Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Los relatos están por debajo, en orden inverso al de publicación.

Blog

Tahití

20.04.2015 22:47

En el avión procedente de Honolulu había pasado algo extraño. Algún detalle aún no lo acababa de entender.

Me dirijo a ocupar mi plaza en el DC-8 del Aloha Airlines: el habitual amblar por el pasillo central, con el bolsón entre las patas, esperando que la tipa delante de mí se decida un poco y vaya hacia adelante (más bien hacia atrás, ya que se entra junto a la cabina y se desciende hacia la carlinga). En cambio la tipa se entretiene parloteando con su amiga, emite grititos semejantes a risas embarazosas, cede siempre el paso a los que, ya sentados, se vuelven a levantar para abrir el portillo de los equipajes de mano y recolocar la chaqueta o coger el crucigrama. Detrás de mí, siento el aliento de mi amigo sobre el cuello.
Identificadas nuestras plazas, la mía de pasillo, como siempre, a la izquierda del fuselaje respecto al sentido de entrada, espero que la tipa avance solo otros 50 centímetros para poder deslizarme dentro y tomar posesión del asiento, cuando la tipa en cuestión lleva a cabo, ella, esa operación y me quita el sitio.
Excuse me, I think this seat is mine.
En vez de responder, se pone a la defensiva, emitiendo educados gruñidos, busca con la mirada ayuda; de la amiga, entiendo.
Vous, vous parlez français?
Oui”, aún asustada.
Ah bon, voyez: cette place, je crois que c’est à moi...” le digo mostrando la tarjeta de embarque.
Sin palabras, me enseña la suya. ¡La misma plaza! ¡Vaya, hombre!
Me vuelvo hacia mi amigo, que está aún en medio del pasillo, con la bolsa en la mano y a punto de tirárnosla a la cabeza.
“Llama un momento a la azafata, tenemos la misma plaza”.
No se ve a las auxiliares de vuelo, va a buscarlas. Entretanto, en otra parte del avión se levanta un hombrecillo con el rostro tachonado de elementos agudos -los pómulos, el mentón, la nariz, las arcadas supraciliares, lo impensable- sortea las rodillas de quien se sienta a su lado y, con las maneras del que sabe poner orden, se lanza en medio de la acción.
What’s happening?”, exhorta con acento francés.
Nothing”, gélido.
What is your place? And your?
¿Por qué no se mete en sus asuntos? ¿Qué pinta en nuestro banal problema? Seguro, por el acento y por las incorrecciones del lenguaje, de que no es americano, le digo: “Y’a pas de problème, soyez tranquille. L’hôtesse va venir.
Se queda ahí, y sigue, dirigiéndose a la tipa: “C’est rien, on va se débrouiller... Quelle est votre place? Et la vôtre?”, termina, volviéndose a mí.
L’hôtesse va venir.” Llega, efectivamente, Roberto con la azafata, pero es él quien la acapara . Digo a Roberto: "A ver si lo deja estar, ¿qué hace metiendo las narices? Como no se levante...”
Me fulmina de un vistazo.
“¿Italianós?” pregunta con acento francés.
Ouais, italiens”, con tono desafiante.
A lo que sigue un pot-pourri, pero verdaderamente pourri, o sea podrido, de palabras y frases en tres lenguas, aliñado con gestos, guiños, miradas, puede que alguna palabra en polinesio (si es que existe una lengua polinesia). Claro, porque la tipa y su amiga eran polinesias, achaparradas como todas las polinesias (excepto una que llegó a miss Francia y pocas otras que salen en los folletos).
“Pero vamos a ver, ¿usted de qué nacionalidad es?”
“Soy italianó”
“¡Acabáramos: hablemos pues en italiano de una vez!”
Entretanto la azafata ha entendido todo: no del pot-pourri, sino de la cuestión intrínseca. Una letra de una de las tarjetas de embarque está escrita tan torcida que parece la misma de la otra. El asunto queda resuelto. Y sin embargo, aquel personaje extraño nos inquieta un poquillo: aunque, ¡bah, se encuentra uno tantos!
El vuelo es malísimo. Me tiro el zumo de naranja por los pantalones y tengo que ir al baño a secármelos. Increíble la puesta de sol sobre la línea del Ecuador. Rojos, violetas, amarillos, de intenso pero no sombrío dramatismo, despiden al sol que va a “violentare altre notti”[1], suspendidos y reflejados en la gran paleta azul. Pero luego, estando no lejos del espacio aéreo de la Polinesia francesa, encontramos una hermosa turbulencia, incluso el personal de a bordo se acurruca todo en sus asientos, se ven las primeras miradas desorbitadas, como siempre. Aún no es nada. En un momento dado, agachando la cabeza sobre las rodillas de Roberto, veo debajo de mí las luces de una pista, pero no estamos demasiado altos: aunque no me parece la altura de navegación, debemos estar más bajos. Empezamos a llevar retraso. Sigue la turbulencia. Bastante. El avión inicia un giro a la derecha. Justo a mitad, una corriente descendente produce el efecto bache aéreo. El aparato se desliza sobre un lado y pierde en 2-3 segundos no sé cuántos cientos de pies, pero no pasa nada. Los gritos, no obstante, suenan altísimos. De aquí en adelante se intuye que alguno reza.
Descendemos. Se anuncia el aterrizaje en veinte minutos. Que pasan. Otros amplios virajes. Ruidos, como cuando se saca el tren de aterrizaje. En la oscuridad de la noche, aún veo la pista, me parece justamente aquella que ya he visto. Descendemos, más ruidos, volvemos a ganar altura. Fuera de la ventanilla parece haber niebla: pero no, es la humedad que se condensa en el doble fondo entre los dos vidrios. Vamos, que el problema no son los baches aéreos, que continúan y de los cuales todos los pasajeros están, quien más, quien menos, asustados. Aquí es que no sale el tren: y un aterrizaje sobre la espuma no debe ser para nada agradable. Me vuelvo, mi mirada se cruza con la del hombrecillo de elementos angulosos en la cara, reconocemos mutuamente la misma preocupación, hay una espontánea mueca de entendimiento, insinuándonos imperceptiblemente la causa técnica.
Quiere Dios que aterricemos sin problemas, con un retraso enorme. En la pista, militares con las metralletas apuntando. ¡Joder, encima!
Así pues, ahora estábamos en la recogida de equipajes y el incidente de la plaza codiciada había quedado disipado por el del retraso en el aterrizaje.

De repente, reapareció el hombrecillo, y aunque estaba a la suya, lo veía echarnos un ojo. Y cuando empujábamos los carritos hacia el control de pasaportes nos abordó. “¿Y que hasen dos italianós aquí?”, preguntó.
Yo no estaba ni así convencido de que este listillo (porque la pinta era la de listillo, sin duda) fuese italiano como había afirmado en mitad del pot-pourri lingüístico. Respondimos con medias palabras: y él, dale con las preguntas. Poco a poco, empezó a contar también algo sobre sí. Que era de Aulla, era ingeniero, de joven había elegido la vía de Francia; desde allí había tenido la chance de construir las bases atómicas de Mururoa y se había enriquecido, estableciéndose en Tahití. Que hubiese nombrado un pueblo no muy conocido como el suyo de origen era un elemento a favor de la veracidad de sus afirmaciones. Pero aún no bastaba. ¿Y qué hacía viajando?
“Tenía que hacer algunas compras.”
“¡¿En Honolulu?!”
“Sí, por aquí todos van haser las compras a Honolulú, hay un vuelo dos veses para semana.”
“Pero ¿están locos?”
“No, ¿locos pog qué? Allí se encuentran cosas mejores y cuestan menos.”
Así de entrada, que se metieran al cuerpo 11 horas de vuelo entre ida y vuelta, nos dejó sorprendidos y mosqueados. Más tarde, no obstante, pudimos comprobar que, en efecto, aunque carísimas, las Hawai no alcanzaban el absurdo tarifario de la Polinésye Française.

Bienvenue au Royaume de la Folie! Un cartel así, giganteso, deberían poner en el aeropuerto. Folie pure, folie appliquée. No sé ahora que Tahití forma parte de Europa (sí, ya...), pero en aquel entonces este Territoire d’Outre-Mer disfrutaba de extrañas atenciones por parte del gobierno francés. Buscando hacerse perdonar los experimentos atómicos había eximido a los residentes del pago de impuestos directos. Vamos, que los Polinesios no pagaban tributos. Por contra, eran altísimos los impuestos indirectos, los que incrementan el precio de los artículos a la venta. De esta forma, pasaba realmente que las perlas negras de Tahití costaban menos en Honolulu que en el propio Tahití. Si tenían que comprar una videocámara o un reproductor de vídeo los tahitianos tomaban el avión para el archipiélago estadounidense, aprovechaban la ocasión para comprarse algo de ropa, una provisión de carretes y cintas, etc : así amortizaban el viaje y salían ganando, o mejor dicho contenían las pérdidas. Cuando hicimos la compra en un supermercado de Papeete, para comprar lo necesario para una cena de tres personas (a base de pasta, embutido en lonchas y ensalada, tampoco caviar) gastamos el equivalente a casi sesenta mil liras.
En compensación, la gente aquí se esfuerza denodadamente en dejar pasar la jornada. A veces tan dura que al atardecer, para no pensar, se dejan llevar besando repetidamente la boca de una botella.
Mientras, una naturaleza espléndida y bien dispuesta observa la locura humana. Pensar que el interior de las islas (no de los atolones, desde luego) presenta montañas de hasta por encima de 2000 metros enteramente recubiertas de vegetación definible como lujuriosa parece poco. Una verdadera jungla. Y sin embargo no hay en ella fieras ni, aún menos, serpientes venenosas. Especies vegetales que entre nosotros tienen el aspecto de arbustos, son allí verdaderos árboles, a veces incluso gigantescos. La fruta es óptima, rica, abundante: es un festival de papayas, mangos, bananas, aguacates, piñas, por nombrar las más conocidas para nosotros. Y eso que, en realidad, no conocemos más que sucedáneos. La exquisitez de aquellas pulpas saciadas de sol permanece para siempre impresa en el corazón y basta, por sí sola, para provocar una nostalgia que puede revelarse consumiente. Insoportable, en una fría jornada de lluvia, en la monotonía gris de una juventud ya pasada que se marchita entre un hijo al que recoger del cole y el enésimo aplazamiento de un deseo que colmar, cuando mintiéndonos a nosotros mismos nos dejamos vencer por la vida...
En un resort de Tahití, adonde fuimos para un cocktail, encontré parejas de italianos vencidos por la vida. No sé qué me daban más, si rabia o ternura: aunque quizás más rabia cuando fingían sentirse realizados y más ternura cuando todo en ellos mostraba la conciencia de la derrota. Allí estaban, admirando las escuálidas playas negras de la isla, desiertas, fingiendo estar contentos: y sin embargo, los ojos miraban abajo. Tahití, en sí, es una engañifa, si uno piensa en la isla tropical de folleto turístico. Al ser volcánica, sus playas están constituidas por basaltos triturados de color negro: cosa también hermosa, pero no apreciada por quien soñaba con un arenal blanco. La laguna entre barrera coralina y costa es reducida y está demasiado explotada: delante de Papetee, además, está tan abierta a causa del puerto que el océano la enjuaga fácilmente.
Y pensar que la felicidad (efímera, eso sí...) está sencillamente ahí delante, a cinco minutos de piper o media hora de ferry: la fantástica isla de Moorea, con la cual solo la mítica Bora Bora puede entablar el desafío sobre cuál tiene el mar más bello. Y allí están esas arenas blancas, y las palmeras inclinadas y la vegetación que llega hasta el agua y todo cuanto uno espera de una isla tropical. Algunos escorzos de la costa; la Baie de Cook e la Baie d’Opanohu, ensenadas turquesa y esmeralda entre dos lenguas de montaña verde brillante coronadas por diademas de rocas magmáticas, permanecen perennemente impresas en mis retinas. A menudo se sobreponen a las insulsas imágenes de lo cotidiano.

