Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Little Ferry, NJ

13.08.2014 12:52

Abonan aquellos prados verdes a puñaos de química y la hierba compacta revela esplendores de tonalidades sintéticas. Cercados agradables a la vista y duros al tacto se cierran, cloissonnés de esmeraldas artificiales, oasis o fortines: al gusto. Caminitos limpios y acolchados serpentean por en medio. Pequeñas, o grandes, esperanzas de vida se recluyen junto a las sonrisas que acompañan a las verjas, apenas cerradas estas.
Una niña de unos diez años corretea sobre uno de esos prados, elegido horizonte de juego. Aparece despreocupada, ilusionada como lo permite su edad, se menea, rie: como el cahorrito en su madriguera. Fuera, más allá del vallado, han quedado los demás. Porque hay pena en cada entrar. Dentro de pequeñas historias de existencia, grandes en los instantes eternos en que colman de vida los sentimientos de quien debía, por una vez, vivir desde dentro el súbito endurecerse de los labios al unísono con el clack del batiente.

La señora Iolanda fue dulcemente perentoria: la invitación a comer al día siguiente, era una obligación de la que no se podía escapar. “Venite, che vi preparo uno pranzo bello, u know. Facciammo – come si dice? – barbecchiù, come si dice? Eh, dovete venire, stiamo insieme, voi, noi due e ‘a ragazzina, u know, ‘a figlia de Micheal.”[1] Quedamos de acuerdo en que hablaríamos por la mañana, para ultimar los detalles.
Así que, sobre las diez, con el día ya programado, la llamamos. No yo, que oí por lo tanto solo una parte de la conversación.
“…a las cinco…”
¡Glup! Dejé caer todo lo que estaba haciendo y salté hacia el teléfono. ¡Nooo, más tarde, más tarde! Sabía que en los States comen pronto. En Orlando, en el Epcot Center, hay una reconstrucción Disney de un trozo de Italia, hasta con su apañado restaurante San Marco. En una ocasión, a las 9 de la noche, un camarero -italianísimo, hablaba con acento lombardo, pero dependiente del parque- no nos permitió entrar porque estaban cerrando, y de nada sirvieron mis observaciones de que si el restaurante, como todo el entorno, quería reproducir Italia, en tal caso, incluso sirviendo comida plastificada Disney, habrían debido observar las costumbres y horarios italianos. Lo sabía, pues, pero consideraba que las 7 era ya un acuerdo totalmente a su favor. En el fondo, también yo he adoptado costumbres poco itálicas; como poco a mediodía y así por la tarde se me presenta pronto el hambre. Pero a las cinco, no.
“…O.K. entonces a las cinco y media…”
“¡No, a las siete, a las siete!”
Nada que hacer, la señora Iolanda era realmente estupenda, pero, aunque italiana nacida en Italia y casada con un italiano nacido en Italia, al tener los hijos americanos, debía ser, y era de hecho, más americana que los americanos. Invitación a cenar adjudicada a las cinco treinta: ¡vaya por Dios!
Dos eran los aspectos del problema: primero, hacer todo lo que había que hacer en Manhattan con tiempo para llegar a casa de la señora Iolanda; segundo, conseguir tener hambre a aquella hora del té. Razonando, esto segundo era lo más fácil, y se avenía bastante, como he dicho, a mis costumbres: se trataba de forzarlas un poco. Habiendo tomado un buen desayuno se podía resistir con un bocadillo; a fin de cuentas los americanos lo hacen así. Además estaba claro, la invitación a las cinco y media era para antes charlar un rato, visitar la casa, tomar un aperitivo…lo típico.
El bocadillo, en Manhattan, aun no había tenido tiempo de metérmelo al cuerpo. Habíamos quedado en el hotel, que estaba ya en Secaucus, o sea, al otro lado del Lincoln Tunnel, más allá del Hudson, en New Jersey. Desde allí, en coche, Little Ferry estaba a pocos minutos.
Se me hizo tarde, por supuesto. Por suerte no estaba lejos del Poth Authority Bus Terminal, en la 8 avenue, entre las calles 40 y 42, de donde salía el autobús que había que tomar.
Eché a correr, pero en el ángulo del Bryant Park, frente a la salida del metro, estaba el carrito de los hot dogs: era ya por la tarde.. El hambre no tiene en cuenta ni las prisas, ni los planes, ni mucho menos las citas ni los autobuses que se van. Todavía corriendo, recogí unas monedas del bolsillo y estaba a punto de pedir el hot dog cuando, en un alarde de ingenio, decidí tomar algo que me evitara la consabida pérdida de tiempo que si la comanda, que si quería mostaza, ketchup, o what else. Pedí un frankfurter que, con perdón de la ciudad hessiana, estaba realmente asqueroso.
