Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Tahití

20.04.2015 22:47

En el avión procedente de Honolulu había pasado algo extraño. Algún detalle aún no lo acababa de entender.

Me dirijo a ocupar mi plaza en el DC-8 del Aloha Airlines: el habitual amblar por el pasillo central, con el bolsón entre las patas, esperando que la tipa delante de mí se decida un poco y vaya hacia adelante (más bien hacia atrás, ya que se entra junto a la cabina y se desciende hacia la carlinga). En cambio la tipa se entretiene parloteando con su amiga, emite grititos semejantes a risas embarazosas, cede siempre el paso a los que, ya sentados, se vuelven a levantar para abrir el portillo de los equipajes de mano y recolocar la chaqueta o coger el crucigrama. Detrás de mí, siento el aliento de mi amigo sobre el cuello.
Identificadas nuestras plazas, la mía de pasillo, como siempre, a la izquierda del fuselaje respecto al sentido de entrada, espero que la tipa avance solo otros 50 centímetros para poder deslizarme dentro y tomar posesión del asiento, cuando la tipa en cuestión lleva a cabo, ella, esa operación y me quita el sitio.
Excuse me, I think this seat is mine.
En vez de responder, se pone a la defensiva, emitiendo educados gruñidos, busca con la mirada ayuda; de la amiga, entiendo.
Vous, vous parlez français?
Oui”, aún asustada.
Ah bon, voyez: cette place, je crois que c’est à moi...” le digo mostrando la tarjeta de embarque.
Sin palabras, me enseña la suya. ¡La misma plaza! ¡Vaya, hombre!
Me vuelvo hacia mi amigo, que está aún en medio del pasillo, con la bolsa en la mano y a punto de tirárnosla a la cabeza.
“Llama un momento a la azafata, tenemos la misma plaza”.
No se ve a las auxiliares de vuelo, va a buscarlas. Entretanto, en otra parte del avión se levanta un hombrecillo con el rostro tachonado de elementos agudos -los pómulos, el mentón, la nariz, las arcadas supraciliares, lo impensable- sortea las rodillas de quien se sienta a su lado y, con las maneras del que sabe poner orden, se lanza en medio de la acción.
What’s happening?”, exhorta con acento francés.
Nothing”, gélido.
What is your place? And your?
¿Por qué no se mete en sus asuntos? ¿Qué pinta en nuestro banal problema? Seguro, por el acento y por las incorrecciones del lenguaje, de que no es americano, le digo: “Y’a pas de problème, soyez tranquille. L’hôtesse va venir.
Se queda ahí, y sigue, dirigiéndose a la tipa: “C’est rien, on va se débrouiller... Quelle est votre place? Et la vôtre?”, termina, volviéndose a mí.
L’hôtesse va venir.” Llega, efectivamente, Roberto con la azafata, pero es él quien la acapara . Digo a Roberto: "A ver si lo deja estar, ¿qué hace metiendo las narices? Como no se levante...”
Me fulmina de un vistazo.
“¿Italianós?” pregunta con acento francés.
Ouais, italiens”, con tono desafiante.
A lo que sigue un pot-pourri, pero verdaderamente pourri, o sea podrido, de palabras y frases en tres lenguas, aliñado con gestos, guiños, miradas, puede que alguna palabra en polinesio (si es que existe una lengua polinesia). Claro, porque la tipa y su amiga eran polinesias, achaparradas como todas las polinesias (excepto una que llegó a miss Francia y pocas otras que salen en los folletos).
“Pero vamos a ver, ¿usted de qué nacionalidad es?”
“Soy italianó”
“¡Acabáramos: hablemos pues en italiano de una vez!”
Entretanto la azafata ha entendido todo: no del pot-pourri, sino de la cuestión intrínseca. Una letra de una de las tarjetas de embarque está escrita tan torcida que parece la misma de la otra. El asunto queda resuelto. Y sin embargo, aquel personaje extraño nos inquieta un poquillo: aunque, ¡bah, se encuentra uno tantos!