Quien me las hizo descubrir fue Ercole Angioli. Sí, el hombrecillo con la cara llena de elementos agudos, como las rocas de las montañas polinesias: él.
Él que, recogido el equipaje, se nos acopló, hasta un poco invasivamente, y se presentó. “Ercolé Angiolí”, por supuesto. Preguntó si teníamos hotel; no conocía el que le dije. Sobre la marcha, nos propuso ir a su casa. Roberto y yo nos miramos: no acababa de convencernos. Él insistió, nosotros resistimos. Volvió a probar con la historia de compartir el coste del taxi, y estábamos comprobando que las tarifas eran realmente prohibitivas. Esto se podía hacer. Discutió con el taxista porque no quería cargar el coche con las maletas de tres pasajeros, aunque en realidad intentaba dar trabajo a un colega. Una vez dentro nos preguntó por qué no acabábamos de aceptar ir a su casa: “Tengo una bonitá villa en la coliná, hay mucho espasió, me haséis un poco de compañía”. A fin de cuentas éramos dos contra uno (el taxista, claramente, no podía ser su cómplice): aceptamos.
El chalet no estaba en Papetee, sino en Pirae, un pequeña ciudad prácticamente pegada a la capital. El viejo Peugeot azul se encaramó por una subida imposible y se paró frente a una verja. Bajamos los equipajes.
“Bien. Si yo os hospedo podéis al menos pagar el taxí”
Por Dios, desde luego que sí, pero este cambio, que parecía una estratagema de pillo, no nos gustó nada. Mientras, pese a todo, Roberto procedía, aquel Ercole Angiolì se encaramó en la oscuridad sobre un pilar salvando la verja corrediza. Pero bueno, ¿no era su casa? ¿Cuándo se ha visto uno que salta la verja para entrar en su casa? ¿En qué lío habíamos metido?
En un momento dado, no se sabe cómo, la verja se abrió y entramos. Ercole Angiolì parecía orientarse bien en aquella villa. Total, nos dio una habitación a cada uno con aire acondicionado. Dormí con el dinero y los documentos entre el somier y el colchón.
Pobre Ercole, ¡si supiera cuánto he dudado de él! Y en realidad, era verdaderamente un buen hombre, si bien con sus ideas que, expeditivamente, definí como colonialistas. Era de verdad un ingeniero, que había construido largamente para la administración francesa: en las bases de Mururoa y también puentes, carreteras, puertos. Se había casado con una polinesia con la que había traído al mundo dos hijas, ya mayores, que vivían con la madre en la Costa Azul en una maravillosa villa (nos enseñó las fotos). Era rico. Le preguntamos qué hacía ahora, cuál era su ocupación. “Ahora, no hago nada”
“¿Cómo que nada?”
“Oh, chicos: he mucho trabajado para haser dinero, ahora el dinero trabaja por mí”.
Y, de hecho, aunque compartía todos los rincones de la casa, de vez en cuando nos echaba, se pegaba al teléfono (escuchábamos igual), llamaba a París y daba instrucciones de venta o adquisición de títulos. Nos dio una tarjeta de visita: “Ercole Angioli, Administrateur de Sociétés”. Hizo su efecto.
Había otra circunstancia en la que nos hacía salir; es más, nos invitaba encarecidamente a no tocar las pelotas: cuando venía a buscarlo cierta persona. La primera vez fue quizás la segunda noche – mejor dicho, la primera, en vista del horario de llegada de la anterior- que estábamos con él. Nos dijo que en cuanto llegara, éramos requeridos a quitarnos de en medio. No es que no hubiésemos entendido la clase de cita que tenía. Pero la sorpresa fue cuando, precisamente, la persona llegó. ¡Era la tía del avión, la del puesto disputado! He aquí por qué él había intervenido. Explicó que no habían viajado juntos y que incluso ella se había llevado a una amiga, porque “si no, la gente...”
Ercole nos llevó a todos los locales de Papetee en los que conocimos a una fauna mixta. Había también italianos, permanentemente agarrados a alguna belleza local camino de ajarse por culpa de demasiados abrazos saprófitos. Ercole los conocía a todos, italianos y no, pero en el fondo se veía que él era distinto, tenía una pizca de estilo, tal vez algo más que una pizca. Él recibía a su amante con discreción, no se hacía ver en los divanes de los night-clubs, viajaba por separado.
Fue él quien nos propuso pasar tres días en el Club Med' de Moorea. Fuimos con su coche, donde me machacó los oídos con Madonna y con los greatest hits de Frank Sinatra: su personal banda sonora automovilística.¡Creo haber odiado a Roberto porque le daba cuerda! Contemplar la plácida belleza ancestral de los mares del sur, donde el tiempo se ha detenido en el paraíso terrenal, teniendo como trasfondo “...I wanna wake up in a city that doesn’t sleep...”: despertarse en una ciudad que no duerme, justo lo contrario.
El Club Med' era un lugar que yo había siempre meticulosamente evitado. El de Moorea era sin embargo la chance mejor para disfrutar de aquel mar. La alternativa eran los todavía peores resorts con piscina (donde de todas formas fuimos una noche y donde Ercole me obligó a bailar el tamuré como un estúpido turista cualquiera, junto a bailarinas que de día eran cajeras en el supermercado). Era un pueblecito de bungalows emplazados bajo un palmeral artificial: por todas partes letreros con el rótulo “peligro caída de cocos”. Bromeé sobre ello hasta que, mientras una insulsa y de buen año muchacha francesa de la organización nos acompañaba a nuestra cabaña, me cayó una a pocos metros, estrellándose con violencia contra el caminito asfaltado. Me quedé aterrado y mis ulteriores desplazamientos por el poblado se caracterizarían por la máxima prudencia.
Una milanesa (la había reconocido como italiana por las gafas de sol) que estaba allí desde hacía semanas y contaba con quedarse a trabajar -se había enamorado de un guaperas rubio-, describió todos los motu, o sea, los islotes arenosos que se forman en la lagunas y se cubren enseguida de palmerales. Los nombró todos.
“¡Anda! ¿No habrá por casualidad alguno llamado Motu Proprio?”
“No, con ese nombre no recuerdo ninguno”, respondió ante el estupor ignorante de todos los presentes, castrando mi sonrisa en busca de complicidad.
Aparte de esto, el Club se presentó menos malo de cuanto pensaba. Enseguida fuimos reclutados para un partido de fútbol, donde encontré el modo de hacerme daño chocando repetidamente contra un legionario belga que pasaba allí su convalecencia. El mar era de ensueño pero la gente, la verdad, se desvivía más por sacar el máximo partido a todas las posibilidades ofrecidas: cursos de submarinismo y de windsurf o canoa, las representaciones y el torneo de ping-pong, hasta la tristemente famosa, patética, grotesca animación nocturna. ¿Por qué no se disfrutaba en contemplativa paz del Edén?
Al tercer día uno no podía más. Bien por Ercole que había aconsejado tan breve periodo.
Los días, con él, pasaron veloces. Lo acompañábamos a misteriosos encuentros de negocios, que no se acababa de entender cuáles eran y él nos llevaba a descubrir el maloliente (¡pintoresco!) mercado cubierto o a dar con fábricas de pareos. Los pedimos y los pagamos mucho más caros de lo que costaban en Honolulu, obviamente. Ercole se apasionó explicándonos el auténtico modo 'primitivo' de manufactura de los tejidos para pareo, con las hojas de los árboles extendidas sobre el algodón marchitándose bajo el sol, hasta impregnar indeleblemente la tela, dejando impreso el propio dibujo. De la elección de las hojas derivaba el motivo ornamental. Evidente cómo los colores chillones que presentaban la mayor parte de los pareos a la venta, eran astutos productos modernos de la globalización turística.
Fue durante aquella caza de pareos cuando me reprobó. Delante de un atelier encontré a Vivianne.
Ya la había conocido en la Oficina de turismo, ella tras el mostrador, yo delante para comprobar si en realidad el hotelito reservado existía (¡existía, pero no estaba la reserva!).
Al principio, ella, blanca francesa Métropole, era vagamente parisiennement arisca, después se había mostrado disponible, hasta que, por fin, misteriosamente imprevista, explotó la complicidad, que desde el principio merodeaba entre las mentiras de nuestras miradas conformistas. Pero... ¡adiós!
Y aquí estaba de nuevo. La complicidad volvió a estallar. Un lazo fluido impedía a nuestros ojos separarse los unos de los otros. Ercole me sacó fuera, había otras cosas que hacer.
No hubo nada más entre Vivianne y yo, pero creo, siento, realmente, que habría podido ser la mujer de mi vida. Había una atracción magnética.
Que Ercole tachó de idiota; no se puede ir haciendo el romántico.Y encima: ¡con una que viene de la lluvia!
Una mañana Ercole nos condujo en coche por una carreterita blanca que llevaba al interior de la isla, hasta que fue imposible proseguir. Desde allí Roberto y yo nos encaminamos por un sendero que, adentrándose en la espesura del bosque, enseguida adquirió connotaciones de ligera aventura. Hubo que encaramarse por resbaladizos peldaños excavados en la roca colgados de una cuerda, vadear torrenteras, caminar sobre el borde desmoronadizo de inquietantes precipicios y otros pequeños deleites que nos llevaron a no sentirnos más tontos turistas del Club Med'. Eso es, no del Club Med'.
Nuestra meta era una de esas fabulosas cascadas que, sabíamos, son típicas de las islas polinesias. Y cuando al fin la alcanzamos, el espectáculo y la emoción consiguiente fueron plenos. Nos hallábamos en el interior de una marmita que nos envolvía por tres costados, con paredes verticales de roca rojiza, viva y en tal modo escarpada, que ni siquiera la vitalísima vegetación de aquellas latitudes la había logrado colonizar. Del fondo de donde estábamos veíamos alzarse una nube ligera de partículas en suspensión, en medio de la cual, procedente del cielo abierto sobre el margen de la oquedad, caía una impetuosa columna de agua. Una fuente de energía con apariencias sobrenaturales. Se precipitaba fragorosamente con gran fuerza y chocaba dentro de un laguito de pocas decenas de metros cuadrados; una copa de agua adamantina.
Habíamos quedado con Ercole, creo que a eso de las seis de la tarde. Volvimos que serían las ocho. Y allí estaba él esperándonos, un poco fastidiado, eso sí, pero por culpa de un vigilante del acueducto que insistía en lo grave que era haber entrado hasta allí con el coche. En cualquier caso, Ercole no se había movido: allí estaba. Desde allí no habría podido volver a la ciudad y regresar. Así que sencillamente había esperado allí dos horas, solo en mitad de la selva.
Supongo que entretendría la espera haciendo oír a todos los pájaros “...I wanna wake up in a city that doesn’t sleep...”.
Mantenía siempre una actitud desenvuelta, pero cuando repetía, de vez en cuando, que le gustaba que estuviésemos porque le hacíamos compañía, no se podía no apreciar un algo de tristeza entre los elementos agudos de su cara.
Se reía de todo, su tema preferido era el relato de los grandes polvos echados a lo ancho y largo del mundo. Pero un día le comunicamos que partiríamos antes de lo previsto. Pareció un niño a punto de llorar: “Pero mí viernes próximo yo quería llevaros conmigo a la reunión del Comité de Desarrollo. Vosotros sabéis, hablamos de problemás que tenemos por aquí, yo quería que vosotros veníais...Os iba a enseñar que...”
Se sentía traicionado.
Trató de hacernos cambiar de idea. Cuando nos acompañó al aeropuerto había recuperado la sonrisa, pero nos miró dirigirnos al mostrador del check-in con lánguida tristeza.


Hasta siempre, Ercole, gracias.



[1] Un guiño, un bello homenaje al gran Fabrizio De André, la frase es un verso de la preciosa canción "Il testamento di Tito", perteneciente a su álbum "La buona novella" (1970).

 

Londres

03.03.2015 17:22

Antes de partir, fue la alegría de verte extasiada por lo inesperado.

Ya de regreso, es la luz de aquellos cielos londinenses abiertos para nosotros y que espléndidamente nos invadieron. Tal vez procedente de ti, allí como aún ahora. Creo que no has visto Londres, porque no eras tú quien lo descubría. No, no eras tú, sino alguna que era tú sólo en la forma, y ni siquiera del todo, pues aparecías transfigurada, mostrabas tu alma al desnudo, te revelabas cual desde siempre había intuido.
Si eso es el amor, el amor es hermosísimo.
Y más hermosa he encontrado cada parte de aquella ciudad volviéndola a visitar contigo. Ni siquiera éramos turistas. Éramos nosotros, tu y yo, viviendo para nosotros. En Londres. ¿Puede éste elevarse al lugar del espíritu? Para nosotros lo ha hecho.
Un Londres de los milagros. Los pequeños, del Tower Bridge que se abre ante nosotros, de la india Primasha o del tío bueno del negro Mick, que volvemos encontrar entre todos los millones de habitantes, de la magia de un lovely pub, del mismísimo sol, más mediterráneo que británico. Los grandes, que descubrimos dentro de nosotros y nos hacen ricos.
Y aún otro: tú, en realidad, no has descubierto Londres; en realidad lo has desvelado. Fuera todo velo meteorológico, fuera toda visión empañada. Solo luz del día y noches de luces, solo personas y almas, solos nosotros dos en un aura de felicidad. Esta tenía un punto de luminosa claridad, del cual tal vez provenía: tus ojos. Sí, ciertamente, de allí emanaba para envolvernos a ambos.
Han sido horas largas y amplias. Ha sido tu tiempo, la concretización de tus reflexiones sobre el tiempo, pasadas de pensamiento a realidad para nuestro uso y servicio. Hemos explorado dimensiones espaciales del tiempo, deteniéndonos sin desconfianza frente a preguntas simples y tremendas.
Serás tú quien las responda, sabrás hacerlo, cuando al fin quieras abrirte a ellas.
Entretanto disfrutas de la extensión de los días londinenses, extasiada medida de conocimiento. Revives instantes eternos de felicidad despreocupados de su imposibilidad. Saboreas la fascinación revelada, palpas la impresión sobre tu piel de aquella vida otorgada a la fantasía. Aquel tiempo está aún en ti; se ve. Se siente.
Y en realidad también en mí, a causa de su estar en ti, por razón de cuanto está en ti. Hemos llevado adelante nuestra unión a través de un Londres que era nuestro antes de que llegásemos. Simplemente hemos tomado posesión de él, con la realeza reconocida al amor. Magnánimos compartiéndolo con los millones de seres individuales que lo colorean con su propia existencia, devenida la nuestra majestuosa con la apertura de las almas, regalo primero y último de este viaje. En el que no he tenido necesidad de esconderme, protegido por ti, resguardado por tu sentimiento.
Has sido capaz de abrazar la ciudad sin excluirme, has cuidado también de mí, prestado atención a mis cosas: miedos, recuerdos, conmociones, alegrías y cansancios. Has sabido participar de ellos, pequeña gran reserva de empatía, corazón feliz y doliente, juego nunca olvidadizo de la oscuridad.
Has vislumbrado mi mente llorar dulcemente por algunos reflujos de la infancia, y nos has envuelto a ambos en el sueño; percibido velados lamentos y te has hecho medicina; imaginado banales hilaridades y te has dejado transportar a la profunda risa. Sin escorias ni señales que llevar de vuelta, una experiencia no concluida sino más bien de iniciación. Casi una catarsis, al menos para mí, necesitado de purificaciones.
Un Londres exuberante, sorprendido por un nuevo verano, mientras nos seguía en nuestra reinvención de él. Un Londres de cervezas pastosas y tiendas musicadas, de indios amables y arrogantes, de imperialidad. Metrópolis vivida a través de personas y personajes en precarios teatrillos al aire libre y en resplandecientes salas oficiales: y en el inmenso teatro de su día a día cosmopolita. Y nosotros dibujando los contornos de su escena para la representación que queríamos y que hemos tenido.
Al final, nada ha podido impedir nuestra naturaleza de protagonistas, primeros actores de nuestra historia maravillosa. Nos la hemos contado a cada paso, asignando los demás papeles a aquellos a quienes nos acercábamos: eran las dependientas españolas, los inflexibles vigilantes armados de cámaras de fotos y los descuidados descargadores, el curioso pequeño tropel a la espera de ni siquiera sabía quien. Eran nuestras sombras sobre las firmes aceras, era el mismo público que animaba Londres.[1]
Así hemos vivido, etéreos pero concretos, nuestro extenso tiempo londinense.
A la vuelta, no has visto el Canal de la Mancha de noche: que sepas que Dover te ha despedido triste, añorándote a ti y a aquel bufo casco de plástico que una disparatada contingencia te ha forzado a llevar. Ha dicho que estabas muy linda con aquello en la cabeza. Que parecías de casa, allí, en aquella tierra que solo para ti se había mostrado con el mismo calor que tú llevas dentro.
Ahora escoges qué imágenes quieres guardar y te das cuenta complacida de que son todas, ni una merece la papelera del olvido. Te deleitas con el fluir de un río de recuerdos que a veces discurre plácido y poderoso y otras prorrumpe en la impensable fragilidad de rápidos y cascadas abarrotando la memoria de vistas, sonidos, emociones, juicios. No quieres pararlo, es más, deseas que te arrastre. También yo lo quiero para mí, también yo quiero inundar mi campo que hace poco se ha vuelto fértil. Producirá frutos aún mejores y cosechas finalmente no agostadas.
Lo he comprendido uniendo a tu mirada la mía en busca del final de una larga hilera de blancas casas eduardianas, o del descubrimiento de un nuevo color de los cabs. O a lo largo de la ribera del Regent’s Canal en Camden Town; y también en el repentino y apurado agobio por una espera nocturna en Shaftesbury avenue. Pasajes todos memorables de nuestro cuento de Londres.
Y en Londres he comprendido de verdad que esta historia quiero contarla para siempre, que no es la mía, sino tu parte la que me interesa.
De tantos acontecimientos no sé cuál sea el más nuestro, y tal vez la duda es tonta porque Londres, nuestro Londres, ha sido un único momento. De amor.
Ha sido bueno vivirlo contigo: aún mejor será continuarlo para siempre, ojos color del alma.