Será porque lo engullí a toda prisa andando veloz, pero se me atascó en el estómago, sin moverse. Quizá horrorizado a la vista del P.A.B.T., el enorme edificio-terminal con los autobuses subiendo a las diferentes plantas. Según qué bus quieres tomar, tienes que subir a cierta planta, de cada planta sale una decena de líneas. Todo bajo techo. Un vientre de los EEUU, una víscera eficiente pero dura: como sus puertas. Dentro de este mastodonte, de inusuales proporciones, todo está pensado a lo grande. Rampas y escaleras mecánicas juegan a entrecruzarse, con desprecio a la estética pero al perfecto servicio de la funcionalidad; hay tiendas, bares (o algo parecido), quioscos de flores, reparación de calzado, vendedores de hot dogs o de cookies, hay uno incluso que, mientras esperas a que salga el bus, te borda el nombre o lo que tú quieras en tu gorra yankee. Todo es enorme: todo, excepto las puertas que desde la sala de espera llevan a los andenes adonde los autobuses se acercan bufando veneno. Son pequeñas y pesadísimas. He visto a la típica mujer americana, blanca o negra pero gordinflona, batirse en un cuerpo a cuerpo para conseguir abrir la puerta, que encima tenía un muelle -durísimo- para el cierre automático, y era una lucha sin tregua, por cuanto ni siquiera se abría empujando sino estirando; y luego para pasar con las grandes posaderas, los paquetes y los bultos. Y nadie que la ayudara. La dejaban allí -pacientes por fuera pero irritados por dentro- esperando a que acabase su cotidiana angustia personal. Escena emblemática.
En fin, llegué al hotel a tiempo, me di algo parecido a una ducha, y ¡hala, hacia los verdes jardines de los suburbs! Porque Little Ferry es un auténtico, verdadero, suburb. Uno de los tristemente famosos suburbs, esencia profunda de la América de final de milenio. Donde una señora Iolanda, italiana nacida en Italia y casada con un italiano nacido en Italia, te invita a casa para cenar a las cinco y media.
¡… a las cinco y treintaicinco todos a la mesa!
El marido, Michele, ahora Michael, excuso decir que llevaba una camisa de flores desabrochada y el cap en la cabeza, las bermudas, los calcetines ¡blancos! y zapatillas de lona. Pero, con su apariencia socarrona tras sus gafas ahumadas antiestéticas aunque prácticas, resultaba él también simpático. Nada salvó a la compañía de la alborozada satisfacción con que mostró la nueva barbacoa. Que nadie piense en un armatoste, grande pero portátil, adecuado para llevar al campo el domingo. No: se trataba de un montaje firmemente anclado a una base de cemento empotrada en el suelo, a la cual, a través de unos conductos subterráneos, afluía el gas que alimentaba las llamitas de encendido electrónico situadas inmediatamente debajo del brasero auténtico y verdadero, donde un poco de carbonilla requemada no hacía ya más papel que el de difundir el olor-barbacoa típico de los jardines de los suburbs.
Fue en esa ocasión, por cierto, cuando descubrí algo que tal vez debería haber descubierto antes. Las lindas casitas de madera, todas alineadas en el centro de sus jardincitos, que habíamos visto en tantas películas de Hollywood, donde viven o familias felices o truculentos sicópatas (o más bien los dos: si no, ¿con quién se divierten los sicópatas?), pues bien, aquellas casitas, con su puertecita para el gato, y, tal vez, con sus barras y estrellas plantadas en el jardín, mira por dónde ¡no son de madera! Son de aluminio, moldeado para imitar la madera. Dura bastante más y se salvan muchos árboles; pero adiós poesía.
Así pues, a las cinco y treintaicinco post meridiem, la señora Iolanda nos sirvió, entre las patatas fritas y otras cortesías hors-d’-œuvre variés empaquetadas, unas hermosas lasañas sacadas de una caja “Italian food specialities: today Lasagnie” ( así, con la i). La verdad es que se podían comer porque les había añadido, en un arrebato de amor propio itálico-cocinero, dictado por la italianidad de su huéspedes, un ragou ( a la americana: ni ragú ni ragout) que no tampoco estaba tan malo; eso sí, también del supermercado.
Entretanto Michele-Micheal se prodigaba en la B-B-Q. Se presentó con un bistecazo como te lo esperas en América: excepcional, que en Europa ni nos hacemos idea, con permiso de la fiorentina. Consigue siempre desencadenar apetitos atávicos: te lo comes con satisfacción, de rigor -si los comensales lo permiten (si no lo permiten son unos infames)- con las manos, dejando correr churretones de jugo y grasa a los lados de la boca, regresando a antiguas actitudes a incisivos y caninos, ejercitándolos en morder, desgarrar, roer el hueso.
Antes de hacer un papelón, manifesté estas convicciones, convencido de que a ello habría seguido un general empuñar el bistec por el hueso. Estábamos en el jardín, sobre mesas de plástico cubiertas de plástico, sin mantel (que raramente lo hay en América: lo aprecio) con platos y vasos de plástico, servilletas de papel, con atuendos no ya casual, sino expresamente estudiados para ofender al buen gusto. Nothing. La anfitriona asintió distraídamente pero siguió con cuchillo y tenedor.
Aprecio mucho los modales y la compostura, y si insistí tanto en el hecho de comer aquel bistec con las manos fue por un cúmulo de motivos, entre los cuales las ganas de romper aquel rígido esquema que me forzaba a cenar a las cinco treintaicinco; quizás el aflorar, lejos de casa y de los ambientes conocidos, de un espíritu infantilón alentado por las diferentes costumbres; y, desde luego, el primitivo deseo de disfrutar salvajemente de aquel magnífico trozo de carne.