El vuelo es malísimo. Me tiro el zumo de naranja por los pantalones y tengo que ir al baño a secármelos. Increíble la puesta de sol sobre la línea del Ecuador. Rojos, violetas, amarillos, de intenso pero no sombrío dramatismo, despiden al sol que va a “violentare altre notti”[1], suspendidos y reflejados en la gran paleta azul. Pero luego, estando no lejos del espacio aéreo de la Polinesia francesa, encontramos una hermosa turbulencia, incluso el personal de a bordo se acurruca todo en sus asientos, se ven las primeras miradas desorbitadas, como siempre. Aún no es nada. En un momento dado, agachando la cabeza sobre las rodillas de Roberto, veo debajo de mí las luces de una pista, pero no estamos demasiado altos: aunque no me parece la altura de navegación, debemos estar más bajos. Empezamos a llevar retraso. Sigue la turbulencia. Bastante. El avión inicia un giro a la derecha. Justo a mitad, una corriente descendente produce el efecto bache aéreo. El aparato se desliza sobre un lado y pierde en 2-3 segundos no sé cuántos cientos de pies, pero no pasa nada. Los gritos, no obstante, suenan altísimos. De aquí en adelante se intuye que alguno reza.
Descendemos. Se anuncia el aterrizaje en veinte minutos. Que pasan. Otros amplios virajes. Ruidos, como cuando se saca el tren de aterrizaje. En la oscuridad de la noche, aún veo la pista, me parece justamente aquella que ya he visto. Descendemos, más ruidos, volvemos a ganar altura. Fuera de la ventanilla parece haber niebla: pero no, es la humedad que se condensa en el doble fondo entre los dos vidrios. Vamos, que el problema no son los baches aéreos, que continúan y de los cuales todos los pasajeros están, quien más, quien menos, asustados. Aquí es que no sale el tren: y un aterrizaje sobre la espuma no debe ser para nada agradable. Me vuelvo, mi mirada se cruza con la del hombrecillo de elementos angulosos en la cara, reconocemos mutuamente la misma preocupación, hay una espontánea mueca de entendimiento, insinuándonos imperceptiblemente la causa técnica.
Quiere Dios que aterricemos sin problemas, con un retraso enorme. En la pista, militares con las metralletas apuntando. ¡Joder, encima!
Así pues, ahora estábamos en la recogida de equipajes y el incidente de la plaza codiciada había quedado disipado por el del retraso en el aterrizaje.

De repente, reapareció el hombrecillo, y aunque estaba a la suya, lo veía echarnos un ojo. Y cuando empujábamos los carritos hacia el control de pasaportes nos abordó. “¿Y que hasen dos italianós aquí?”, preguntó.
Yo no estaba ni así convencido de que este listillo (porque la pinta era la de listillo, sin duda) fuese italiano como había afirmado en mitad del pot-pourri lingüístico. Respondimos con medias palabras: y él, dale con las preguntas. Poco a poco, empezó a contar también algo sobre sí. Que era de Aulla, era ingeniero, de joven había elegido la vía de Francia; desde allí había tenido la chance de construir las bases atómicas de Mururoa y se había enriquecido, estableciéndose en Tahití. Que hubiese nombrado un pueblo no muy conocido como el suyo de origen era un elemento a favor de la veracidad de sus afirmaciones. Pero aún no bastaba. ¿Y qué hacía viajando?
“Tenía que hacer algunas compras.”
“¡¿En Honolulu?!”
“Sí, por aquí todos van haser las compras a Honolulú, hay un vuelo dos veses para semana.”
“Pero ¿están locos?”
“No, ¿locos pog qué? Allí se encuentran cosas mejores y cuestan menos.”
Así de entrada, que se metieran al cuerpo 11 horas de vuelo entre ida y vuelta, nos dejó sorprendidos y mosqueados. Más tarde, no obstante, pudimos comprobar que, en efecto, aunque carísimas, las Hawai no alcanzaban el absurdo tarifario de la Polinésye Française.