 

Has amado Londres y yo te he amado amándolo. Quizás un día sabré hacerte amar también París.

 

Not a red cabin
near Marble Arch,
nor the luxury
of an Egyptian
hall full of dreams

Not me
Not you

but we together
made the magic

Spent ev’ry hour
like souls in glory

*  ^   *   ^  *

Neither all the nicest ones passing by
nor those we met

Not a single person, being or thing
in this big town
in this Greater
Wonder of joy

Not you
Not me

but I wanted everybody to know
that I love you

 



[1] Hay razones para creer que estos "eran" sean un homenaje al poeta Eugenio Montale, en particular en el poema “Spesso il male di vivere ho incontrato” ("A menudo he encontrado el dolor de vivir"), en el cual  juegan una clara función rítmica tanto  como dan énfasis a la sensación del mal que se cierne. Y es sin duda singular, pero claramente así querido, que aquí se utilicen para destacar algunos elementos positivos, casi haciendo de contrapunto. (N.d.T.)

 

Baja California

06.02.2015 09:37

La Baja...
De Tijuana, la pequeña ciudad recién pasada la frontera al sur de San Diego, recordaba que fabulaban sobre ella unos colegiales hipervitaminados en una tonta película con un Tom Cruise jovencito. Tal vez atraídos por la rima con marihuana, organizaban una visita a Tijuana para unas vacaciones de sano sexo y droga (la droga de los colleges: ¡porros!).
Sabiéndola situada exactamente al abrigo de la frontera, y por tanto pronta a absorber riadas de dólares, la imaginaba una especie de Las Vegas en miniatura, aunque Las Vegas no lo conocía.
La primera reacción fue cerrar los seguros del coche. Un lugar del Tercer Mundo que vive de los excrementos de la gran California, la Alta: pero aquí empieza la Baja, y empieza de la peor manera posible. Hombres-buitre aparcaban con el pie apoyado en los muros de sórdidas casuchas organizadas, por decir algo, en un entramado ortogonal de calles arenosas. Quien conozca, en Roma, el asqueroso callejón de Porta Portese donde, cada día (no estamos hablando del mercadillo dominical), se venden recambios de coche y moto, en su mayoría procedentes del hurto, podrá comprender la impresión que me causó. En el cielo se ven perennemente los helicópteros del Servicio de inmigración de los States, lúgubres. Patrullan la frontera para impedir que la renta media de los de la Alta (que por otra parte se llama solo California, como si fuese la única legítima) venga disminuida por el aflujo de los de la Baja. La salida de los States hacia México es una de esas normales fronteras soñolientas donde te echan un rápido vistazo apremiados por las colas. Al traspasarla comprendí por qué en tantas películas se ven esas largas persecuciones tratando de bloquear al tipo de turno que huye hacia México. Aparte de la posibilidad de montar un atasco monumental, si no lo identifican antes, si no saben con antelación qué pinta tiene, no habrá modo alguno de impedirle la expatriación.
Es lo contrario lo que resulta bastante complicado. Entrar en Estados Unidos. Yo lo experimenté, un tiempo después, en Mexicali, más o menos en la otra punta de la juntura de la larga franja de tierra llamada Baja.
El primer shock fue durante la cola para pasar, que se extendía por una calle paralela a la línea de frontera. Pues bien, esta línea estaba físicamente representada por un muro de hormigón armado coronado por un alambre de púas. Exactamente como el de Berlín. Faltaban los grafitis y la tierra de nadie, pero el concepto era el mismo: no se pasa. Llegó por fin el momento de someterse al check-point: ¿Carlos, tal vez? Los grises guardias mexicanos sonrieron al coche que volvía a casa. El pistolero gringo[1], con sus bigotazos pelirrojos, totalmente fuera de lugar en aquel sitio semidesértico, pidió los documentos. El coche llevaba matrícula de California (esa sin adjetivos geográficos). Los pasaportes entregados eran italianos. No le cuadraban las cosas. ¿Por qué unos italianos, o más bien personas que exhibían pasaportes italianos, intentaban introducirse en el sacrosanto suelo norteamericano (que al fin y al cabo, supuestamente, sería aquel del melting pot) conduciendo un coche estadounidense o más bien que llevaba matrícula estadounidense? No: allí se escondía algo. Se puso nervioso. Por suerte era estúpido. En general, los estúpidos son la mayor desgracia: notablemente más peligrosos que los malvados. En aquel caso la estupidez del aduanero gringo[1] resultó ser una suerte.
Quería adoptar una actitud intimidatoria. Sujetaba los documentos en la mano y chillaba frases prefabricadas que, evidentemente, revivían en su cabeza procedentes de algún manual. Por suerte para mí, no le entendía gran cosa. El estaba agitadísimo, su acento tiraba más bien a texano, y el calor que, con el motor apagado (y por tanto también el aire acondicionado) y la ventanilla abierta, empezaba a agobiarme aún más que el gendarme, hacía el resto. Entendí que por tercera vez estaba repitiendo la misma pregunta.
“The car was hired in Los Angeles some days ago. We’re now going back there.”
Saber que el coche había sido alquilado en Los Ángeles y que allí se volvía no lo satisfizo. Dudaba de la veracidad del asunto. Seguía habiendo algo que no le cuadraba. Le enseñé el contrato de alquiler. Uhm. De repente, empezó a dar la vuelta al coche en sentido antihorario, mientras lo examinaba con aparente atención.
En verdad, lo que debía advertir, lo tenía ya desde hacía un rato en la mano. Pero era estúpido.
Se pegó un buen rato mirando y remirando la parte posterior de la Kadett, luego remontó por el lado derecho. A este punto, se puso a observar meticulosamente el frontal. De repente, descubrió el comprobante de Hertz en el parachoques. Pude percibir un indicio de algo que parecía satisfacción. Se aproximó de nuevo a mi ventanilla y volvió a preguntar. A la segunda, entendí que me preguntaba dónde y cuándo se había alquilado el coche. Sin hablar, para no repetirme, estiré el brazo y le indiqué lugar y fecha del alquiler. Nada, algo seguía sin cuadrarle.
Dio otra vuelta al coche, lo seguí sacando la cabeza por la ventanilla, lo suficiente para cruzar la mirada con los ocupantes del coche de atrás que a su vez aguardaban su turno. Les lancé una sonrisa cómplice. Recibí a cambio una mirada pétrea. Eran una familia yanqui que volvía de un excursión campestre. Conducía la mujer, rubita y amojamada. Compartían plenamente el celo del guardia y habían ya decidido, como jurado popular, nuestra culpabilidad. No podíamos ser más que culpables: de otro modo ¿a qué tantos trabajos por parte del guardián de la Sagrada Frontera? Miré bien, sobre su parachoques delantero estaba el odioso adhesivo “I’m proud to be an American”. “Estoy orgulloso de ser americano”: del Norte, debo entender.
Entretanto, nuestro gringo de la frontera[1], había completado su inspección. Dijo algunas cosas más en aquel modo de cerbero de provincias, que no entendí, pasó aún un momento tratando de hacer funcionar lo que tenía dentro de la cavidad craneal, luego, con un brusco movimiento del brazo, nos entregó los papeles y nos conminó a seguir la marcha. Hasta luego, tonto[1].
Lo que tenía que advertir, estaba en los pasaportes, faltaba el visado de salida de los States. En el San Ysidro border crossing, en la 805, antes de Tijuana, tomándonos por yanquis, ni siquiera nos habían parado, nadie había visado los pasaportes de extranjeros que salían. La situación era ilegal, “ajenos”. (Justamente así los llaman, a los desgraciados que por su libre voluntad, por desesperación o coaccionados, penetran en el sagrado suelo sin visado. Illegal aliens.)
Pero, en último término, lo que ahora importaba al gringo[1] era que estuviera el sello de ingreso del Servicio de Inmigración, que nos calificaba, implícitamente, como turistas. Italianos. No chicanos[1], pues.
No iríamos a trabajar en negro, agazapados en fábricas escondidas en algún árido valle del interior en los alrededores de San Diego o Los Ángeles, produciendo a bajo coste para hacer más competitiva la economía de California y de América (del norte), para mejorar su politically correct welfare. No iríamos a servir en alguna vulgar mansión plantada en la costa o extendida sobre una loma.
He estudiado la historia: cuando los romanos, los americanos de la antigüedad, dominaban realmente el mundo, no levantaron ni una sola empalizada del más miserable leño. Quien venía a Roma, bastaba que lanzase al suelo frutos y tierra de su propio país en el Umbelicus Urbis para ser acogido en el corazón del Imperio. Fue en el momento en que aquella sociedad estaba ya minada en sus raíces cuando tuvo la necesidad de levantar muros de cemento y ladrillos: que se revelaron inútiles frente al empuje de los pueblos hambrientos, y luego fue necesario más de un milenio para volver a alcanzar un parecido nivel de progreso.
¡Oh, Señor!, esta porción de México (el resto no lo conozco) hambrienta no está, pero tampoco al mismo nivel de progreso que aquella del norte del muro. Saliendo de Tijuana y en dirección a la carretera costera, se consumó la experiencia del abastecimiento de gasolina. Hacía falta. Pensando que allá costaría aún menos, no se había llevado a cabo en los Estados Unidos.
La bomba era una verdadera bomba, en el sentido de que los surtidores eran de aquellos viejos con una palanca a un lado que hay que accionar para hacer subir el carburante a un recipiente colocado en lo alto de la columna. Una vez lleno, el líquido energético se hace bajar al depósito gracias a la buena, antigua ley de la gravedad. Entre nosotros solo los más viejos lo recuerdan. Tres kilómetros al norte, la última estación de servicio era la típica feria de tecnología con las bombas -pues, se llamen como se llamen, bombean y bombas son- refulgentes de cromados y barnices metalizados de colores chillones. Aquí, todo estaba cubierto de una capa de arena, a veces sutil, a veces más gruesa, unida a manchas de hidrocarburo ligeras pero esparcidas por todo: los dos elementos, la roca triturada y el líquido mineral, unidos en aquella simbiosis, daban la impresión de pretender vivir. Para siempre, más allá de la caducidad de los vivientes aclamados, precisamente asfixiados por aquella baba pestilente.
Había un chaval de unos 14 años: era el único que atendía. Pedido el lleno, empezó el espectáculo del lento bombeo de la gasolina y su ulterior descenso. Lleno el estómago del coche, pregunté cuántos pesos debía. Comprendí enseguida que lo acaecido hasta el momento era solo el preludio del espectáculo.
El muchacho pareció sorprendido por la pregunta. Me miraba con un aire como adormilado. Ambos debimos pensar (yo sin duda) que algo no marchaba con el idioma. Por otra parte mi español, por aquel entonces, era de formación española. Y de pronto me daba cuenta de lo distinta que era la pronunciación latinoamericana. Fueron largos momentos los que pasaron mientras trataba de hacerle entender que quería pagar pero que no sabía cuánto. Por fin se sacudió aquel extraño torpor que al menos aparentemente lo vencía y se movió hacia el tabanco trasero que de inmediato se calificó de “oficina”. Yendo hacia allá me hizo un vago signo de que lo siguiera. Lo hice, aunque no veía cuál era el problema. Entró y pareció no saber si yo debía hacerlo también. Sin darle tiempo a pensarlo atravesé con decisión la puerta.
Era un prefabricado de más o menos tres por cinco metros. En aquellos 15 metros cuadrados se estaban no sé cuántos hombres muy ocupados en no hacer nada. Justo frente a la entrada había un escritorio, dos más, uno frente a otro, a la izquierda. Tras el primero, un tipo desgreñado hojeaba lentamente mas con evidente deseo las páginas de una revista pornográfica, girándola entre las manos para mejor captar algún detalle, descifrar alguna posición o simplemente aumentar la excitación, haciendo más realista el encuadre. O mi presencia no le parecía destacable o ni siquiera la había percibido. Siguió documentándose entre sudores.
Entretanto el chico, tras haber esperado a que los mayores terminaran de aplicarse -con dedicación- a la nada, planteó en voz baja la cuestión. Un tipo joven, con la cara tostada pero aún no quemada, con un mechón de pelo claro que le confería, lo mismo que la respetable nariz, un aspecto de viejo cóndor, se me plantó debajo apostrofándome con voz, mira por dónde, graznante.
Le expliqué que quería pagar y que por tanto quería conocer la cifra exacta a abonar. Comprendió. Yo me percaté de que la cosa realmente le fastidiaba. Lo pensó un poco, luego se decidió; no quedaba otra. Obligó al chico a seguirlo y nos dirigimos los tres al lugar de los hechos. Interrogó al subordinado, haciéndole repetir toda la dinámica de lo ocurrido. Por último, volvió a pensar.
Se apoyó en el surtidor con el brazo izquierdo y levantó el derecho hasta el punto del recipiente en lo alto que sabía ser el nivel más alto que alcanzaba la gasolina. Y luego, moviéndolo hacia abajo pidió confirmación:
“¿De aquí a aquí?”[2]
Habló no sé realmente en qué idioma, pero el sonido y el significado eran comprensibles, lo habrían sido del polo al ecuador. “¿De aquí a aquí?” acompañando con la mano extendida.
“Sí.”
Se dirigió a mí.
“¿Pesos? ¿Dólares?” Había adquirido un poco de energía.
“Dólares.”
“¡Ay, dólares!...” Tenía una risilla vagamente sarcástica.
“Dólares. ¿Cuánto pago en dólares?”
Ya está, habíamos llegado al meollo de la cuestión. Rumió largamente, durante segundos y segundos. Interminables.
“Eh… Uhm… Uhm… Como quince dólares…”
