Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Kruger Park

05.01.2015 21:12

Mi imagen de Kruger Park es el leopardo sobre el árbol. Dos veces, dos aciertos.

La segunda es de inmediato. Conduzco una máquina, la furgoneta de Ford de Mamane que frena poco, se escora de mala manera a la derecha, renquea algo y de tanto en tanto salta la alarma. Pero nos la ha prestado con rara generosidad, la buena Mamane, así que bien incluso sin aire acondicionado. Poco importa si en Ressano García nos damos cuenta de que no llevamos los papeles del seguro. Sería obligatorio presentarlo. Una oportuna astucia femenina nos salva, una especie de drible, un movimiento de trile. Hemos logrado incluso esquivar la extorsión de una agente fronteriza sudafricana que pretendía cambiarnos los meticais por rand. Quién sabe con qué comisión.
Hemos visto ya una jirafa con una cría crecida en una propiedad a la izquierda de la autopista que baja desde la frontera, parece un milagro, la gran expectativa satisfecha nada más empezar. La colmamos de fotos; luego entramos por Malelane. Esta vez también se duerme en Skukuza.
Odio los safaris. La otra vez me divertí solo con la excursión nocturna en camión, lo demás un coñazo. Pero en el restaurante se come bien y abundante y a unos precios súper-razonables. Y no puedo negar la dicha de divisar a los animales salvajes. Aparte de mí, se entiende. No muerdo, hablo poco, pero gruño sentencias.
Total, a la entrada pago el acceso, confirmo la pernocta, a continuación algunas aves y aquellos árboles bajos siempre en una especie de perenne inicio del otoño entre los que debes buscar a los animales. Unos pocos kilómetros con solo un par de pequeñas mangostas en mitad de la carretera. Has de estar atento, al principio te parecen piedras, o cacas de algún mamífero, luego ves a estos excrementos ponerse derechos y te dices que no es posible que los excrementos se levanten sin viento. Y al fin, de repente, notas los ojitos un instante antes de que salten del camino y se escabullan en la hierba desapareciendo.
La mejor manera de avistar animales en el Kruger es observando las reducciones y paradas de los otros coches. Los mejores, los jeep conducidos por el personal del parque. Son los recorridos de pago, ellos conocen las costumbres de los animales, calculo que hay un 25% más de posibilidades de buenos encuentros. Así, veo partir de enfrente a mí uno cargado de niñas rubitas, madres rubitas, todas tan rubitas y tan rigurosamente vestidas de safari que una vez más me pregunto si estos boers han aceptado realmente el nuevo rumbo de las cosas. Pero esa es otra historia. En esta, las rubitas controlaban los visores de las cámaras.
Reduzco, me arrimo a la izquierda y observamos entre la vegetación. Nada. Entonces, una ayuda. Levanto la mirada y veo la cola. Es una bestia realmente hermosa, que ostenta su nobleza felina. La aparición del leopardo nada más entrar en el parque es una buena señal. Infunde alegría, además de la satisfacción. Foto, foto, foto. Bosteza, levanta una ceja a cada disparo, estira la cola, larguísima.

El vehículo no es un objetivo para las bestias. Te lo repiten hasta el infinito. Si permanecéis en el coche no os atacaran jamás. Pero, si bajáis, os convertís en presa. No bajéis jamas.

La primera vez había bajado de inmediato. No había sido al principio, en realidad fue después de haber dejado Skukuza. Había visto y a la jirafa, al elefante, al hipopótamo y, sobretodo, al rinoceronte. El elefante es más grande y más alto, la jirafa mucho más alta, el hipopótamo ciertamente mucho más peligroso, pero el rinoceronte causa verdadera impresión. Es un tanque, un Transit animado y relleno de plomo. Lo ves y te das cuenta de que “menos-mal-que-el-coche-no-es-un-objetivo”: de otro modo, lo pillas al vuelo, tu todoterreno estaría destinado a un fin nada glorioso, y tú con él. Cuando coge un poco de velocidad sientes retumbar la tierra. Por suerte, los he visto correr solo para escapar fastidiados. El rinoceronte te deja hipnotizado, con la boca de par en par. Entiendo a Ionesco, pero no hasta el fondo. El rinoceronte en la plaza del pueblo es el colmo, puestos a crear confusión, a subvertir la proporciones de lo percibido. Paralelamente, su poderío, su blindaje y su mirada sin dudas atraen a cuantos no aspiran a nada mejor que a ligar sus conveniencias e intereses a los de quien aparece poderoso, blindado, sin dudas.
Pero el rinoceronte, tras la impresión inicial, suscita en uno sentimientos positivos, te viene el deseo paradójico -aunque en el fondo no lo es- de protegerlo a él, reliquia de una tierra antigua: lo ves incómodo en este mundo más pequeño, está en minoría. Tomas partido por él. Los rinocerontes no serán nunca una mayoría, mucho menos aullante.