Bienvenue au Royaume de la Folie! Un cartel así, giganteso, deberían poner en el aeropuerto. Folie pure, folie appliquée. No sé ahora que Tahití forma parte de Europa (sí, ya...), pero en aquel entonces este Territoire d’Outre-Mer disfrutaba de extrañas atenciones por parte del gobierno francés. Buscando hacerse perdonar los experimentos atómicos había eximido a los residentes del pago de impuestos directos. Vamos, que los Polinesios no pagaban tributos. Por contra, eran altísimos los impuestos indirectos, los que incrementan el precio de los artículos a la venta. De esta forma, pasaba realmente que las perlas negras de Tahití costaban menos en Honolulu que en el propio Tahití. Si tenían que comprar una videocámara o un reproductor de vídeo los tahitianos tomaban el avión para el archipiélago estadounidense, aprovechaban la ocasión para comprarse algo de ropa, una provisión de carretes y cintas, etc : así amortizaban el viaje y salían ganando, o mejor dicho contenían las pérdidas. Cuando hicimos la compra en un supermercado de Papeete, para comprar lo necesario para una cena de tres personas (a base de pasta, embutido en lonchas y ensalada, tampoco caviar) gastamos el equivalente a casi sesenta mil liras.
En compensación, la gente aquí se esfuerza denodadamente en dejar pasar la jornada. A veces tan dura que al atardecer, para no pensar, se dejan llevar besando repetidamente la boca de una botella.
Mientras, una naturaleza espléndida y bien dispuesta observa la locura humana. Pensar que el interior de las islas (no de los atolones, desde luego) presenta montañas de hasta por encima de 2000 metros enteramente recubiertas de vegetación definible como lujuriosa parece poco. Una verdadera jungla. Y sin embargo no hay en ella fieras ni, aún menos, serpientes venenosas. Especies vegetales que entre nosotros tienen el aspecto de arbustos, son allí verdaderos árboles, a veces incluso gigantescos. La fruta es óptima, rica, abundante: es un festival de papayas, mangos, bananas, aguacates, piñas, por nombrar las más conocidas para nosotros. Y eso que, en realidad, no conocemos más que sucedáneos. La exquisitez de aquellas pulpas saciadas de sol permanece para siempre impresa en el corazón y basta, por sí sola, para provocar una nostalgia que puede revelarse consumiente. Insoportable, en una fría jornada de lluvia, en la monotonía gris de una juventud ya pasada que se marchita entre un hijo al que recoger del cole y el enésimo aplazamiento de un deseo que colmar, cuando mintiéndonos a nosotros mismos nos dejamos vencer por la vida...
En un resort de Tahití, adonde fuimos para un cocktail, encontré parejas de italianos vencidos por la vida. No sé qué me daban más, si rabia o ternura: aunque quizás más rabia cuando fingían sentirse realizados y más ternura cuando todo en ellos mostraba la conciencia de la derrota. Allí estaban, admirando las escuálidas playas negras de la isla, desiertas, fingiendo estar contentos: y sin embargo, los ojos miraban abajo. Tahití, en sí, es una engañifa, si uno piensa en la isla tropical de folleto turístico. Al ser volcánica, sus playas están constituidas por basaltos triturados de color negro: cosa también hermosa, pero no apreciada por quien soñaba con un arenal blanco. La laguna entre barrera coralina y costa es reducida y está demasiado explotada: delante de Papetee, además, está tan abierta a causa del puerto que el océano la enjuaga fácilmente.
Y pensar que la felicidad (efímera, eso sí...) está sencillamente ahí delante, a cinco minutos de piper o media hora de ferry: la fantástica isla de Moorea, con la cual solo la mítica Bora Bora puede entablar el desafío sobre cuál tiene el mar más bello. Y allí están esas arenas blancas, y las palmeras inclinadas y la vegetación que llega hasta el agua y todo cuanto uno espera de una isla tropical. Algunos escorzos de la costa; la Baie de Cook e la Baie d’Opanohu, ensenadas turquesa y esmeralda entre dos lenguas de montaña verde brillante coronadas por diademas de rocas magmáticas, permanecen perennemente impresas en mis retinas. A menudo se sobreponen a las insulsas imágenes de lo cotidiano.

