo, más bien farfullando frases incomprensibles. ¿No conocen esa dirección? ¿La reputan  inconveniente?

¡A la porra! Todo esto me está pasando a mí, y yo ahora tengo una idea. Mejor dicho: no solo tengo una idea, también tengo un coche. Ahora lo cojo y voy en busca de una farmacia. No está solo el coche en mi idea, sino también el razonamiento de que Rosh haShanà es una fiesta judía y que por tanto los árabes deberían trabajar. ¡Y una farmacia árabe la habrá también!  Precisamente el día de antes he visto como ir a la ciudad árabe y así lo hago. Me encamino cons ostentosa seguridad por las calles de sabor californiano y desciendo a la brecha de la historia dejando los muros medievales a mis espaldas. El paisaje cambia, los rostros también. Sobre todo las miradas.
También el conocimiento y el acento del inglés cambian: a peor.
Innumerables intentos, algunos dicen cosas, indican, pero siguiendo o creyendo seguir las informaciones proporcionadas no llego a ninguna parte, no avisto ninguna farmacia. Tipos panzudos consultan con tipos huesudos, después los panzudos me sonríen y con determinación me explican que prosiga algunos cientos de metros y que vuelva a preguntar porque la farmacia está allí pero tendré que preguntar. Quizás estará en alguna callejuela interior, pienso y confío. Lo más raro es que ahora recuerdo que la indicación definitiva me la dieron en una charcutería. La evidente imposibilidad de tal circunstancia da una idea de la fiebre en aumento. O tal vez no, quien sabe, puede que en aquel delirio de Fin de Año judío para mí quizás fuesen árabes cristianos. Alguno habíamos conocido ya. Uno en particular, un señor entrado en años con gafas cuadradas, lo habíamos conocido espiando la vida apenas fuera de los recorridos de los grupos de peregrinos y había resultado una agradable conversación; después nos había conducido a un restaurante cristiano próximo a la sede del Patriarcado Católico, y por último se había ofrecido a hacernos de guía para el día siguiente. No habíamos acudido a la cita para perdernos solos y por la fiebre sobrevenida. Cristiano era también el joven pingüe que nos había vendido una memory card a precios inenarrables pero también explicado muchas cosas sobre cómo regirse por aquellos lares. En definitiva: árabes con crucifijo bajo el Gólgota los había. Pero no, no creo que entrase en ninguna charcutería.

El caso es que, a un cierto punto de mi búsqueda un señor habla un inglés mejor y me dice con aire convincente: “¿Ve allí donde está saliendo aquel coche? Entre allí, suba por la calle de la izquierda y en 500 metros a la derecha tiene la farmacia.”
Preciso, seguro, fiable. Voy. Igual hasta me acuerdo de darle las gracias.
No pienso en dispararle. Ni siquiera con un tiro fingido de una de las miles de armas a la venta en cualquier puestecillo árabe de Israel, copias perfectas de aquellas que en alguna parte debían estar también en el comercio. En manos de todos los niños y adolescentes de Israel, parecen armas auténticas, usadas con competencia y credibilidad de contexto. ¿Debería? Sigo las indicaciones, imposible equivocarse. Me meto por donde había salido aquel coche, tiro a la izquierda, empiezo a subir. El paisaje no es como cerca del hotel ni como por la Vía Crucis. Recuerda vagamente a una película neorrealista en la Italia del sur durante la inmediata posguerra arruinada por la remontada americana. Esta calle en cuesta, estrecha, ruinosa, con un collage de asfalto y cemento y baches me parece haberla visto en la tele, en una de aquellas películas con los chiquillos desastrados, los mulos, las casas desconchadas, los rostros quemados por el sol y la pobreza. Películas en blanco y negro, incluso con aquel tono sepia del envejecimiento. Aquí el mismo tono lo da la voz del desierto. Es empinada la calle, y trepa entre casas de chapa de pequeñas ventanas cuando las hay; sin orden, un Medievo medioriental de nuestros días. ¡Nuestros! Los días palestinos no nos pertenecen tanto cuanto de ellos tenemos noticia en cada telediario. Al principio este salvaje paisaje urbano mantiene una cierta levedad que se enrarece yendo más allá. Ya: más allá. Más allá de los 500 metros antedichos  por el amable señor que hablaba un inglés mejor. Habrá calculado mal. Al doble de la distancia, estoy perdido.
Si se consigue vivir un después, a menudo uno se pregunta sobre la imprevisibilidad de los acontecimientos, sobre los instantes que cambian la vida, sobre cuánto de improvisado haya el hado. No fue mi caso. Inconsciente de tener necesidad de conciencia, tuve mi después. Sin embargo nada de aquella aventura fue instantáneo. Habría tenido algún modo de darme cuenta de las revueltas por donde iba gradualmente subiendo. Vuelco de imágenes y de mundos, en una tierra de los dolores que nada enseñan. Sin embargo fui. ¿La fiebre ascendente? ¿La estupidez permanente?