Así pues, aquella primera vez en el Kruger, había bajado de inmediato en cuanto vi al leopardo en el árbol. Y de inmediato cumplidores bóeres me habían recordado que aquello estaba prohibido. Pese a una infantil propensión a amar lo prohibido, aprovecho para observar una vez más cómo, en los países inspirados por civilizaciones más avanzadas, las cosas se prohíben y punto. Entre nosotros las cosas se prohíben severamente, rigurosamente, expresamente, loqueseamente. Porque la simple prohibición, ¡ya ves tú para qué sirve!
El caso es que los bóeres pálidos me recordaban secamente la prohibición. Haya paz, pensaba yo: primero, no te quitas de bajo el árbol ni después de haber llenado toda la tarjeta porque te sientes investido del derecho divino de haber conquistado aquel sitio y tú de aquí no me echas; segundo, ¿tú te has dado cuenta de que no he bajado en mitad de la extensión sino en el centro de un conglomerado de seis o siete todoterrenos de los que salen comentarios que, todos a la vez, producen, en el silencio arcaico del altiplano, un jaleo más que considerable?
Así que respondí con un “yes” polémico e hice mi foto desde una posición similar a la del tipo más cumplidor. A la par que bastante maleducado ya que apartar un poco su todoterreno ni se le pasaba por la cabeza. O egoísta. O racista. Vaya, una raza maldita de bóeres.
El más sensible allí en medio era el leopardo. Mejor dicho, allí arriba: daba aristocráticamente la espalda al público, volvía el hocico considerando si aquel jaleo acabaría de una vez y conseguía permanecer inmóvil durante lapsos de incalculables segundos. El estremecedor cálculo de si sería capaz de saltarnos encima creo que nos lo hacíamos todos.
En realidad parecía compadecernos. Príncipe heroico y fastidiado. Magnánimo hacia los juglares de sí mismos que éramos nosotros encuadrando la vida desde un visor. Él en noble sombra, nosotros villanamente bajo el sol polvoriento. En lo alto él, nosotros abajo: pero nos sabía falsos adoradores. La desconfianza se traslucía en los movimientos de la cola, que rastreaban las vibraciones del aire y de nuestros pechos.
Me entraron ganas de hacer alejarse a todos, de dejarlo en paz. Comprendí la memez de aquel vagar en todoterreno en busca del animal salvaje. Era todo una película, un parque temático. Me convencí de que la jirafa que nos había esperado fuera de la verja de Skukuza al caer la tarde estaba pagada por dirección. Subes al camión, sales del rest camp, y enseguida la ves, majestuosa y aún con sus colores de sol. ¿Cómo puede convivir la selvatiquez de estos animales con la insensatez de estos otros miles de insectos de hojalata motorizados que zumban por las pistas con también demasiada frecuencia asfaltadas?