Me volví hacia Michele-Micheal, buscando complicidad en las maneras expeditivas de los machotes americanos, que han abierto caminos al noroeste, han atravesado desiertos, tienen el culo pelao de cabalgar jornadas y jornadas.
Tuve la impresión de que estaba con la cabeza en algún torrente pescando. Le había plantado encima una mirada de pegamento exhortarle a pronunciarse. Farfulló algo con su voz lenta y sosegada. Había nacido en Roma, pero, igual que la mujer, hablaba el italiano de América, que tiene siempre un acento napolitano.
Me arriesgué: “Bueno, este bistec está pidiendo ser comido con las manos…”
“¿Eh? Co’ ‘e mmane? Mia moglie cosa dicere?” [2] replicó pilatescamente en voz baja, masticando con determinación y esbozando una sonrisita. No tenía ninguna intención de involucrar a la mujer, aquel “dicere” no se traduce como un “qué va a decir” sino como un “qué diría”.
Ahora ya estaba lanzado: “¿Pero nunca os da por hacerlo? Yo qué sé, cuando estáis con los nietos, todos juntos, pues ¡hala!, la barbacoa con las manos…”
Lo dije mirando a ambos cónyuges. La señora Iolanda estaba a punto de responder cuando él le hizo un gesto imperceptible y, tras una pausa interminable (en torno a un segundo y medio), dejó caer a plomo en escena un sonoro, profundo, definitivo: “¡No!”
Era impresionante aquel no. La voz había cambiado, de apagada y tenue se había vuelto baritonal y potente, y aún así parecía venir de muy adentro. Avanzada la conversación pude escuchar otros ‘no’ de Michele-Micheal. Siempre se repetía el mismo esquema. Casi nunca intervenía en la discusión, preguntado, se las apañaba con monosílabos, y cuando ya lo habías casi olvidado, sobre un tema crucial atajaba a la mujer soltando aquel ‘no’ suyo, poderoso pero sin gritar, perentorio, aunque no arrogante.
Bien: el bistec, con cuchillo y tenedor. Por supuesto, corté también el plato de plástico. Mientras, Michel-Micheal se había aproximado de nuevo al monumento a gas y enseguida nos llegó otro olor de algo carnoso que dejaba caer grasa derretida sobre los estériles descendientes de los carbones de las hogueras al raso de las grandes praderas del Oeste. Al final, se nos presentó volvió con un cargamento de muslos de super-pavo. Eran gigantescos, nunca he visto cosa igual.
Pregunté: “¿Qué son?”
“Gallina.” contestó la señora Iolanda.
“¿Gallina? ¿Tan grande? Será…pavo, ¿no?”
“Gallina. Chicken , u know.”
“Ah, ya. Y ¿de dónde viene? ¿Es alguna gallina particular, de alguna zona concreta?”
“¿Comme?”[3]
“No, que… si es algún tipo especial de gallina. ¡Así tan grande!”
No speciale[4]: gallina, u know. Chicken.”
“Que pensaba que igual es alguna raza en concreto, ¡como es tan grande!
“No” tronó Michele-Micheal; y punto, asunto zanjado.
Una cuestión que estoy posponiendo es la de las bebidas. Habíamos comprado vino –italiano, si bien comprado dos millas antes–. Tras ser examinado con atención: “Lo bebemos” sentenció el jefe de la B-B-Q. En la mesa descubrimos que ellos dos el vino, una por abstemia, otro como superviviente de varios by-pass, no lo tomaban; así que fuimos los convidados quienes nos lo soplamos, y ellos los que preguntaban: Comm’è? È buono?[5] Pero, ni que decir tiene, insistían en que bebiésemos cerveza.
Micheal, vai e piglia ‘a birra.[6]
“¡Uh!”
Micheal, they wanna have beer, u know... Ve y pilla una birra.”
Fue. Volvió con la cerveza. En lata.
Sostengo que hay que acabar con la cerveza en lata.... Coge aluminio. Se le pega un sabor sintético. Se exacerba y sale contraída, áspera, alucinada. Vaya por delante que los americanos beben unas cervezas asquerosas. Y a menudo el beberlas de lata aumenta esa asquerosidad. Tal vez solo algunas cervezas italianas y muchas españolas sean peores (Sudamérica es colonia estadounidense también en lo que hace a cervezas). En este momento, arrollado por la italo-americanidad, sucumbí. En llegando al estómago, el sucedáneo de cerveza penetró en los restos del frankfurter del Bryant Park y los expandió monstruosamente, provocando un tapón terrible que, en un instante, parecía ir desde la garganta hasta el colon.
Estaba en pleno pánico. Justo en aquel momento llegaron dos boles de ensalada. Una de ellas iba a quedar frente a mí. Puse educadamente la mano para detenerla y la giré como indicando “No gracias, yo no tomaré, empiece a servirla por aquí al lado”. “Esta es tuya” precisó la señora Iolanda.
¡Dios mío!
Tuve suerte con la fruta, que, por otra parte, me pareció de dimensiones y cantidad como las nuestras. Conseguí no tocarla. Llegados a ese punto habría agradecido, no ya un café, que de hecho conseguí evitar, siendo distintos el concepto y el uso del café, por allá, sino un buen chupito de un licor digestivo. La verdad es que no me atrevía a pedirlo.
Sacaron el tema a colación nuestros anfitriones. Me disponía a aceptarlo sin parecer descarado (estándar educado) cuando la señora Iolanda terminó la frase “...però no, Mike, hanno già bevuto ‘o vino, e poi so’ stanche, u know, domani si devono alzare presto...”[7]
Esto a las 07:55, hora del Atlántico .(¡Aquella noche acabamos yendo al China…!)