Total: subo. Con mi coche de Hertz llevo el corazón un poco más allá de cuanto habría pensado antes de estar en el vilo de este reino. Judea bendita y maldita. No los prados, las dulces colinas de Galilea, la tierra donde tal vez la primavera es más verde; calcárea fina en Sión, luego la arena. Óptimo lugar para morir. Subo creyendo aún en encontrar. ¡Y encuentro, ya lo creo! La calle ahora es realmente estrecha, no deja posibilidad  de maniobra para dar la vuelta y volver a bajar. Quiero parar y ceder, pero me decido o me dejo decidir a recorrer cuarenta metros más. Los que bastan para que dentro de las ventanillas, en el aire acondicionado de un coche judío, penetre la desesperación de un enjambre de chiquillos palestinos, apenas calmada por el deseo de jugar. Una treintena de pequeños fedayines surgidos de la nada rodean el automóvil, blandiendo pistolas y kalashnikov. Mi llegada es perfecta para su simulación, es una variable imprevista que hará brillar las técnicas guerrilleras de los más valerosos. Son perfectos. Parece una película, de las bien hechas. Solo la edad de los protagonistas es distinta. Espero que no la armas y que sean falsas ambas. Sí, hombre, son las de los puestecillos.  Eso espero. El caso es que tengo a dos tipillos de unos 9-10 años pegados a la amarilla matrícula israelí, o sea judía, cuatro-cinco entre los 8 y los 12 por cada lado del coche, otros mil, diez mil, todo un ejército irregular se arremolina en torno. Tengo miedo. Apago el aire acondicionado. Oficialmente todos me ignoran: los pegados al coche, los que pululan enloquecidos, los de las armas reales dentro de casa. Comprendo que con un simple arranque en cuesta erróneo puedo fastidiarla. No esperan otra. Si toco a uno, no sé si salgo de ahí. Uno de los más grandes está erguido un par de metros delante. Debe ser un jefe. De los que van ganando. Era bueno también yo jugando a la guerra, como lo puede ser un vitaminizado hijo del boom económico, pero consigo entender cómo va la batalla. Y quién manda.
Tendrá unos doce años. Los cabellos negrísimos y suaves a pesar del ambiente. Leva una camiseta del mismo color que la piel. Mira los movimientos de los suyos a mi izquierda pero a la vez me vigila a mí. Decido que debe verme. La única manera de salir indemne. Sé que no debo abrir la portezuela, ni agitarme. Si es ya una animal sentirá mis ojos en los suyos. Me separo un poco del respaldo, para atenuar, para él, los reflejos del parabrisas. Lo miro, intensamente. Es ya un animal.
Tiene los ojos negros y endurecidos por la vida. A los doce años. No es un cliché. Las circunstancias te llaman a juegos que no siempre decides (yo no decidía hacer de director). Esta vez, el juego que se ha presentado es: decidir la suerte de un extranjero. Lo interpreta bien. La dureza y la fiereza de su mirada son notables, casi lo envidio. No sé qué pretendo comunicarle y aún menos qué recibe él. Aprecio la patente, casi ostentosa capacidad de analizar y elaborar a altísima velocidad. No me dirige gestos ni expresiones. Solo a un cierto punto se vuelve y grita una orden a los suyos, pero claramente no relativo a mí o a mi situación. Retoman el juego anterior. ¿Era este otro un poco demasiado arriesgado, demasiado prematuro? En el instante de un retorno de mi espalda al contacto con el asiento el enjambre ha desaparecido hacia abajo. Reculo.