El majestuoso preámbulo del leopardo no condujo a la majestad. La buscamos hasta dolernos los ojos, hasta entender lyon cuando la arisca-para-todo boer había dicho rhino, hasta convencernos fuera de toda duda razonable o irracional de que aquello era sencillamente un peñasco y no el rey. Nada.
Lástima. Habría hecho falta una presencia majestuosa.
Habría hecho falta para olvidar tantas cosas, para que el recuerdo se centrase sobre las bestias animales y no sobre las humanas. Para entregar a un hipócrita olvido que este es el país de Soweto, de los racismos entre etnias negras, de las personas aprisionadas en un neumático de camión encajado en la cabeza para luego matarlas quemándolo; que este es el país todavía en manos de las multinacionales colonialistas y racistas, de las minas con condiciones de trabajo infames, de los blancos que juegan a rugby y los negros que juegan a football, que este es el país con el más elevado número de enfermos de sida, o quizás el que mejor sabe contarlos, que empuja a los emigrantes a la frontera mozambiqueña y que utiliza a mozambiqueños para la caza furtiva de rinocerontes; que este es el país de Mandela y de Desmond Tutu; y de Stephen Biko y de tantos otros, demasiados, sufrimientos y muertes.
Pero hasta puede que sea mejor. Porque se puede apagar una vela, pero no se puede apagar un incendio, una vez que las llamas empiezan a prender, el viento las empujará más y más arriba.
You can blow out a candle
But you can't blow out a fire
Once the flames begin to catch
The wind will blow it higher.
[1]
Tal vez con el avistamiento de la majestad habríamos soplado sobre la vela, saciados por el logro del objetivo de rapiña, de nuevo turistas de dos días y olvidados ya de la propia conciencia. En vez de ello permanecemos en la humildad de limitarnos a obsequiar desde abajo al príncipe.
Una vez fotografiaba árboles invernales con un gran angular desde abajo. El tronco parecía más largo y las ramas desnudas iban a confundirse con el cielo, o como a constituir sus dramáticas osamentas. “La visión de hormiga de los árboles” la llamé una vez. Prestaba socorro a mi búsqueda de humildad.
¡Humildad ante tanta Naturaleza! ¿Cómo puede el hombre concebir pasarse por el supermercado de los animales salvajes y hacerse con una emoción empaquetada dentro de los cristales de un todoterreno? ¿Llevarse a casa un fácil trofeo en megapíxel? “No enfocar nunca la luz hacia los ojos de los animales”, ha dicho y repetido el fornido guarda zulú antes de partir para el recorrido nocturno, antes de entregar sin cautela los faros portátiles instalados entre los asientos del camión al turístico afán de recuerdo. Y de repente un asiático que no paraba de eructar, japonés, coreano o vete a saber, lo primero que hace es deslumbrar a las pobres gacelas, molestadas en la quietud última que precede al alba, y después a los hipopótamos, excepcionalmente sorprendidos fuera del agua tascando la hierba, y después por poco no le arreo un guantazo. Hay que decir que la visión de la sabana desde los primeros relieves de las Lebombo Mountains es un manotazo en la cabeza a la soberbia humana que te empequeñece y anonada.
Una suerte el haberla compartido.
El anaquel del león nos lo perdimos. Gracias a Dios.

En fin, salimos de Crocodile Bridge Gate no sin antes habérsela jugado a la boer-seca-en-todo y participado desde encima de un puentecito de alguna cosa entre hipopótamos: un juego, una danza de amor, un duelo, quién sabe. Respecto a las bocas de par en par de dos de los temibles animales, que salen del agua para entrecruzarlas, estamos a poquísimos metros. En mitad del puente. El súper-todoterreno verde mimético de los boers con teleobjetivos que sobresalen de las ventanillas, detrás. Te esperas, ahora estamos nosotros, con la vieja furgoneta azul de Mamane, que nos la ha prestado sin conocernos y tú te has cabreado simplemente porque no hemos entendido tu inglés de bóer.
Ya fuera del Kruger, Komatiepoort presenta verdes prados anglosajones y un supermercado de verdad donde busco desesperadamente una bebida con burbujas. Echo en falta el agua con gas desde hace muchos días, y también esta es otra historia, pero pienso que inconscientemente sienta solo el deseo de ayudar a la digestión, de librarme de la pesadez de estómago del desatinado safari de usar y tirar.

El camino de vuelta hace la miseria de Ressano Garcia aún más devastadora para la conciencia. Allá, aun con el sida y los mil problemas, parecía Suiza en comparación. Aquí cientos de casuchas pueblan una inconcebible aridez del paisaje. Tal vez la aridez de los sentimientos lo contagia. Una frontera entre la desesperación y la esperanza es uno de los peores lugares para creer en el Hombre. Admiro a esas hermanas scalabrinianas que lo siguen haciendo.
Más fácil fotografiar desde abajo un leopardo sobre un árbol.




[1] De “Biko”, en Peter Gabriel (III), 1980, de Peter Gabriel.