No sabré jamás si aquellos quince dólares tan precisos, tan sin pico, tan aleatoriamente determinados, habrán sido el precio justo: pero como llevaban incluido el precio de la entrada al espectáculo...
Retomamos el camino. Enfilamos la Mex1 que bajaba por la costa. Tras unas pocas millas, a la altura de Rosarito, apareció. Era de una belleza fuerte pero ahogada: gritaba en silencio, me saldría decir. Qué se le va a hacer: algunas frases hechas, como este oxímoron, son difícilmente evitables frente a visiones que nos llegan tan adentro.
Roca desnuda agredida por el sol se zambullía a plomo en el azul. Era un continuo sucederse de cráneos rojizos aprisionados por el agua del océano, que de haber tenido vida habrían gritado para vencer aquella inmovilidad. Yo quería gritar para vencer al inmovilismo.
65 millas al sur de Tijuana se halla Ensenada, recostada al fondo de una ensenada (de donde su nombre, supongo): la Bahía de Todos Santos. Viéndola en el mapita publicado en el Baja Sun (periódico en inglés parejo al Baja Times y probablemente a otros similares) parecía una bonita ciudad: todo un regular retículo de calles, asomada al puerto, recorrida por vías de circulación rápida...
La inmensa mayoría de las calles estaban recubiertas, o directamente constituidas de arena. Las casas que las bordeaban eran casuchas apenas poco más dignas que las chabolas de Tijuana. Pero la gente daba mucha menos impresión que en la ciudad de la frontera. Sin embargo, la sensación de estar en el Tercer mundo, quizás en algún pobre país africano, era neta.
En Ensenada entré en un banco, en la parte sur, creo que por donde el monumento a Juárez. Aparcamos en la calle asfaltada, en las proximidades de una gran curva por la que se salía de la ciudad. Radial al centro de la curva, una franja de polvo encaraba todo de frente la montaña, pretendiendo así llegar a un diminuto pueblo que se entreveía lejano.
Por fuera era todo un esplendor de mármoles; dentro también. Suelos de mullida moqueta azul, paredes de color crema o champán (no me aclaro con estos nombres inventados para los colores) que combinaban bien, por contraste, con aquel. Mostradores de un negro reluciente. Plantas ornamentales por doquier. Aire acondicionado a la altura estadounidense. Empleados en camisa de manga corta y corbata.
La gente en la fila: tres con chaqueta, de los cuales uno con botas; dos mujeres con traje; doce o trece con ropas raídas y polvorientas. También yo iba bastante polvoriento, por otra parte: y eso que solo había bajado en la gasolinera y cruzado la calle. Hice mis gestiones, salí y en sumergí de nuevo entre las barracuchas.
La costa pacífica es solo uno de los aspectos de la Baja California. El interior es otra cosa. El interior era un sucederse de montañas y amplísimas llanuras ligeramente vivientes: como una pelusilla verde que ensuciaba enormes extensiones de tierra arenosa . Las rocas eran rojas y parecían de plastilina. Daban la sensación de ser blandas y moldeables y la impresión de que fuera a aparecer Pecos Bill o algún otro personaje de un simpático cómic del oeste; daban ganas de morderlas.
Paramos a comer en una casa azul donde una provocativa joven señora y su hija algo feúcha se masturbaban los oídos con empalagosas canciones de amor difundidas a un nivel de decibelios inaceptable. Eran corteses y serviciales. Amables. No sé qué negocio podían hacer en un lugar en que nos cruzamos a siete coches en 155 millas (250 kilómetros) pero parecían felices. Por la ventana, desde la mesa, se veía a un hombrecillo que con calma, solo bajo el sol, cavaba un foso. Aparentemente no se entendía el motivo. Pensé: “¡Está cavando su tumba!”. Tal vez por ello dejaba el montón de arena y piedra justo al lado del borde izquierdo de la fosa: para volverla a tapar fácilmente.
Las dos cultivadoras del amor romántico sirvieron limonadas, vamos, zumo de limón alargado con agua y hielo. Poco sensatas: la acidez del limón secó las glándulas apagando la sensación de sed, por lo que no ingerimos la cantidad de líquido que habrían requerido el viaje y el calor (no excesivo pero duradero). Quizás solo honestas.
Partimos otra vez, y de nuevo aquellas extensiones enormes coronadas por montañas. El fondo estaba tan lejano que ni con el zoom de la videocámara se apreciaba el aumento. De la carretera asfaltada que recorríamos se desviaban de tanto en tanto caminos de carro humeantes de polvo blanquecino que se adentraban rectos en aquellas extensiones, desapareciendo intonsas a la vista. Eran las únicas señales ciertas de la presencia de actividad humana, por un principio inductivo. En cambio, a la observación nada se revelaba.
Al término de uno de estos anchos valles la carretera remontaba, comenzando otra vez el juego con las suaves rocas, entre curvas no protegidas y trozos de plastilina caídos sobre la calzada.
Habiendo recortado el enésimo espolón y observado una vez más por entre la extraña materia en busca de algún personaje de cómic, mientras las ganas de hincarle el diente volvían a la boca, he ahí perfilándose una larga franja de intenso azul. El mar, de nuevo. La Baja atravesada. No es que sea una gran empresa, pero bueno...
El recuerdo más nítido es la brusca combinación entre el rojo de la roca y el azul del mar. Desde allá arriba no se veía la interposición de la arena blanco-grisácea. Parecía una gran pantalla atravesada por estas dos bandas, luminiscentes a causa del sol ya bastante bajo a las espaldas.
De esta costa del Mar de Cortés (no quiero llamarlo Golfo de California) recuerdo un restaurante en una aldea junto a la carretera. Catedral del desierto. El polvo arenoso que por allá todo recubre, se detenía milagrosamente a la puerta. La sala era enorme, creo que habría podido contener a toda la población del lugar, incluidos aquellos cerditos enjutos con que los chiquillos descalzos jugaban aquel mediodía, cincuenta metros más arriba, como si fueran cachorritos de perro.
Sillas de hermosa madera oscura se amontonaban en torno a mesas con manteles a cuadros blancos y rojos, adornadas con jarroncitos de flores, con prevalencia de pequeñas rosas rojas, de una elegancia un punto exhibicionista.
Muchos camareros, con pantalones y chalecos negros sobre camisas rojas, entonaban con los colores del ambiente, con la única nota, solo a primera vista discordante, de las servilletas blancas que llevaban perennemente consigo; aquel bien plegada sobre el brazo izquierdo, otro en la mano, otro apoyada sobre el hombro. Un par de televisores sujetos en el aire por estribos pendientes del techo, daban un aire gringo al ambiente. Algunos camareros languidecían mexicanamente inertes, otros estaban a merced del movimiento perpetuo, como electrones excitados en torno a un núcleo que no veía.
No había ningún cliente, aparte de un extraño tipo apoyado sobre la barra. Obvio. ¿Quién iba a haber, en un día cualquiera de invierno en aquel arenoso lugar de desierto sobre la costa oriental de la Baja California?
Nuestra entrada fue pues saludada como es debido, hasta uno de los camareros inertes pareció volver a levantarse un instante. El spin electrónico de muchos sirvientes alcanzó, sometido a la energía de nuestra entrada, niveles insospechados.
Me pareció evidente que un núcleo en torno al cual rotar tenía que haberlo: pero no lo identificaba. ¿Por qué esos electrones permanecían orbitando ahí dentro, sin motivo aparente, y no se liberaban saliendo afuera como portadores de energía para todo aquel páramo inerte? ¿Por qué permanecer  inertes y sin perspectivas?
Alguna fuerza allí debía constreñirlos. Opté por la observación científica, registrando tiempos y movimientos. Pero no podía trazar y así (como después quedó claro) no lograba poner en evidencia los picos, en verdad leves y a menudo no pertenecientes al movimiento principal. Fue así una vez más la intuición la que me procuró la clave.
Mi atención fue atraída por el único elemento anómalo de la escena. El extraño tipo que meneaba la cabeza tras la barra estando en pie delante. Tuve la impresión de que tras él había algo, alguien. Nonchalentement, comencé a balancear la silla hasta apoyar el respaldo en la pared.
Todo se aclaró cuando la vi a ella.
Estaba tras la barra, oculta por una vieja caja registradora de teclas metálicas prominentes. Por lo poco que vislumbraba desde mi precario equilibrio, era la quintaesencia de la feminidad. Tendría unos veinte años, y aún así el rostro, que se intuía dulcísimo y pícaro, mostraba recónditas madureces precoces. Esto lo entendí mejor cuando me levanté, falsamente apremiado por la necesidad de ir al baño.
Levaba una flor roja de tela en el cabello negro. Vestía una amplia camisa, tal vez de hombre, blanca. Era ella el equilibrio cromático de los camareros. ¿Los ojos? Negros, claro. Fuertes, intensos, desesperados.
Estaban en ella los colores de toda la sala, pero en proporciones aparentes opuestas. Aún así, el rojo de los manteles, de la decoración y de las camisas, recibía el color de aquella flor roja enredada en su pelo; el negro de los camareros y los camareros mismos se mantenían encendidos por sus ojos ardientes; el poco blanco distribuido en torno, era como una prenda o un lazo que ligado a su camisa impuesta -esta sí, muy poco femenina- la obligaba a permanecer allí para vitalizar el sitio.
Mientras cortaba el local y se me revelaba todo aquello, en la tele acababa una telenovela americana.
Sorprendí sus ojos, se apagaron por una fracción de segundo: ¡basta de soñar, estás prisionera en este restaurante para ricos gringos[1]!
Aunque inapreciable, la caída de tensión de sus ojos fue apreciada al menos por los jefes de camareros, reconocibles porque sus camisas estaban engalanadas con cursis chorreras. Tuvieron como una ligera excitación. Se dio cuenta el extraño tipo, el que me había tenido oculto el núcleo atómico, le dijo algo a ella con malos modos. Yo ahora tenía que entrar al baño. En la pantalla empezó una peli de Hollywood. Cuando salí, el tipo este tambaleante, con el pelo largo y sudado, le agarraba un brazo; pero ella no daba muestras de poderse liberar, pese a que de hecho habría podido fácilmente. Un “chorreras” se acercaba presuroso, pero se dio cuenta de la escena y paró en seco deferentemente. Fue claramente visto por ella pero no se movió. Solo cuando lo vio él se puso de nuevo en marcha. El asqueroso lo interpeló desagradablemente y el camarero jefe respondió preocupado. Vamos, que aquella escoria era el dueño del local y de ella.
Pero juro que ella habría merecido más incluso que la telenovela: protagonista de un sueño hollywoodiano. En vez de desperdiciarse refinando y dando alma a aquel grotesco restaurante. Yo habría querido ser el héroe que la salvaba, el caballero que desafiaba al malvado y se llevaba a la fresca rosa sobre el caballo blanco. Volví a la mesa.
Un tramo de la carretera costera junto al Mar de Cortés me quedó particularmente grabado, porque en él fui consciente de un detalle. También aquí, en estas rectas largas hasta más allá del horizonte esperado, pero anchas lo justo para dejar pasar a dos camiones en sus respectivos sentidos (si alguna vez pasaban), el arcén estaba salpicado de cruces. Costumbre habitual en nuestras carreteras nacionales, pensé al principio: año tras año, el medio de transporte más peligroso que existe, el automóvil, reclama su tributo. Claro que nuestras vías son recorridas por miles, millones de vehículos: aquí, en el silencio implacable, oyes de tanto en tanto un estruendo lejano, como de un avión -tal vez un cuatrimotor con hélices- que se acerca, después surge un punto luminiscente al fondo, hasta que descubres, cuando te pasa al lado como una flecha, que se trataba solo de una carreta de chapa. Esto me tenía inquieto.
Y fue allí a lo largo de aquel tramo donde quedé realmente impactado cuando, al observar con más cuidado, se me desveló la verdadera naturaleza de tantas de aquellas cruces. No eran un piadoso recuerdo. ¡Eran la señal cristiana de una sepultura!
Muchos aquí morían y muchos de los que morían ¡eran sepultados directamente allí, en la arena junto al asfalto! Se veía claramente, una vez comprendido, todo el perímetro del túmulo que cubría la fosa, con la cruz, pues, no clavada en la tierra sino colocada en lo alto del recubrimiento. Me pregunté dónde acababa la chatarra de los coches, pero recordé haber visto alguna entra las casuchas de los pueblos atravesados. Un cuerpo ya no sirve para nada, pero la chapa, el hierro, los cristales, los neumáticos, estos valen.
Y por desgracia, en esta zona de México demasiado al amparo del muro, hay también quien sufre la muerte en vida, condenado a la tumba de un restaurante. ¿Por qué, inerte también yo, no había sido un héroe de película?
Pero solo había sido capaz divertirme como un tontorrón con un aduanero de bigotes rojizos...



[1] En español en el original. (N.d.T.)

[2] Esta frase y la conversación que sigue están en español en el original. (N.d.T.)

 

Honolulu, HI

17.01.2015 15:23

¿Existía o no un misterioso dibujo sobre las paredes del gigante de fuego Mauna Loa en la Isla de Hawai, la más meridional y oriental del homónimo archipiélago? ¿O solo creía haberlo descubierto yo desde el avión? El mundo está lleno de extraños dibujos de pueblos desaparecidos: Inglaterra está llena (aunque, ¿cuántos son auténticos?); famosos también los del valle de Nazca, en Perú, que parecen bordear verdaderas pistas de aterrizaje para volátiles. ¿Hay o no uno también aquí en mitad del Pacífico?
No lograba discernir entre realidad y fantasía. Aquí, en esta parte del mundo polinesia y americana, sucedían cosas que aturdían mi (a veces escasa) capacidad de raciocinio.