Pero el drama se desató en la sobremesa. Y cierto, un verdadero drama: o al menos, cayeron los últimos pliegues del telón negro cerrado algunos años atrás. Esta imagen pesada y retórica se ajusta bien, por desgracia, a lo que había ocurrido en aquella familia. Ya lo sabía, había sido informado para evitar decir alguna inconveniencia.
Habían perdido a un hijo. Se llamaba Micheal, casi como el padre. Tenía a su vez una hija pequeña; el tumor no le había dado el tiempo de verla crecer.
El caso es que, en la conversación distendida que siguió a la comilona, me encontré en un momento dado de pie, alejado del resto de la compañía. Solo la señora Iolanda se encontraba junto a mí. Como queriendo ir un poco a las confidencias me preguntó: “Quanti anni tu hai?”[8] Se lo dije. Y al instante me di cuenta de que había metido la pata.
“¡Como Micheal!”
Los ojos cansados de demasiadas fatigas y demasiado llanto retenido, tras las lentes de las gafas, brillaban. ‘Nu guaglione comme a Maikel suio[9]. Comprendía que yo no era Micheal, desde luego, pero también se daba cuenta de que otra ocasión como aquella no se presentaría en quién sabe cuánto tiempo, tal vez jamás. Jugar al juego trágico de la simulación. Era game, en tanto que impregnado de un grotesco sentido de diversión, y era play, porque realmente preveía normas, papeles, guión y escena.
Se volvió mirando de engatusar al marido. Cuando lo hubo conquistado le anunció: “Tiene los mismos años que Micheal”.
Michele-Micheal se encogió leve y brevemente de hombros, como un tic, y pareció desentenderse, demasiado imbuido de la calma de la tarde, epígono de la monotonía perenne de sus días. Sin embargo, los ángulos de su boca se torcieron hacia abajo. No me convertí en Micheal, no, pero me vi obligado a jugar recitando su papel silencioso, en el que me pude introducir fácilmente gracias a la coincidencia registral.
Creo que, aparte de los años, no tenía nada en común con Micheal. Era simplemente el primer actor adecuado para el papel venido a jugar a aquella casa después de su muerte. ¿Qué tenía yo que ver con aquella niña, de entonces unos diez años, que jugaba a softball en el jardín de hierba atiborrada de química?, ¿con aquella mujer que venía a recogerla cada tarde? ¿Por qué esta anciana italiana de América estaba tan impresionada por el hecho de que yo tuviese la misma edad que habría tenido el hijo muerto?
No acababa de entenderlo. El caso es que el ambiente, ya grotesco, se volvió surrealista. Me llevó a reconocer las cosas de Micheal, sus libros, sus fotos. Una en el cole, una con la mujer; y con la mujer y la hija, y la hija sola. Al fin, con la enésima: “Aquí ya estaba enfermo”. Para esto no estaba preparado. La cara de un hombre -de mi misma edad- que sabe ya, con tanta anticipación, que debe morir en poco tiempo. Señor, dónde estaría yo desperdiciando mi tiempo en aquel momento, en el momento de aquella foto? Miré por la ventana para encontrar consuelo a la angustia que me vencía y me topé con la chiquilla que, exuberante de vitalidad, lanzaba y batía pelotas sobre la hierba abonada de química. Atisbé en los rasgos de su rostro los del padre. Mientras, la señora Iolanda me contaba todo el historial académico del hijo, y luego los trabajos que había hecho. Era un torrente -de amor- desbordado. Los llantos que debía no haber vertido, agotada por las travesías de la vida (la guerra, la emigración, el enfrentarse a un país nuevo, aprender su lengua y sus hábitos, pelear por el trabajo, etc) y por las puertas, demasiado duras, que empujar cada día, se deshacían finalmente en palabras, de las cuales, por desgracia, no era capaz de penetrar todo el significado. Y me superaban. Al poco, pese a estar impactado, no lograba siquiera poner cara de circunstancias, estaba realmente harto, y encima, no sabía poner fin a la comedia. Tenía fijos en los míos aquellos ojos que, visiblemente, habían reprimido demasiadas lágrimas, revivía la profundidad absoluta (absoluta como la muerte) de los “no” de Michele-Micheal; finalmente comprendí el ansia devoradora de un pueblo who plays with dead, que juega/actúa con la muerte.