Quien me las hizo descubrir fue Ercole Angioli. Sí, el hombrecillo con la cara llena de elementos agudos, como las rocas de las montañas polinesias: él.
Él que, recogido el equipaje, se nos acopló, hasta un poco invasivamente, y se presentó. “Ercolé Angiolí”, por supuesto. Preguntó si teníamos hotel; no conocía el que le dije. Sobre la marcha, nos propuso ir a su casa. Roberto y yo nos miramos: no acababa de convencernos. Él insistió, nosotros resistimos. Volvió a probar con la historia de compartir el coste del taxi, y estábamos comprobando que las tarifas eran realmente prohibitivas. Esto se podía hacer. Discutió con el taxista porque no quería cargar el coche con las maletas de tres pasajeros, aunque en realidad intentaba dar trabajo a un colega. Una vez dentro nos preguntó por qué no acabábamos de aceptar ir a su casa: “Tengo una bonitá villa en la coliná, hay mucho espasió, me haséis un poco de compañía”. A fin de cuentas éramos dos contra uno (el taxista, claramente, no podía ser su cómplice): aceptamos.
El chalet no estaba en Papetee, sino en Pirae, un pequeña ciudad prácticamente pegada a la capital. El viejo Peugeot azul se encaramó por una subida imposible y se paró frente a una verja. Bajamos los equipajes.
“Bien. Si yo os hospedo podéis al menos pagar el taxí”
Por Dios, desde luego que sí, pero este cambio, que parecía una estratagema de pillo, no nos gustó nada. Mientras, pese a todo, Roberto procedía, aquel Ercole Angiolì se encaramó en la oscuridad sobre un pilar salvando la verja corrediza. Pero bueno, ¿no era su casa? ¿Cuándo se ha visto uno que salta la verja para entrar en su casa? ¿En qué lío habíamos metido?
En un momento dado, no se sabe cómo, la verja se abrió y entramos. Ercole Angiolì parecía orientarse bien en aquella villa. Total, nos dio una habitación a cada uno con aire acondicionado. Dormí con el dinero y los documentos entre el somier y el colchón.
Pobre Ercole, ¡si supiera cuánto he dudado de él! Y en realidad, era verdaderamente un buen hombre, si bien con sus ideas que, expeditivamente, definí como colonialistas. Era de verdad un ingeniero, que había construido largamente para la administración francesa: en las bases de Mururoa y también puentes, carreteras, puertos. Se había casado con una polinesia con la que había traído al mundo dos hijas, ya mayores, que vivían con la madre en la Costa Azul en una maravillosa villa (nos enseñó las fotos). Era rico. Le preguntamos qué hacía ahora, cuál era su ocupación. “Ahora, no hago nada”
“¿Cómo que nada?”
“Oh, chicos: he mucho trabajado para haser dinero, ahora el dinero trabaja por mí”.
Y, de hecho, aunque compartía todos los rincones de la casa, de vez en cuando nos echaba, se pegaba al teléfono (escuchábamos igual), llamaba a París y daba instrucciones de venta o adquisición de títulos. Nos dio una tarjeta de visita: “Ercole Angioli, Administrateur de Sociétés”. Hizo su efecto.
Había otra circunstancia en la que nos hacía salir; es más, nos invitaba encarecidamente a no tocar las pelotas: cuando venía a buscarlo cierta persona. La primera vez fue quizás la segunda noche – mejor dicho, la primera, en vista del horario de llegada de la anterior- que estábamos con él. Nos dijo que en cuanto llegara, éramos requeridos a quitarnos de en medio. No es que no hubiésemos entendido la clase de cita que tenía. Pero la sorpresa fue cuando, precisamente, la persona llegó. ¡Era la tía del avión, la del puesto disputado! He aquí por qué él había intervenido. Explicó que no habían viajado juntos y que incluso ella se había llevado a una amiga, porque “si no, la gente...”