La tarde del 17 de enero de 1991, la Kalakaua Avenue, la main street de Waikiki Beach, resonaba con las alegres marchetas de las bandas escolares, a cuyo ritmo avanzaban bailando cientos de chiquillas vestidas de “majorettes”. Cada escuela con sus propios colores y sus trajes relucientes de paillettes. Entre una escuela y otra, alguna banda de marines retirados u otras con las inevitables gaitas: imaginad qué impresión podían dar con los 30 grados de Hawai, entre palmeras y ficus de 40 metros de alto. Desfilaban también automóviles descapotables desde donde el alcalde o el equivalente al consejero de educación saludaban a la muchedumbre fumándose el puro. Pasó también, con una banda sonora grandilocuente, el vehículo de Miss Honolulu, patrocinado por un concesionario de coches. La chica agitaba los brazos saludando a los supuestos fans y se exponía a la artrosis por las posturas antinaturales que adoptaba, toda tensa para mostrar el trasero y, más que las tetas en sí, el escote. Cada poco, como acordándose de repente de un deber, mandaba besos cinematográficos a diestro y siniestro, sponsored by Ross Norton Waikiki Car Service, Your Favourite Car Dealer!
Ok, ¿qué tiene de extraño? Solo un pequeño detalle.
Aquel mediodía, en la playa de Waikiki, esta artificial urbanización de Honolulu, donde tantos medianos rascacielos han sofocado una costa y un arenal probablemente en otro tiempo fantásticos, e infinitas villas y chalets han desfigurado horrorosamente las laderas verdes de las colinas del interior, donde lo más “natural” que hay es un campo de golf; en aquella playa, pues, entre decenas de japoneses a quienes el bronceado había vuelto de color mierda y una pareja de daneses de luna de miel jugando a palas, en aquella puñetera playa donde el plástico arrojado al agua se mezclaba con las algas muertas, estaba escuchando la música de la radio de uno a mi lado.
“Interrumpimos la programación para informar de que, hace aproximadamente media hora, nuestras tropas han iniciado el ataque a Irak…”
No, no podía ser, debía haber entendido mal. De hecho, nadie se había movido. El propietario de la radio insistía en el intento de morir bajo el sol con tal de ponerse moreno, los surfistas seguían puliendo sus llamativas tablas, las diversas mujeres con prole repitiendo sus “Don’t” a los hijos, los chicos bromeando entre ellos. La radio emitía de nuevo música. La pelota de los daneses rebotaba adelante y atrás dejando tras de sí salpicaduras de arena y salitre. Así, permanecí al menos otros cinco minutos en relativa paz, hasta que el locutor repitió el anuncio. Pues no, había entendido bien. La guerra había empezado.
Lo que yo quería era gritar, gritar a más no poder, hacer entender al mundo que ¡yo no!, yo no consideraba inevitable aquella guerra, o, por lo menos, no más inevitable que tantas otras que habían sido evitadas. Yo no quería que al otro lado de la Tierra se cerniera la hecatombe.
En definitiva, en aquellas primeras horas de la tarde (hora del Pacífico central) de aquel  17 de enero de 1991 había empezado la guerra del Golfo, aquella maldita –de uno y otro lado- Desert Storm Operation, que habría de sacudir cualquier conciencia y satisfacer a quien, adulto, no quiere dejar de jugar a los soldaditos.
Ya a la mañana siguiente, los periódicos en los expositores de las esquinas de las calles, informarían de los primeros aviones abatidos. Llamando a casa, llegaría la noticia de que también un Tornado italiano (es más, en un primer momento parecía que dos) había sido abatido y los pilotos missing in action: genial eufemismo para decir “tal vez muertos”.
Pues bien, en aquella tarde turbada por sensaciones que uno no hubiera pensado haber de sentir jamás, ellos, los americanos, no tenían nada mejor que hacer que aquel despreocupado desfile. ¿Era esta la idea de la guerra que tenían? ¿Un desfile de lentejuelas?
No logro describir el estado de ánimo de aquella tarde, de aquellos días. Por Dios, había vivido ya Vietnam, El Salvador, Nicaragua, Irlanda del Norte, Granada, Afganistán, las Falkland-Malvinas, las diversas guerras de Israel, la de Irán-Irak, cada puñetera guerra en cada parte del planeta relatada por los periódicos. Pero eran otros. Entre nosotros, la guerra, después de la experiencia total de la Última, era ya un asunto de libros de historia, en el que jamás nos volveríamos a ver envueltos. En mi casa se decía precisamente así, al hablar de la Segunda Mundial: “la Última Guerra”, y se percibía que no era la última antes de otra subsiguiente, sino exactamente la última, tras la cual no habría otra.
Y en cambio ahora, mientras me encontraba en ese Estado federal suyo, en el que el país más belicista del planeta se había dejado atraer (¿o había sido Churchill?), precisamente aquí, al Último (no para ellos) Conflicto; pues bien, al otro lado de la Tierra, en una guerra ideada por este país, hasta italianos mataban y habían sido abatidos; “tal vez muertos”.
Pero a aquel país le importaba un bledo.
¿Podía disfrutar de Hawai?
Habiendo ido a parar a un restaurante italiano donde una botella de Soave costaba 28 dólares conocí a Tony. Era un canadiense que trabajaba en el aeropuerto de Vancouver, era de origen italiano y hablaba un poco el idioma. La guerra le importaba un bledo también a él, mejor dicho, la consideraba más o menos como todos por ahí: una cosa que ocurría en la tele, en la que interesarse entre bocado y bocado, entre una llamada y un recado. Fuera de casa, sin tele, bussines as usual. Me recomendó ir a Hanauma Bay, donde podría nadar en un acuario.
Y así era. Tony había acertado con aquella sugerencia. La contrastante naturaleza de aquel sitio a pocas millas de Waikiki, me apartó un poco la cabeza del desaliento. Era un cráter volcánico apagado o quiescente donde, ahora, se celebraba el encuentro entre el mar y la roca, entre la vida de los mil colores escondidos en el azul y una muerte magmática que prometía renacer; pero ¡hermosa ella también! Este cinturón de rocas efusivas había colapsado por una lado que el Pacífico había inundado. En aquellos fondos poco profundos, delineados de aristas cortantes y escollos funéreos , el agua podía recalentarse algo más de lo normal, como dentro de un atolón: junto a la única playita, en el extremo opuesto a la apertura hacia el océano, una población numerosa de peces multicolores se mostraba sobre un fondo muy poco profundo, a veces casi aflorante, a la contemplación de quien hubiese alquilado lo necesario para hacer snorkel en unas casetas de madera medio escondidas entre la vegetación. A lo largo del descenso desde la carretera al arenal, sobre el flanco interno del cráter, una explosión de buganvillas en flor. También yo alquilé aletas y máscara y chapoteé en el acuario. Bravo Tony.
De regreso al jeep, continué hasta el extremo meridional de la isla de Ohau, el océano era de un azul intenso y, haciendo honor a su nombre, inspiraba paz. Vale. Pero al otro lado de la Tierra, hijos de estas islas estaban también missing in action. Lo había leído en USA Today. Salían también fotos y entrevistas a los familiares. El show-bussines, o mejor dicho, el news-bussines, se había puesto en marcha al instante.
Doblada la Makapuu Point la carretera dominaba Waimanalo Beach: el espectáculo cortaba la respiración. La costa florida, la playa, el mar, dos islotes que rompían la fuga turquesa hacia el horizonte abierto. Solo hacia la derecha, o sea en dirección a la punta ya superada, el trayecto sobre el azul venía interrumpido por la mole de la isla de Molokai, distante menos de treinta millas. Mucho más atrás, después de Maui, sabía que bullía Hawai con sus Mauna, el Kea, extinguido, y el Loa, hinchado de magma, listo para quemarlo todo e incendiar incluso el mar, y mis dudas de despertar.
De pronto, la emoción de divisar, nítido y solemne, el chorro de una ballena. ¡Ve, ve en paz, gigante bueno! Los sentimientos de aquellas horas me dejaban por botín palabras retóricas.
Más allá todavía, la carretera se aparta poco a poco de la costa, comenzando a subir. En un cierto punto la 72 cede el paso a la 61, que se dirige transversalmente hacia el interior de la isla. Poco después del pueblo de Mauwawili hay una bifurcación desde donde la 83 continúa hacia el norte retomando la costa, y la 61, girando a la izquierda, corta la dorsal para volver a Honolulu. Llegando a la bifurcación, me topé con una loma que con la ladera cubierta de hierba exuberante, abocaba y constreñía a la triple encrucijada. Y allí, como sobre una enorma pantalla gigante aparecida por magia, en contraste con el verde, un gigantesco escrito en blanco hecho –creo– de piedras: Peggy don’t go.
Pegué un frenazo.
Para esto no estaba preparado. El jeep fue dando tumbos, excesivamente presionado por los frenos. “Peggy don’t go.”
Alguno no las tenía todas consigo con lo de las lentejuelas e imploraba “Peggy, no vayas” que es como decir: Margaritina, no vayas. No cruces dos océanos para hacer la guerra, no te arriesgues a morir en el desierto, pequeña Margarita.
Esto sí que era un dibujo misterioso bordado sobre una pendiente. Tuve que abandonar mis fantasías. Misterioso respecto a lo que predominaba en torno: pero auténtico, real, allí frente a mí de improviso.
Existía pues una conciencia dentro de aquella extraña América japonizada, alguien pensaba, alguien disentía, aunque fuera solo por un humilde miedo personal dictado por el amor a una persona querida. Y apelaba a ella, que tal vez era una militar, y por ello acostumbrada a obedecer sin preguntar; precisamente a ella apelaba, que desobedeciese y no fuese. Don’t go, pequeña dulce Peg. Elige el amor y no la guerra.
Extraño pueblo una vez más, estos americanos. Mientras arrancaba de nuevo, me di cuenta de que muchas cosas negativas sobre América las había aprendido en las películas americanas.
Pero una cosa es una película, por “independiente” que sea
Volví al absurdo de Waikiki, en medio de la pesadísima música turística de guitarras hawaianas difundida por todas partes desde invisibles altavoces. El extrañamiento cultural se asemejaba al extrañamiento del alma. Por la tarde hubo una pequeña manifestación pacifista. Más policías que manifestantes. Participé, me puse una camiseta con muchas banderas, el planisferio dibujado en azul y debajo la inscripción: “peace, n., quiet, freedom from war.”
Muchachos en bañador con la tablas de surf bajo el brazo me miraron sin comprender.

Kruger Park

05.01.2015 21:12

Mi imagen de Kruger Park es el leopardo sobre el árbol. Dos veces, dos aciertos.

La segunda es de inmediato. Conduzco una máquina, la furgoneta de Ford de Mamane que frena poco, se escora de mala manera a la derecha, renquea algo y de tanto en tanto salta la alarma. Pero nos la ha prestado con rara generosidad, la buena Mamane, así que bien incluso sin aire acondicionado. Poco importa si en Ressano García nos damos cuenta de que no llevamos los papeles del seguro. Sería obligatorio presentarlo. Una oportuna astucia femenina nos salva, una especie de drible, un movimiento de trile. Hemos logrado incluso esquivar la extorsión de una agente fronteriza sudafricana que pretendía cambiarnos los meticais por rand. Quién sabe con qué comisión.
Hemos visto ya una jirafa con una cría crecida en una propiedad a la izquierda de la autopista que baja desde la frontera, parece un milagro, la gran expectativa satisfecha nada más empezar. La colmamos de fotos; luego entramos por Malelane. Esta vez también se duerme en Skukuza.
Odio los safaris. La otra vez me divertí solo con la excursión nocturna en camión, lo demás un coñazo. Pero en el restaurante se come bien y abundante y a unos precios súper-razonables. Y no puedo negar la dicha de divisar a los animales salvajes. Aparte de mí, se entiende. No muerdo, hablo poco, pero gruño sentencias.
Total, a la entrada pago el acceso, confirmo la pernocta, a continuación algunas aves y aquellos árboles bajos siempre en una especie de perenne inicio del otoño entre los que debes buscar a los animales. Unos pocos kilómetros con solo un par de pequeñas mangostas en mitad de la carretera. Has de estar atento, al principio te parecen piedras, o cacas de algún mamífero, luego ves a estos excrementos ponerse derechos y te dices que no es posible que los excrementos se levanten sin viento. Y al fin, de repente, notas los ojitos un instante antes de que salten del camino y se escabullan en la hierba desapareciendo.
La mejor manera de avistar animales en el Kruger es observando las reducciones y paradas de los otros coches. Los mejores, los jeep conducidos por el personal del parque. Son los recorridos de pago, ellos conocen las costumbres de los animales, calculo que hay un 25% más de posibilidades de buenos encuentros. Así, veo partir de enfrente a mí uno cargado de niñas rubitas, madres rubitas, todas tan rubitas y tan rigurosamente vestidas de safari que una vez más me pregunto si estos boers han aceptado realmente el nuevo rumbo de las cosas. Pero esa es otra historia. En esta, las rubitas controlaban los visores de las cámaras.
Reduzco, me arrimo a la izquierda y observamos entre la vegetación. Nada. Entonces, una ayuda. Levanto la mirada y veo la cola. Es una bestia realmente hermosa, que ostenta su nobleza felina. La aparición del leopardo nada más entrar en el parque es una buena señal. Infunde alegría, además de la satisfacción. Foto, foto, foto. Bosteza, levanta una ceja a cada disparo, estira la cola, larguísima.

El vehículo no es un objetivo para las bestias. Te lo repiten hasta el infinito. Si permanecéis en el coche no os atacaran jamás. Pero, si bajáis, os convertís en presa. No bajéis jamas.