La vida, en América, no tiene el mismo valor que en Europa. Los Estados Unidos son la nación más poderosa del globo, pero cada año esperan con fatalismo que el huracán de turno provoque decenas de víctimas. Amén. Uno de los mayores deportes nacionales es disparar al presidente. Amén.
Usan la guerra hasta con fines electorales, parte de económicos: santifican a los militares que han matado a más nazis, comunistas, árabes, terroristas; y después, sobre impecables prados atiborrados de química, representan impecables funerales a los muchachos que han mandado a matar y morir, con banderas arriadas con solemnidad y salvas de fusil. Amén.
Entre tanto fríen a algún negro en la silla eléctrica. Amén.
Luego, en Hollywood, ruedan “El cielo puede esperar”, “Ghost” y otras tres mil películas donde la muerte es sublimada, representada, jugada: aplazada. Amén.
Pero individualmente, ese pueblo no puede suprimir la angustia ligada a la muerte: el fin, la gran incógnita, lo definitivo, el no retorno, el gran derrota del Hombre: el redde rationem, si no a Dios, a la propia conciencia, que tal vez en aquel océano de cebolla, patatas fritas y alitas de pollo fritas, desde algún recóndito lugar, se obstina en gritar. Desoída hasta el final, ahogada por demasiada comida.
Para tratar de no enfrentarse al misterio, intentan hacer de la muerte un elemento ‘civil’. Por eso los policías disparan antes de pensar, por eso en las películas, a menudo, la solución es matar al culpable (presunto), por eso aman la pena de muerte, por eso quien ocupa un cargo público puede ser asesinado, por eso sus insensatos uso y gestión de la guerra: que siempre es ‘justa’, porque ‘civil’; en el sentido de prevista por la sociedad. Su sociedad no ha previsto que uno se pueda estampar contra un árbol con el coche, por lo que impone límites de velocidad inverosímiles; pero encuentra correcta la venta de armas, que hasta los niños tienen a mano. No quieren que al menos la muerte esté fuera del control humano.
Y para hacerse la ilusión de derrotarla consumen, devoran jirones de vida.
No hay nada que les haga sentir parte de la historia, ningún testimonio de la cultura de las generaciones pasadas. No heredan un pasado, su única referencia es un futuro: pero la muerte lo niega. Así que comen y comen: al menos adentellan el presente.
Según reglas y papeles precisos previstos en el play.
Pero la muerte propia se vive solo hasta un instante antes. La de un hijo se vive sobre todo después, y hace peor la espera de la propia. Un hijo es una parte del padre y es su continuar viviendo, es haber dejado algo que no hace inútil el haber vivido: el hijo, muriendo antes que el padre, hace para este aún más definitiva la muerte.
Al día siguiente, conduciendo por una highway de Long Island, mientras los aviones aterrizaban a mi derecha en el John Fitzgerald Kennedy International Airport, me di cuenta de que en Europa tenemos como la sensación de que todo el mundo llorará desconsolado nuestra muerte. En América, en cambio, tan proyectada hacia el futuro, una persona que muere es una cosa del pasado; que ya no está. Y se percibe.
Pero allí, en la áspera campiña de Long Island, preñada de salinidad, me di cuenta de que si hubiese muerto yo no habría dejado nada de mí, yo no tenía un hijo a quien confiar la utilidad de mi vida. Y yo lloré.
Esto el día después. Aquella tarde fui a jugar a softball con la hija de Micheal. Me sonreía. Lanzó la pelota. Bateé con violencia e hice un home run, un fuera del campo. La pelota rebotó sorda en la calle. Un silencio surreal helaba el suburb.