Ercole nos llevó a todos los locales de Papetee en los que conocimos a una fauna mixta. Había también italianos, permanentemente agarrados a alguna belleza local camino de ajarse por culpa de demasiados abrazos saprófitos. Ercole los conocía a todos, italianos y no, pero en el fondo se veía que él era distinto, tenía una pizca de estilo, tal vez algo más que una pizca. Él recibía a su amante con discreción, no se hacía ver en los divanes de los night-clubs, viajaba por separado.
Fue él quien nos propuso pasar tres días en el Club Med' de Moorea. Fuimos con su coche, donde me machacó los oídos con Madonna y con los greatest hits de Frank Sinatra: su personal banda sonora automovilística.¡Creo haber odiado a Roberto porque le daba cuerda! Contemplar la plácida belleza ancestral de los mares del sur, donde el tiempo se ha detenido en el paraíso terrenal, teniendo como trasfondo “...I wanna wake up in a city that doesn’t sleep...”: despertarse en una ciudad que no duerme, justo lo contrario.
El Club Med' era un lugar que yo había siempre meticulosamente evitado. El de Moorea era sin embargo la chance mejor para disfrutar de aquel mar. La alternativa eran los todavía peores resorts con piscina (donde de todas formas fuimos una noche y donde Ercole me obligó a bailar el tamuré como un estúpido turista cualquiera, junto a bailarinas que de día eran cajeras en el supermercado). Era un pueblecito de bungalows emplazados bajo un palmeral artificial: por todas partes letreros con el rótulo “peligro caída de cocos”. Bromeé sobre ello hasta que, mientras una insulsa y de buen año muchacha francesa de la organización nos acompañaba a nuestra cabaña, me cayó una a pocos metros, estrellándose con violencia contra el caminito asfaltado. Me quedé aterrado y mis ulteriores desplazamientos por el poblado se caracterizarían por la máxima prudencia.
Una milanesa (la había reconocido como italiana por las gafas de sol) que estaba allí desde hacía semanas y contaba con quedarse a trabajar -se había enamorado de un guaperas rubio-, describió todos los motu, o sea, los islotes arenosos que se forman en la lagunas y se cubren enseguida de palmerales. Los nombró todos.
“¡Anda! ¿No habrá por casualidad alguno llamado Motu Proprio?”
“No, con ese nombre no recuerdo ninguno”, respondió ante el estupor ignorante de todos los presentes, castrando mi sonrisa en busca de complicidad.
Aparte de esto, el Club se presentó menos malo de cuanto pensaba. Enseguida fuimos reclutados para un partido de fútbol, donde encontré el modo de hacerme daño chocando repetidamente contra un legionario belga que pasaba allí su convalecencia. El mar era de ensueño pero la gente, la verdad, se desvivía más por sacar el máximo partido a todas las posibilidades ofrecidas: cursos de submarinismo y de windsurf o canoa, las representaciones y el torneo de ping-pong, hasta la tristemente famosa, patética, grotesca animación nocturna. ¿Por qué no se disfrutaba en contemplativa paz del Edén?
Al tercer día uno no podía más. Bien por Ercole que había aconsejado tan breve periodo.
Los días, con él, pasaron veloces. Lo acompañábamos a misteriosos encuentros de negocios, que no se acababa de entender cuáles eran y él nos llevaba a descubrir el maloliente (¡pintoresco!) mercado cubierto o a dar con fábricas de pareos. Los pedimos y los pagamos mucho más caros de lo que costaban en Honolulu, obviamente. Ercole se apasionó explicándonos el auténtico modo 'primitivo' de manufactura de los tejidos para pareo, con las hojas de los árboles extendidas sobre el algodón marchitándose bajo el sol, hasta impregnar indeleblemente la tela, dejando impreso el propio dibujo. De la elección de las hojas derivaba el motivo ornamental. Evidente cómo los colores chillones que presentaban la mayor parte de los pareos a la venta, eran astutos productos modernos de la globalización turística.
Fue durante aquella caza de pareos cuando me reprobó. Delante de un atelier encontré a Vivianne.
Ya la había conocido en la Oficina de turismo, ella tras el mostrador, yo delante para comprobar si en realidad el hotelito reservado existía (¡existía, pero no estaba la reserva!).