La primera vez había bajado de inmediato. No había sido al principio, en realidad fue después de haber dejado Skukuza. Había visto y a la jirafa, al elefante, al hipopótamo y, sobretodo, al rinoceronte. El elefante es más grande y más alto, la jirafa mucho más alta, el hipopótamo ciertamente mucho más peligroso, pero el rinoceronte causa verdadera impresión. Es un tanque, un Transit animado y relleno de plomo. Lo ves y te das cuenta de que “menos-mal-que-el-coche-no-es-un-objetivo”: de otro modo, lo pillas al vuelo, tu todoterreno estaría destinado a un fin nada glorioso, y tú con él. Cuando coge un poco de velocidad sientes retumbar la tierra. Por suerte, los he visto correr solo para escapar fastidiados. El rinoceronte te deja hipnotizado, con la boca de par en par. Entiendo a Ionesco, pero no hasta el fondo. El rinoceronte en la plaza del pueblo es el colmo, puestos a crear confusión, a subvertir la proporciones de lo percibido. Paralelamente, su poderío, su blindaje y su mirada sin dudas atraen a cuantos no aspiran a nada mejor que a ligar sus conveniencias e intereses a los de quien aparece poderoso, blindado, sin dudas.
Pero el rinoceronte, tras la impresión inicial, suscita en uno sentimientos positivos, te viene el deseo paradójico -aunque en el fondo no lo es- de protegerlo a él, reliquia de una tierra antigua: lo ves incómodo en este mundo más pequeño, está en minoría. Tomas partido por él. Los rinocerontes no serán nunca una mayoría, mucho menos aullante.

Así pues, aquella primera vez en el Kruger, había bajado de inmediato en cuanto vi al leopardo en el árbol. Y de inmediato cumplidores bóeres me habían recordado que aquello estaba prohibido. Pese a una infantil propensión a amar lo prohibido, aprovecho para observar una vez más cómo, en los países inspirados por civilizaciones más avanzadas, las cosas se prohíben y punto. Entre nosotros las cosas se prohíben severamente, rigurosamente, expresamente, loqueseamente. Porque la simple prohibición, ¡ya ves tú para qué sirve!
El caso es que los bóeres pálidos me recordaban secamente la prohibición. Haya paz, pensaba yo: primero, no te quitas de bajo el árbol ni después de haber llenado toda la tarjeta porque te sientes investido del derecho divino de haber conquistado aquel sitio y tú de aquí no me echas; segundo, ¿tú te has dado cuenta de que no he bajado en mitad de la extensión sino en el centro de un conglomerado de seis o siete todoterrenos de los que salen comentarios que, todos a la vez, producen, en el silencio arcaico del altiplano, un jaleo más que considerable?
Así que respondí con un “yes” polémico e hice mi foto desde una posición similar a la del tipo más cumplidor. A la par que bastante maleducado ya que apartar un poco su todoterreno ni se le pasaba por la cabeza. O egoísta. O racista. Vaya, una raza maldita de bóeres.
El más sensible allí en medio era el leopardo. Mejor dicho, allí arriba: daba aristocráticamente la espalda al público, volvía el hocico considerando si aquel jaleo acabaría de una vez y conseguía permanecer inmóvil durante lapsos de incalculables segundos. El estremecedor cálculo de si sería capaz de saltarnos encima creo que nos lo hacíamos todos.
En realidad parecía compadecernos. Príncipe heroico y fastidiado. Magnánimo hacia los juglares de sí mismos que éramos nosotros encuadrando la vida desde un visor. Él en noble sombra, nosotros villanamente bajo el sol polvoriento. En lo alto él, nosotros abajo: pero nos sabía falsos adoradores. La desconfianza se traslucía en los movimientos de la cola, que rastreaban las vibraciones del aire y de nuestros pechos.
Me entraron ganas de hacer alejarse a todos, de dejarlo en paz. Comprendí la memez de aquel vagar en todoterreno en busca del animal salvaje. Era todo una película, un parque temático. Me convencí de que la jirafa que nos había esperado fuera de la verja de Skukuza al caer la tarde estaba pagada por dirección. Subes al camión, sales del rest camp, y enseguida la ves, majestuosa y aún con sus colores de sol. ¿Cómo puede convivir la selvatiquez de estos animales con la insensatez de estos otros miles de insectos de hojalata motorizados que zumban por las pistas con también demasiada frecuencia asfaltadas?

El majestuoso preámbulo del leopardo no condujo a la majestad. La buscamos hasta dolernos los ojos, hasta entender lyon cuando la arisca-para-todo boer había dicho rhino, hasta convencernos fuera de toda duda razonable o irracional de que aquello era sencillamente un peñasco y no el rey. Nada.
Lástima. Habría hecho falta una presencia majestuosa.
Habría hecho falta para olvidar tantas cosas, para que el recuerdo se centrase sobre las bestias animales y no sobre las humanas. Para entregar a un hipócrita olvido que este es el país de Soweto, de los racismos entre etnias negras, de las personas aprisionadas en un neumático de camión encajado en la cabeza para luego matarlas quemándolo; que este es el país todavía en manos de las multinacionales colonialistas y racistas, de las minas con condiciones de trabajo infames, de los blancos que juegan a rugby y los negros que juegan a football, que este es el país con el más elevado número de enfermos de sida, o quizás el que mejor sabe contarlos, que empuja a los emigrantes a la frontera mozambiqueña y que utiliza a mozambiqueños para la caza furtiva de rinocerontes; que este es el país de Mandela y de Desmond Tutu; y de Stephen Biko y de tantos otros, demasiados, sufrimientos y muertes.
Pero hasta puede que sea mejor. Porque se puede apagar una vela, pero no se puede apagar un incendio, una vez que las llamas empiezan a prender, el viento las empujará más y más arriba.
You can blow out a candle
But you can't blow out a fire
Once the flames begin to catch
The wind will blow it higher.
[1]
Tal vez con el avistamiento de la majestad habríamos soplado sobre la vela, saciados por el logro del objetivo de rapiña, de nuevo turistas de dos días y olvidados ya de la propia conciencia. En vez de ello permanecemos en la humildad de limitarnos a obsequiar desde abajo al príncipe.
Una vez fotografiaba árboles invernales con un gran angular desde abajo. El tronco parecía más largo y las ramas desnudas iban a confundirse con el cielo, o como a constituir sus dramáticas osamentas. “La visión de hormiga de los árboles” la llamé una vez. Prestaba socorro a mi búsqueda de humildad.
¡Humildad ante tanta Naturaleza! ¿Cómo puede el hombre concebir pasarse por el supermercado de los animales salvajes y hacerse con una emoción empaquetada dentro de los cristales de un todoterreno? ¿Llevarse a casa un fácil trofeo en megapíxel? “No enfocar nunca la luz hacia los ojos de los animales”, ha dicho y repetido el fornido guarda zulú antes de partir para el recorrido nocturno, antes de entregar sin cautela los faros portátiles instalados entre los asientos del camión al turístico afán de recuerdo. Y de repente un asiático que no paraba de eructar, japonés, coreano o vete a saber, lo primero que hace es deslumbrar a las pobres gacelas, molestadas en la quietud última que precede al alba, y después a los hipopótamos, excepcionalmente sorprendidos fuera del agua tascando la hierba, y después por poco no le arreo un guantazo. Hay que decir que la visión de la sabana desde los primeros relieves de las Lebombo Mountains es un manotazo en la cabeza a la soberbia humana que te empequeñece y anonada.
Una suerte el haberla compartido.
El anaquel del león nos lo perdimos. Gracias a Dios.

En fin, salimos de Crocodile Bridge Gate no sin antes habérsela jugado a la boer-seca-en-todo y participado desde encima de un puentecito de alguna cosa entre hipopótamos: un juego, una danza de amor, un duelo, quién sabe. Respecto a las bocas de par en par de dos de los temibles animales, que salen del agua para entrecruzarlas, estamos a poquísimos metros. En mitad del puente. El súper-todoterreno verde mimético de los boers con teleobjetivos que sobresalen de las ventanillas, detrás. Te esperas, ahora estamos nosotros, con la vieja furgoneta azul de Mamane, que nos la ha prestado sin conocernos y tú te has cabreado simplemente porque no hemos entendido tu inglés de bóer.
Ya fuera del Kruger, Komatiepoort presenta verdes prados anglosajones y un supermercado de verdad donde busco desesperadamente una bebida con burbujas. Echo en falta el agua con gas desde hace muchos días, y también esta es otra historia, pero pienso que inconscientemente sienta solo el deseo de ayudar a la digestión, de librarme de la pesadez de estómago del desatinado safari de usar y tirar.

El camino de vuelta hace la miseria de Ressano Garcia aún más devastadora para la conciencia. Allá, aun con el sida y los mil problemas, parecía Suiza en comparación. Aquí cientos de casuchas pueblan una inconcebible aridez del paisaje. Tal vez la aridez de los sentimientos lo contagia. Una frontera entre la desesperación y la esperanza es uno de los peores lugares para creer en el Hombre. Admiro a esas hermanas scalabrinianas que lo siguen haciendo.
Más fácil fotografiar desde abajo un leopardo sobre un árbol.




[1] De “Biko”, en Peter Gabriel (III), 1980, de Peter Gabriel.

 

 