Pero la fiebre persiste. Ahora estoy a tope de adrenalina. ¡O de quién sabe qué! Por suerte mi padre a los catorce años me enseñó a conducir marcha atrás, eran ocasiones. en la que iba marcha atrás también el tiempo. Cauto vuelvo a bajar al callejuela, encuentro un hueco donde nadie pueda reclamar por  intrusión en propiedad privada, doy la vuelta y sin tirones salgo de allí.¿Pero a dónde? Me viene a la cabeza el cristiano con las gafas cuadradas. Con él nos habíamos entendido, o sea que aceptaremos su guía. Para no habernos presentado, la fiebre es también una excusa perfecta. Ni siquiera lo parece. Debo regresar allá arriba e ir a la ciudad vieja. Lo hago. Vuelvo a subir por la brecha de la historia hacia el pleno sol de las colinas judías.
Tengo que entrar por Jaffa Gate, la puerta de Jaffa, lo mismo que habíamos hecho caminando tranquilamente a unos diez minutos del hotel, e inmediatamente tras la cual, adentrándose por las apacibles callejuelas de la izquierda, él estará como la otra vez sentado en la calle fumándose un cigarrillo, la camisa abierta sobre la camiseta, la cruz al cuello bien visible, hablando con sus amigos. ¿Dónde aparcaré? La circunvalación en torno a las murallas no es precisamente un lugar cómodo para buscar aparcamiento, pero no tengo prisa y además me siento un poco débil, no tengo ganas de caminar mucho. Demasiado preocupado, me meto por el túnel que va atraviesa la puerta. Por suerte dura poco, en cuanto  emerjo tiro para la derecha y vuelvo a recurrir a la marcha atrás, metiéndome de culo en un pequeñísimo parquin. Hasta hay sitio. Jaffa Gate a fin de cuentas está a pocos pasos. Como peatón, paso lógicamente justo por la antigua puerta, y no por el boquete automovilístico practicado a su vera. Dentro, en una pred vuelvo a ver el receptáculo metálico, un poco oxidado, de la mezuzá, el pergamino enrollado de izquierda a derecha que lleva escrita a mano por los escribas la doble cita  de la Torá “E inscribirás estas palabras en los postes de tu casa y en tus puertas” ¿De quién serán estas puertas árabes? Apenas cruzo este misterio, en la esquina de la primera a la izquierda, una inequívoca flecha invita a sobrepasar el Money Exchange y  entrar en la callejuela: Jaffa Gate Pharmacy - open daily 9am-8pm. Con la mirada esperanzada y desilusionada al tiempo rebaso al bies el saliente opuesto, más próximo a mí, para atisbar lo antes posible si las persianas están subidas. Son esos instantes en los que aprendes a conocer tu punto de ruptura. No importa la banalidad de la circunstancia. Comprendes si eres un niño que querría a mamá protegiéndolo o un duro que no se rinde.
Está abierta.
Entro, un médico claramente palestino habla un inglés universitario. Espero pocos instantes a la cliente delante de mí, a continuación él me da las medicinas, aconsejándome incluso. Salgo, en cuatro minutos vuelvo al coche, en tres llego al hotel. Siete minutos en total. El número de la perfección. Quizás la Internet judía está calibrada a un paso más veloz. Ha calculado seis, el número de la imperfección. Será  por esto por lo que no le salía la Jaffa Gate Pharmacy. Una farmacia árabe. A dos pasos del hotel. Toda la mañana dando vueltas y con riesgo de una mala aventura. ¿Árabe o judía?