Al principio, ella, blanca francesa Métropole, era vagamente parisiennement arisca, después se había mostrado disponible, hasta que, por fin, misteriosamente imprevista, explotó la complicidad, que desde el principio merodeaba entre las mentiras de nuestras miradas conformistas. Pero... ¡adiós!
Y aquí estaba de nuevo. La complicidad volvió a estallar. Un lazo fluido impedía a nuestros ojos separarse los unos de los otros. Ercole me sacó fuera, había otras cosas que hacer.
No hubo nada más entre Vivianne y yo, pero creo, siento, realmente, que habría podido ser la mujer de mi vida. Había una atracción magnética.
Que Ercole tachó de idiota; no se puede ir haciendo el romántico.Y encima: ¡con una que viene de la lluvia!
Una mañana Ercole nos condujo en coche por una carreterita blanca que llevaba al interior de la isla, hasta que fue imposible proseguir. Desde allí Roberto y yo nos encaminamos por un sendero que, adentrándose en la espesura del bosque, enseguida adquirió connotaciones de ligera aventura. Hubo que encaramarse por resbaladizos peldaños excavados en la roca colgados de una cuerda, vadear torrenteras, caminar sobre el borde desmoronadizo de inquietantes precipicios y otros pequeños deleites que nos llevaron a no sentirnos más tontos turistas del Club Med'. Eso es, no del Club Med'.
Nuestra meta era una de esas fabulosas cascadas que, sabíamos, son típicas de las islas polinesias. Y cuando al fin la alcanzamos, el espectáculo y la emoción consiguiente fueron plenos. Nos hallábamos en el interior de una marmita que nos envolvía por tres costados, con paredes verticales de roca rojiza, viva y en tal modo escarpada, que ni siquiera la vitalísima vegetación de aquellas latitudes la había logrado colonizar. Del fondo de donde estábamos veíamos alzarse una nube ligera de partículas en suspensión, en medio de la cual, procedente del cielo abierto sobre el margen de la oquedad, caía una impetuosa columna de agua. Una fuente de energía con apariencias sobrenaturales. Se precipitaba fragorosamente con gran fuerza y chocaba dentro de un laguito de pocas decenas de metros cuadrados; una copa de agua adamantina.
Habíamos quedado con Ercole, creo que a eso de las seis de la tarde. Volvimos que serían las ocho. Y allí estaba él esperándonos, un poco fastidiado, eso sí, pero por culpa de un vigilante del acueducto que insistía en lo grave que era haber entrado hasta allí con el coche. En cualquier caso, Ercole no se había movido: allí estaba. Desde allí no habría podido volver a la ciudad y regresar. Así que sencillamente había esperado allí dos horas, solo en mitad de la selva.
Supongo que entretendría la espera haciendo oír a todos los pájaros “...I wanna wake up in a city that doesn’t sleep...”.
Mantenía siempre una actitud desenvuelta, pero cuando repetía, de vez en cuando, que le gustaba que estuviésemos porque le hacíamos compañía, no se podía no apreciar un algo de tristeza entre los elementos agudos de su cara.
Se reía de todo, su tema preferido era el relato de los grandes polvos echados a lo ancho y largo del mundo. Pero un día le comunicamos que partiríamos antes de lo previsto. Pareció un niño a punto de llorar: “Pero mí viernes próximo yo quería llevaros conmigo a la reunión del Comité de Desarrollo. Vosotros sabéis, hablamos de problemás que tenemos por aquí, yo quería que vosotros veníais...Os iba a enseñar que...”
Se sentía traicionado.
Trató de hacernos cambiar de idea. Cuando nos acompañó al aeropuerto había recuperado la sonrisa, pero nos miró dirigirnos al mostrador del check-in con lánguida tristeza.


Hasta siempre, Ercole, gracias.



[1] Un guiño, un bello homenaje al gran Fabrizio De André, la frase es un verso de la preciosa canción "Il testamento di Tito", perteneciente a su álbum "La buona novella" (1970).