Slangerup

24.12.2014 11:42

Irene me esperaba en la estación de Copenhague. No bajé enseguida del tren, pero ya la había divisado por la ventanilla mientras el convoy frenaba. Quería disfrutar hasta el último momento de la maravilla de los reales ferrocarriles daneses. Vagones de una elegancia, comodidad y eficiencia que ni siquiera los diversos Pendolini y ETR italianos -más adelante, entonces aún no los había- alcanzarían nunca. Pensad en la impresión que causaban en un italiano, acostumbrado al mal olor, la suciedad, los retretes de máscara de gas y todas las otras delicias que nuestros cacharros ferroviarios nos reservaban (¡y en parte continúan reservándonos!). Y además el personal, amable e informado, aunque también riguroso, con sus agradables uniformes pulcros, bien puestos y completos.
Llegaba cansado por un extraño itinerario que me había zarandeado de aquí para allá, y con la moral por los suelos por las acostumbradas razones de las cosas que no marchan bien y que nos embotan las meninges.
Al no verme bajar enseguida, Irene había salido corriendo del andén 4 para asegurarse de que no estuviera en el pórtico de la Hovedbanegård, y había vuelto a entrar. Estaba visiblemente disgustada. Lo sentí de veras, pero no creí haber hecho nada malo; solo esperar a que los otros pasajeros hubiesen bajado para hacerlo yo a mi vez. Era además uno de los pocos con algo de equipaje, así que no quería estorbar. Por fin me vio, se serenó, nos abrazamos, pero se veía que seguía contrariada por lo ocurrido.
Me llevó de inmediato a tomar contacto con la ciudad. Por supuesto fuimos a Strøget , tomamos un café y un helado en Gammeltorv. Hacía un sol hermoso, podríamos haber estado en Trieste o en Burdeos. Enseguida retornamos a la estación, donde cogeríamos un tren metropolitano a Slangerup, la población de las afueras donde viven los suyos.
Irene ahora vivía ya en la ciudad, en Frederik VII’s gade, no lejos de la Universidad: era una monada de barrio, con edificios de ladrillo no tristes. En el suyo, Irene tenía un pequeño patio donde, dentro de un sencillo box de madera podía guardar la bici. En los chaflanes al estilo fin de siècle, las tiendas de alimentación, coloridas y desordenadas (según el concepto escandinavo de desorden: entre nosotros serían un ejemplo de compostura). Su familia, en cambio, vivía fuera, precisamente en el pueblo de Slangerup. Ir allí era para mí ahora motivo de gran curiosidad, después de haber escrito ese nombre decenas de veces en los sobres de las cartas que mandaba a Irene. Una población muy pequeña; en ninguno de los mapas en mi poder venía indicada.
Irene pagó los billetes con tarjeta: el equivalente a unos poco miles de liras. En aquel entonces, entre nosotros era difícil encontrar un cajero que funcionase cuando realmente tenías necesidad de efectivo. Y aún menos estaba en vigor el sistema POS. El vagón del tren era prácticamente como uno de metro, adaptado para transportar gran cantidad de personas en trayectos relativamente breves. Empecé a hacerme una idea sobre las dinámicas del pendularismo local, tras haber echado también un vistazo al tablón de horarios.
Bajamos en la parada. Fuera, en el interior de recintos ad hoc, cromadas fugas de manillares. Había bicis de todo tipo: de carrera, de paseo, de hombre, de mujer, mountain-bikes; montados sobre ellas, los accesorios más extraños, para llevar un número considerable de niños, paquetes y bultos. Había también los clásicos cestitos de mimbre trenzado y también todo un centelleo de reflectantes redondos, a franjas, fijos y móviles, de flechas y otras señales, de banderitas danesas acopladas al sillín. El coche de Irene nos esperaba; nos pusimos en marcha hacia casa.
La carretera principal fue abandonada un tanto bruscamente para internarse en una carreterita blanca, bien compactada, que partía hacia la izquierda en las cercanías de una mancha de árboles. Recorridas pocas decenas de metros, los árboles pasaron a ser un verdadero bosque, y la carretera, con una pequeña ese, se adentró decidida en él. Era un bosque mixto de latifolias y angustigolias, caducas y perennes. Un predominio de pinos y abedules, pero también chopos, hayas, abetos y otras maderas en menor número. A 40 metros sobre el nivel del mar, a causa de la ya bastante elevada latitud, vegetaban especies que entre nosotros viven en torno a los 1500 metros y más. La carretera continuaba recta. Al poco, empezaron a surgir villas en medio de este paisaje encantado. Enseguida Irene frenó y embocó una verja a la izquierda. Habíamos llegado.
El encuentro con los padres fue bastante formal: de una formalidad amistosa. La madre abrió la puerta y retrocedió ligeramente, lo suficiente para permitir la visión del padre, que esperó al momento preciso en que yo estaba a punto de traspasar el umbral para levantarse del sillón, sonriendo discretamente. Siguieron las presentaciones. Así, fui invitado a sentarme en el salón. Los hermanos de Irene no estaban. A saber por qué, tuve la impresión de que iba a dar comienzo un examen. Bien, siempre es así. Personas que saben de ti solo por referencias, en el momento en que te conocen de visu, siempre te hacen pasar un examen. Obvio. El caso es que aquella vez, la sensación era de que el examen sería un verdadero y auténtico interrogatorio. Tanto así que empecé a justificarme, como en el colegio: “Estoy cansado, un poco confuso, he hecho un largo camino antes de llegar a Copenhague, he pasado por muchos climas…”
Y hubo interrogatorio. Materia: historia romana. ¡Ay! Difícil en italiano, hazte idea en inglés. Precisamente por culpa de la lengua, los términos menos conocidos de la cual son siempre aquellos que necesitas en los momentos en que deberías salir de un aprieto, el resultado fue penoso. Pese a que en mi fuero interno estaba orgullosamente convencido de saber del tema mucho más que aquel abogado civilista danés, parecí un estudiante no preparado tratando de aprobar por los pelos. Pero, qué carajo, el caso es que encima tengo un nivel más alto que lo escrito en la enciclopedia de este, pensaba. Cansado, estaba cansado. Confuso también. De pensar en inglés ni hablar, pero es que ni siquiera conseguía traducir en tiempo útil. Me embarullaba, como quien no sabe. Busqué refugiarme en la topografía de Roma antigua, donde habría estado sin duda más fuerte: “¡qué narices, he pasado allí cuatro años en estrecho contacto!” Nada que hacer. El padre de Irene, abogado civilista, hojeó las páginas de aquella su maldita enciclopedia que debía saberse de memoria, encontró el mapa de la Roma antigua y empezó a controlar cuanto yo decía.
El caso es que había en todo aquello algo que se me escapaba. El asunto en sí mismo. A ver: ¿por qué este buen señor tenía que acogerme con un interrogatorio?
Lo entendí más adelante.
Y un indicio lo habría tenido, si hubiese estado algo más lúcido, al final de aquel tormento. Fue cuando logré girar las tornas de mi incompleto dominio del inglés en mi favor, creando un torbellino de conceptos, un revuelo de opiniones, al demostrar querer refutar cuanto estaba escrito en aquellas páginas entre sus manos pero sin lograr –a causa de la lengua, justamente- explicarme prolijamente. Aquí el abogado, en lugar de atacarme frontalmente como habría hecho un profesor de verdad, se mostró muy perplejo y permaneció por largo tiempo pensativo. Hacia un extraño movimiento cuando pensaba, ya lo había notado: asentía con la cabeza. En aquel momento asintió mucho.
Viajaba con poco equipaje, así que no había llevado cadeaux de grandes dimensiones. Por otra parte, los pequeños, de costumbre, son carísimos, así que había optado por algo “simpático”. Un paquete- regalo de pasta italiana larguísima y multicolor. Una novedad que a las puertas de Escandinavia sería apreciada. Pensaba yo. No suscitó, cuando la entregué, los entusiasmos, aunque fueran de circunstancias, que yo habría imaginado. Extraño. “Oh, fine”, fue el parco comentario de la madre. El subsiguiente “Is it made in Italy? Yes, yes, it is” preferiría olvidarlo.
Total, algo no cuadraba: mejor dicho, muchas cosas. El extraño y repentino interrogatorio. El haber mostrado sorpresa cero por los spaghetti a la espinaca, a la zanahoria, a la tinta de calamar y normales que había llevado bien adornados con lazos verde, blanco y rojo. Si así se quiere, una pizca de mala educación en gente de un pueblo que de la educación y las formas hace una bandera.
Y otra cosa, que en el momento en que estaba haciendo una composición de lugar de aquellos primeros minutos en la casa del bosque de Slangerup se me concretó. Preparado para la frialdad nórdica, me había dispuesto también yo –ciertamente en la medida en que podía dentro de aquel estado de confusión que me había pillado- al control de las emociones, a la exteriorización moderada, al dejar hablar sin siquiera osar pensar en poder interrumpir. Excepto en el tercer punto, por otro lado, en los otros dos me las apaño bien de manera natural: a menudo no soy tomado por italiano, de hecho. Pues bien, la impresión que estaba tomando cuerpo en mí era que ellos, los daneses, criticaban aquella actitud mía. ¡Quién sabe!
Cuando has encajado dos goles y buscas la remontada, lo que de ningún modo debes hacer es un autogol. Te desfonda, te hunde definitivamente. Claramente regateé a mi portero. Fue cuando nos sentamos a la mesa, la maldita enciclopedia siempre allí al lado. Tenía dos goles en el saco, jugaba en inferioridad numérica, el cansancio me reventaba y hasta el árbitro la había tomado conmigo. Pero la conversación por fin lo era, el ambiente más distendido. Me mostró el vino (creo que correctamente ya abierto, tratándose de un tinto), me preguntó si bebía.
Yes, please, just a bit.
Lo sirvió cómodamente sin levantarse, llenó todos las copas. Por suerte, había reaparecido Irene, que había ido a cambiarse. Todos estábamos a la mesa, ahora. Una palabra a la derecha, una a la izquierda, una sonrisa, un esfuerzo de meninges para entender a Irene, que habla un slang a dosciento veinte por hora. Estrés. Salvación para aquella recaída repentina en la ansiedad: el vino.
Se me ocurrió que un trago podría reponerme. Tomé el cáliz, lo llevé a la boca. Justo en el momento en que los labios se mojaban del fruto de la tierra y del trabajo del hombre, se hizo el silencio general y el abogado se aclaró la voz: yo era el único que había tocado algo: no se podía antes del discurso. No se hace. Por supuesto que no se hace, y ¿quién jamás lo había hecho antes? El abogado esperó con embarazo a que dejase la copa, ahora ya, no obstante, desflorada. Así, tomando el suyo en la mano pero dejándolo a media altura, y prontamente imitado por todos, pronunció un flemático exordio del que no entendí ni jota. Un papelón. ¡Las formas! 3-0, partido perdido.
Después de cenar, bajamos al jardín, La casa era de piedra, tampoco muy grande, vista desde fuera. Desde dentro, me la había imaginado más espaciosa: toda revestida de madera, pavimento y paredes. No sé qué madera era (haz cuenta, en el estado de confusión en que jadeaba…); era más bien tendente al rojizo, pero quizá más por las sustancias que la impregnaban que por su color natural. Los ambientes principales estaban todos en el primer piso. Las ventanas del salón enmarcaban rincones del bosque y las ramas de los árboles llamaban suavemente, agitadas por el viento, a los cristales. En el jardín, de aspecto “natural” con los mismos árboles que el bosque, encontré al único ser del que recibí solidaridad y comprensión: el perro. Lo abracé; además echaba de menos al mío.
No puedo negar que, de camino a la cama, pensaba haberme equivocado habiendo ido hasta allá arriba.
Me despertó un dulce gorjeo de pájaros. Retomado el contacto con el mundo puse los sentidos en modo “día”, suspiré: me sentía bien. Los residuos de la fatigosa jornada precedente, superados. La habitación de había llenado de una luz que los reflejos de las hojas, ondeantes al viento allí rozando cristal, volvían vagamente verdosa. Con el ascenso del sol, ahora ya bastante alto, las charlas de las aves iban en aumento. Antes de salir de la cama quise controlar la hora, con el temor de haber quedado mal por enésima vez, levantándome demasiado tarde. Busqué el reloj sobre la mesilla de madera, leí la hora. ¡Las tres y cincuenta!
Las cortas noches veraniegas del norte golpeaban de nuevo. Pasé una media hora en vela y con el cerebro rumiando sobre la tarde anterior (los malos recuerdos habían aflorado en cuanto me percaté del error); después concilié de nuevo el sueño.
La segunda vez que me levanté el horario era el correcto. Aunque tampoco es que el sol se encontrase mucho más alto, la verdad. Nos juntamos en la cocina para el desayuno y me preguntaron qué me apetecería hacer ese día. Decidimos visitar enseguida Copenhague: después nos pasaríamos a hacer algo de compra y a recoger al ingeniero y a uno de sus hijos (el otro trabajaba en Róterdam) por la estación, ya que seríamos nosotros, Irene y yo, los primeros en recoger el coche del párquing.
Salimos. La madre nos miraba con prematura nostalgia desde la ventana. Yo hice un vago gesto, a medio camino entre una cierta complicidad, la confirmación del saludo ya expresado de palabra y el “O.K. quedamos así”, y me monté en el coche. Conducía Irene, el padre me cedió cortésmente el asiento de delante. Apenas me hube sentado, comencé instintivamente a escrutar el sotobosque, para ver bien cómo era. Por suerte, me había acordado de abrocharme el cinturón de seguridad. Metida la primera, tuve la impresión como de que hubiese agitación a bordo, pero no hice caso, hasta que vi cuatro ojos mirándome fijamente, mientras las manos a ellos pertenecientes se agitaban frenéticamente fuera de las ventanillas en señal de saludo. Desde la ventana, la madre lo devolvía con énfasis. Parecía que nos fuéramos a Siberia: lo cierto es que íbamos simplemente a la ciudad, como (ellos) cada día. La orden de aquellos cuatro ojos era perentoria: “¡Hazlo tú también!”. Lo hice, con fervor de neófito.
El Puerto de los Mercaderes (Køben havn) se mostró en otra magnífica jornada de sol. Vimos las arquitecturas de Amalienborg, hicimos el interesante recorrido de los canales sobre el barco turístico, con Irene mostrándome naves y almacenes mientras me explicaba que esta la había vendido, aquella otra alquilado, se había encargado de la transformación de esa otra…Vamos, que me mostraba todo aquello objeto de su propio trabajo comercial. Yo registraba la información pero sin entrometerme en los detalles de su actividad. No me incumbía quién hubiera comprado, vendido, por cuánto, etc. Discreción, es lo que consideraba que debía mostrar. Y en cambio Irene parece esperar alguna incursión por mi parte e incluso parecía quererla provocar. Extraño.
Ya fuera de la ciudad, cogimos el coche de delante de la estación y nos trasladamos al centro comercial. Había que hacer unos pocos kilómetros de autopista. Irene se metió, pero yo veía que algo no iba bien: murmuraba para sí, hacía pequeños gestos –muy contenidos- de contrariedad, después alzó poco a poco la voz: “Pero mira a ese, ¿qué hace?” Y después:” ¡Pero está loco o qué!” Y luego: “¡Venga, ¿y qué más?!”
Me eché a temblar pensando que la tomaba conmigo. ¿Y yo qué había hecho? Por otra parte no había nadie en la carretera, solo un vehículo 60-70 metros por delante; íbamos a unos 70 por hora, no veía otro culpable aparte de mí. Y para colmo otro problema. El inglés lo hablo con soltura, he recorrido el mundo sin demasiados problemas lingüísticos, a quienes no tienen el inglés como lengua materna los entiendo perfectamente cuando usan el idioma de Shakespeare. A todos. Excepto a Irene. Creo que Irene piensa que soy un negado para los idiomas.
“¿Otra vez?”
No, esta vez de verdad que no había hecho nada. Me atreví: “¿Pero qué pasa?”
“Mira a ese, ¿te parecen maneras de conducir?”
Increíble. La había tomado con el que nos precedía, el cual, efectivamente, llevaba un trayectoria un tanto sinuosa; nada que, a aquella velocidad y distancia, pudiese inquietarme a mí, acostumbrado al tráfico romano e italiano en general. Ni aposta hubiéramos chocado. A mi modo de ver, no al de las reglas de la safety escandinava.
¡Qué le vamos a hacer! Un país de verdad lejano…
Enseguida, el supermercado desmintió brutalmente esta opinión. Sencillamente porque, empujando el carrito entre los pasillos, repletos de envases de todo tipo, de repente me di de bruces con un enorme aparador. No podía creerlo. Y el caso es que no, no estaba en Ciampino, estaba en los alrededores de la capital de Dinamarca.
En lo alto destacaba un hermoso cartel con el rótulo “Buitoni”. Debajo, más y mejor pasta que al lado de mi casa. ¡Larga y corta, lisa y rayada, para sopa, lasagna, canelones, con espinaca, con tomate, con tinta de calamar, normal e integral! Cientos de paquetes, de distintos pesos: bolsas de medio kilo, bolsitas para el caldo, paquetes de cinco kilos. Un altar triunfal para la cocina italiana. Primorosamente decorado. Ahora comprendía por qué mi “original” presente no había suscitado grandes entusiasmos. ¡Paquetes de pasta tricolor los había para dar y vender! Y pensar que en Francia o en España, por ejemplo, nuestras hermanas o primas latinas, no había visto nunca nada parecido. Algo empezaba a no cuadrarme.
Algunas tardes después, toda la familia esperaba expectante la fiesta de cumpleaños de una prima de Irene. Fui unido a la invitación. Fuimos a Lindby, una auténtica zona residencial de Copenhage: la party tenía lugar en un chalet de una planta, tejado plano y grandes ventanales correderos que dejaban entrar abundante luz. Típicas de la arquitectura americana de los años 60. A menudo tienen la bandera nacional, estrecha, larga y farpada, plantada en el jardín. Dicen que es la más antigua del mundo, dicen que le tienen mucho apego.
Fui presentado a Lizette, la homenajeada dueña de la casa. Los huéspedes eran en su mayor parte agées y constituían una especie de gran familia, en la cual no obstante eran quizás mayoría los pertenecientes a la categoría “grandes amigos de toda la vida” antes que a la de “parientes”. Irene me explicó que muchos de los presentes habían vivido largas temporadas en el extranjero. Por otra parte, como ya sabía, también su familia era “extranjera”: su padre, en Rodas, se había casado con la madre, griega (de hecho Irene es medio danesa y medio griega, tiene la carnación algo oscura y cabellos corvinos, cosa que, allá en aquella tierra gélida, encuentra sus admiradores…). Lizette, por su parte, se había casado con un libanés. Entre los amigos había un chico sudafricano, un reportero gráfico, el único extranjero presente aparte de mí. Dos sobre unos sesenta.
A la luz de numerosas velas la fiesta comenzó. El inicio fue formal. Un señora con la falda hasta el suelo, como las de las criadas de la mojigata Disneyland, se plantó en el centro de la sala y pronunció una larga frase llena, como siempre, de las vocales y de los gorjeos que caracterizan al idioma danés. Luego hizo una pausa y continuó: “I begin to speak in that I am Lizette’s godmother. We have two foreign guests between us, so we shall speak English tonight...
“Tomo la palabra en calidad de madrina de Lizette. Tenemos dos huéspedes extranjeros, así que, esta velada, hablaremos en inglés…” Y se continuó en aquella lengua durante el resto del discursito, los aplausos, y la breve réplica de Lizette. Tras lo cual, pensaba , la cosa terminaría. Me vino a la cabeza la idea de que tanto Lizette como su madrina fueran dos frígidas obsesionadas por todo lo relacionado con el sexo. Pero igual era solo la educación protestante y la incapacidad de adaptar un gusto moderno en el vestir a la pretendida solemnidad. Ahora se entregaban como dos vírgenes coleando entre los parientes.
Pensamiento estúpido, hijo de una prolongada obnubilación del intelecto.
Dejando desfogarse a los daneses, me adelanté hacia la mesa del buffet, ante la cual todo pueblo es igual. Había una pareja que se afanaba con los habituales extraños equilibrios entre los platitos y vasitos de papel mientras conversaba. Pasé al lado y ¡anda!, hablaban en inglés. Dos señoras rubicundas pegadas a la mesa se hacían felicitaban mutuamente, en inglés. Alrededor de una mesita, se había suscitado una discusión, creo que sobre la pasión marinera de uno de los contertulios, ¡en inglés! Todos ellos hablaban conmigo, con el reportero gráfico, y sobre todo entre ellos en inglés (más bien en americano). Me pareció increíble.
Pase el bilingüismo: un pueblo de comerciantes aprende por fuerza el idioma que se habla en los mercados. Ahora bien, tan extremada cortesía…aquello era demasiado.
Pero era yo, que lo veía desde el punto de vista italiano.
En aquella velada, que perfectamente habría podido transcurrir en Maryland, mientras miraba de reojo al personal, sustrayéndome a sus miradas alentadoras, mientras lograba instalarme junto a la ventana, libre de los obligados formalismos, se me abrió el resquicio para entender correctamente tantas cosas de aquellos pocos días daneses. Comprendí mi error: era como si leyera el árabe de izquierda a derecha en lugar de hacerlo, correctamente, al revés.
Sabiendo que habían de recibir a un italiano, los daneses se habían puesto en modo “Italia”. De la cual toda Dinamarca tiene una gran opinión, empezando por la comida: no hay más que ver los grandes aparadores de pasta en el supermercado. Para los nórdicos daneses, Italia es la cálida tierra de la armonía, del buen vivir. Vale, sí, también de los ridículos latin-lovers; pero oye…
Es extraña, percibí en aquel súbito instante de verdad, la relación de los daneses con Italia: saben todo sobre ella, pero se les escapa el sentido último. También a Irene: ama la sólida genialidad arquitectónica del Panteón, pero no logra apreciar la seducción de la Trinità dei Monti (claro que cometió un eror garrafal; mejor dicho, lo cometí yo: no le propuse ir al atardecer, y fue por la mañana).
Y he aquí revelándose el porqué de la actitud de abogado civilista aquella primera tarde.
¡Era para él!
El interrogatorio era para él: necesitaba constatar si estaba a la altura del huésped, justamente sobre el terreno de este. Había pasado días enteros repasando y profundizando en las nociones del instituto sobre aquella maldita enciclopedia suya, y ahora estaba preparadísimo. Por eso no me había contradicho en el momento en que yo parecía refutar cuanto estaba expuesto en su fiel tomo, y en cambio se había puesto a pensar con perpleja y vacilante expresión.
Pero eso no era todo.
Empezaban a encajarme todas las piezas de aquella relación iniciada de un modo un tanto difícil. Irene que esperaba que yo bajase precipitadamente del tren, la sorpresa porque no me desmadré en expresivos saludos cuando nos íbamos con el coche, la crítica evidente a mi actitud comedida, hablando poco y en voz baja. Por otra parte su nordicidad, que afloraba en los discursitos, en la seguridad vial, en el exceso de banderas. Incluso la madre de Irene, griega de Rodas, tras una larga vida en Dinamarca, superada la dura prueba de la aceptación inicial (a lo mejor aún no lograda), se había convertido, o así lo mostraba, en más danesa que los daneses.
Total, de mí, italiano, esperaban que hiciese de italiano. Que trajera el jaleo, el ímpetu mediterráneos. Donde se sabe vivir, ¡qué carajo!
Suerte la metedura de pata del vino: les había satisfecho un poco.
Pero lo cierto es que, en vez de desbloquearme, esta adquirida certeza, unida a la deficiencia de mi inglés respecto al de Irene (que habla seis lenguas: la suya, inglés, francés, alemán, griego y sueco) me intimidó mucho. Pese a todo, seguía sintiéndome constantemente sometido a examen, como un colegial que siente que el profesor no le quita ojo.
Hablaba muy poco, tratando de medir y comedirme. La verdad es que no debí ser muy buena compañía. Irene, lógicamente, se puso de morros; y yo me doy cuenta ahora de que nunca le he explicado el porqué de aquella actitud mía.
(Espero haberlo remediado cuando vino a la Toscana y, de vuelta de San Gimignano le enseñé a canturrear en romanesco: “Onzi, onzi, onzi – a Poggibbonzi so’ tutti stronzi”, divertidas rimas que me enemistarán con la pequeña ciudad…
Creo que aún se acuerda. Me las ha repetido en más ocasiones, hasta por teléfono; aún escucho su voz políglota repetir “Onzi, onzi, onzi…”
Voy a llamarla.
No, se me ha adelantado, me está llamando ella.
Se casa.