Delante del hotel no hay ningún taxista. Entro en el Shabbat  elevator, el ascensor de los días consagrados donde no necesitas pulsar los botones: entras, sube hasta el último, luego baja piso por piso, las puertas correderas se abren y sales. No antes de haber tenido que empujar una puerta. Protesté vivamente por este hecho. Si apretar un botón es trabajo, ¿empujar una puerta metálica no lo es? En todos lo hoteles hay también ascensores non shabbat, también en aquel, pero llegaban solo al 4º piso. Nosotros estábamos en el 7º. No siendo judíos. Lo es en cambio el rabino que encuentro dentro. Lo conozco ya. Lo detesto. Con tu sombrero negro y tu barba descuidada, no puedes permitirte hacer un improcedente cumplido a una mujer delante de su hombre. Y creerte gracioso. No te he encontrado gracioso, rabino. Y ahora te lo demuestro. A pesar de la fiebre. Y aunque seas de Praga. Aunque nos hubieras invitado a escuchar los cantos preliminares en el banquete de la noche de Fin de Año. Total, sé que si yo no hubiese estado habrías estado más contento; pero estaba. Y si no hubiera estado habría dado lo mismo.
Porque uno, hasta donde puede, las mujeres las elige.
Rabino de Praga pagado de sí mismo. Quizá estaba ya borracho, la noche anterior. Los árabes son los más pringados. Encima de perderse también la salchicha de Monte San Biagio o genéricamente el culatello, el jamón serrano, o el pâté de tête de porc, encima, no pueden o podrían disfrutar de un Brunello de Montalcino, de una stout irlandesa o de una šljivovica artesanal. Cosas todas, estas segundas, que el barbudo rabino debía de conocer adecuadamente pero que no justificaban su engolamiento y su vulgaridad.¡Baja, idiota! Y no en sentido dostoievskiano.

Bajó.
Me pregunté cuántas Jerusalén habría visto. Pensé: menos que yo. Él había visto seguro la Jerusalén vieja y la nueva, o más bien el antiguo emplazamiento árabe rodeado por las murallas y el nuevo, la espaciosa extensión judía, dos ciudades realmente poco comunicadas. Seguramente sabía de y tal vez había intentado comprender aquella virtual, es decir, aquella realidad de sentimientos que es la Jerusalén de los cristianos, desatendida por las oficinas del turismo israelí pero prepotentemente viva. Emocionante: a nosotros hasta nos había conmovido. Es probable que el vulgar rabino de Praga no hubiese en modo alguno querido considerar la ciudad árabe, a cuya parte dramática yo me había empujado.

La ciudad de la unión ha sido reducida a ciudad de las divisiones. Es un lugar que divide, hoy, Jerusalén. La Basílica del Santo Sepulcro; también ella dividida. Y en el nombre y en el lugar de la muerte y resurrección del Hijo del Hombre los hermanos cristianos se pelean y se golpean. Un emblema ajeno. Icono de las tantas Jerusalén dentro de una sola.

Y nos faltaba a todos una. Otra. Ya no visible. No árabe sino de los árabes. Palestina. Oculta. Lo comprendimos al extraviarnos en el camino a Jericó.

De repente se nos plantó delante. Mudo.
Nos aniquiló con su ausencia de sentimientos. Sucio.
Permanecimos desorientados por el dolor de aquel largo muro. Gríseo.

 

 



[1] Rosh haShaná es el día de juicio para toda la humanidad. En este día, el hombre es juzgado por todas sus acciones, y todo lo que ocurrirá durante el año siguiente es registrado. El Talmud (Rosh haShaná 8a) deriva de este verso (Devarim 11:12) que indica: Los ojos de D-os, vuestro Señor, están sobre ella [la tierra] desde el inicio del año hasta el final del año - es decir, desde Rosh haShaná, el mundo es juzgado sobre lo que ocurrirà durante todo el año.

Se abren tres libros mayores en Rosh haShaná: uno para aquellos que son totalmente malos, uno para aquellos que son totalmente justos y uno para los que están en medio. Los que son totalmente justos son inscritos y sellados de inmediato para vivir. Los totalmente malos son de inmediato inscritos y sellados para morir. El destino de los que están en el medio se encuentra en la balanza entre Rosh haShaná y Yom Kipur. Si tienen mérito [es decir, si se arrepienten), son inscritos para vivir. Si no tienen mérito [es decir, si no se arrepienten), son inscritos para morir (Rosh haShaná 16a,b). https://www.es.chabad.org/library/article_cdo/aid/5077/jewish/El-Dia-del-Juicio.htm