[1] La signora Iolanda, emigrante que ha adoptado la lengua de su país de acogida, tiene una forma graciosa y particular de hablar su italiano materno, que usa -como se dice en el texto- en su variante con acento y entonación de la Italia meridional mezclado con construcciones y frases en inglés. Imposible recoger estos matices en la traducción al español, por lo que aquí tenéis la transcripción de sus palabras (y las de Michael) en su versión original. Recordando que podéis acceder a todo el texto original en italiano desde la página de inicio, se proporciona mediante notas la traducción al castellano, así como la correcta escritura de la frase en buen italiano. Aquellas que aparecen traducidas presentaban ya en el original formas correctas o, al menos, aceptables. (N.d.T.)

(C.) Venid, que os preparo una rica comida, you know. Hacemos -¿cómo se dice?- barbequiú. Y, tenéis que venir, nos juntamos todos, vosotros, nosotros dos, y la chiquilla, you know, la hija de Micheal.

(I.) Venite, che vi preparo un bel pranzo, you know. Facciamo – come si dice? – barbeque, come si dice? Eh, dovete venire, stiamo insieme, voi, noi due e la ragazzina, you know, la figlia di Micheal.

[2] (C.) ¿Con las manos¿ ¿Y qué va a decir mi mujer?

(I.) Con le mani? Cosa dicere mia moglie? (Dicere es claramente erróneo: su interpretación se explica inmediatamente después.)

[3] (C.) ¿Cómo?     (I.) Come?

[4] (C.) No especial.     (I.) Non speciale.

[5] (C.) ¿Qué tal? ¿Es bueno?            (I.) Com’è? È buono?

[6] (C.) Micheal, ve a por una birra.         (I.) Micheal, vai a prendere la birra.

[7] (C.) Cuántos años tienes?         (I.) Quanti anni hai?

[8] (C.) ...no, hombre, no, Mike, que ya han bebido vino, y encima están cansados, you know, que mañana tienen que madrugar...

(I.) …però no, Mike, hanno già bevuto il vino, e poi sono stanchi, you know, domani si devono alzare presto…

[9] (C.) Un muchacho como su Micheal.             (I.) Un ragazzo come il suo Micheal.