Así pues Irene se casa.
Aunque solo me conoce a mí, invita a toda la familia, a más incluso de cuantos imagina.
Iremos a Copenhague. Lo decidimos de inmediato. Iremos y nos vestiremos de punta en blanco, para no desmerecer. Habrá daneses y griegos, no irán a ser los italianos los que se vistan como para no honrar la ceremonia.
Es bonito estar invitado a una boda en el extranjero. Es bonito que te llamen para participar en una fiesta tan importante. Aún lo es más cuando ni siquiera eres un pariente. Te sientes realmente querido, aunque una vez te bebieras demasiado pronto el vino y te cerraras un poco…
Aunque el rito se desarrolle en la Sankt Johannes Kirke y sea luterano. Vamos, en todo caso protestante. O sea, que sabremos cuando comenzará porque cuando entra la novia empieza. Con toda probabilidad nos enteraremos también de cuando acaba porque cuando los novios salen se ha acabado. Más difícil será entender lo que ocurre en medio. En gran parte por culpa de la lengua; encima el celebrante parecerá que habla en japonés. En gran parte también por el hecho de que aquel hablará sin parar y más o menos siempre con el mismo tono. Él hablará, se cantarán cantos, habrá un cambio de posiciones entre los contrayentes y sus acompañantes en el altar, él hablará, se cantará, hablará, hablará, se cantará, hablará, y los novios se dirigirán a la salida por entre las alas sonrientes y emocionadas de todos nosotros. Sí, pero ¿en qué momento se habrán casado? Nada de “puedes besar a la novia”. Nada de aplauso (¡menos mal!).
Sankt Johannes Kirke está en el interior del ángulo agudo formado por Nørre Allé y Blegdamsvej, que confluyen en Sankt Hans Torv. Es el barrio donde ya viven Irene y Carl, con su hijo Paul, el pequeño Paul que hará de paje en la boda con un trajecito azul. En una sala del centro parroquial, en la parte trasera de la iglesia neogótica de ladrillos rojos, en cuanto acabe la ceremonia religiosa se ofrecerá un refrigerio para los amigos menos íntimos, vecinos de casa, conocidos. Y algo resultará evidente. Entre nosotros, en las bodas se viste uno con ropa de competición; entre ellos, con ropa de ceremonia. La diferencia será visible. Pero nuestras ropas habrán aportado también un toque divertido. Pero vamos por partes: primero el refrigerio para el círculo más externo, los que no estarán en la recepción de la noche. Una agradable atmósfera de gente contenta por la felicidad de los novios y de sus familias. Constataré que los ambientes parroquiales tienen todos la misma luz, sea cual sea la confesión. La tarta con la foto glaseada de ella y él me incomodará un poco: ¡comerse un trozo de Irene da reparo! Conoceré finalmente al hermano de Róterdam, de vuelta en Dinamarca y también realmente simpático. Reencontraré a Lizette, nada cambiada. Lástima que Irene ya no frecuenta a la amiga Simone, una pena, me caía muy bien, con su alma presta a perderse. Los padres serán encantadores, como años atrás y no recordarán el desastroso interrogatorio. La mamá permanecerá mediterránea pese a tantos años al frío, el papá estará orgulloso de su bella hija y me parecerá realmente contento de que hayamos venido. Ambos, como todos, no podrán no percatarse de cómo vamos vestidos. Lo habrán notado ya de mañana los habitantes de Copenhague.
Dará la casualidad de que aquel mismo sábado de finales de mayo habrá una boda real. Salir del hotel a una esquina de la calle delante del Kastellet para fumarse un cigarrillo con el rostro medio en penumbra por una lindísima pamela negra, con zapatos Les Tropeziènnes tacón 12 cm, y un adorable vestidito apenas aderezado con un cache-coeur que abriga los hombros con innata elegancia llamará la atención. Recién salido yo también, oiré el click de las cámaras de fotos. Una invitada a la boda del príncipe, a la espera del coche que la trasladará hasta el helipuerto cercano (det Kongelige Bryllup se celebraba en casa de ella, en Jutlandia), es fotografiada. Y yo reiré.
Nosotros en cambio tendremos la suerte de participar en el de Irene y Carl y poder conocer a mucha gente simpática. Tras unas horas libres al comienzo de la tarde –qué gran idea-, al anochecer tendrá lugar la recepción oficial en un edificio histórico no lejos de nuestro hotel. Me encantará la foto de los novios con todos los invitados en la escalinata de honor, que sube a la planta noble con un par de vueltas. A la mesa con los italianos, daneses, como era de esperar, griegos, suecos, colombianos. El único problema compartir los cantos, aunque eso revelará mucho de la lengua danesa, que escribe bastantes consonantes pero que pronuncia pocas. Y la única vez que intente participar en el coro, gritaré “¡Hurra, Hurra!”, tras haberlo leído así en el libro de los cantos. Lástima que los demás no pronunciarán prácticamente la erre y así, los míos, bien afilados, sonarán en medio del general “¡Uá, uá!”.
Pero esa noche me iré a dormir feliz, tras haberme fumado el puro obsequio del hermano de Róterdam. La tarde siguiente Elena vendrá a cenar con nosotros, como también ella, la novia, había venido a buscarnos al aeropuerto.
Irene, eres grande. Espero que recordarás todavía “Onzi, onzi, onzi…”

Caporetto

12.12.2014 19:11

Este recuerdo es de mi amigo Marco R. más que mío. Lo compartió conmigo, no obstante, junto a su amistad, a lo largo de la carretera que nos llevaba al pueblo, de modo que aquel, al tiempo que el camino recorrido, se dejó vivir también por mí.
Marco R., aunque ame la costa tirrénica, tiene una predestinación adriática: pullés por parte de padre, de la provincia de Lecce; friulana, o quizás eslovena, la madre. En medio, precisamente, el gran golfo del Amarissimo[1] (sic & sigh!).
Gran sufridor del calor, acostumbraba a pasar las vacaciones estivales en el pueblo materno, en los valles del Natisone. Es un territorio donde los últimos ramales de la llanura han dejado ya el sitio a las primeras prominencias de las montañas, que no son aún sino pequeños relieves incisos y rascados por los ríos y arroyos que desde las montañas más altas, ya más allá de la frontera, bajan a confluir, sobre la llanura pasado Cividale, en el Tagliamento. Son alegres y siniestros a la vez. Numerosos bosques visten de tonalidades de verde estas colinas, en competencia con aquellas de los prados y de la vegetación ribereña.
Aquí y allá, sobre mesetas en lo alto de rocas de erosión, sobre conos de deyección o simplemente encaramados en alguna ladera menos escarpada, se abren pueblos y aldeas de nombres a veces impronunciables, revelando así la posición próxima a los confines entre mundo latino, eslavo, y no muy distante, germánico. Poblados habsbúrgicos, sin duda: ya sea formados por casas de piedra dispuestas a lo largo de la calle, con las ventanas sonriendo floridas a los viandantes, ya formados por los ordenados conglomerados de las casitas blancas post-terremoto.
También en estos valles tranquilos, aunque algo huraños, el terremoto del 74 provocó muertos y destrucciones. Pero viéndolos hoy, agotadas las lágrimas (el tiempo, ya se sabe…), llenos de diminutas empresas que construyen sillas, que embotellan slivovitz, que amasan gubane[2] , no se ve, del dolor de poco tiempo ha, más que vestigios. Después vino San Terremoto, dice una treintañera, dando a entender que aquella gente se reconstruyó la casa con sus propias fuerzas y sus propias manos, y cuando, con el retraso habitual, llegó el dinero de la reconstrucción, lo usaron para poner en marcha aquellos cientos de empresas familiares que han transformado la realidad social del Friuli.
Pues bien, durante una de esas vacaciones, un día Marco R. coge la bici del primo y decide irse allá, a Yugoslavia. Lo hacía a menudo, lo de salir en bici. Mira el mapa en un viejo libro de escuela, ve que el circulito que indica Caporetto no está muy lejos de la línea verde de la frontera, y elige como meta esta que, era una localidad, ahora es un lugar común[3].
“¡A saber cómo es esta Caporetto!”
Parte pues, llevándose el carnet de identidad y algún dinero. Ya verá si compra un poco de carne, que allá cuesta realmente poco, aunque la madre pretende reconocerla, y a lo mejor la reconoce de verdad: dice que no es muy buena, pues viene desde allá. Tal vez para esa generación que ha vivido las luchas intestinas y no tan intestinas de la guerra y la posguerra, con los grandes dolores colectivos y las inmensas pequeñas tragedias personales, los dramas íntimos de las conciencias, que fue separada en zonas A y B, tal vez para esa generación el único "pero" de la carne de allá es ¡que viene de allá! La observa como si examinara un cadáver, luego sentencia: “Esta viene de Yugoslavia”. Como si viniese de China, donde, es cierto, se comen a los perros y los nidos de golondrina, ya ves tú.
Es un buen ciclista, está acostumbrado. Añádase a esto que ni siquiera tiene coche, las piernas están entrenadas. Remonta el valle del Natisone, una subida suave pero aún así cansada. Pedalea tranquilo hasta el puesto fronterizo, bajo la mole maciza y aparentemente inacabable del Mataiùr.
“¡Ocho horas sin agua, una vez, allá arriba!” me dice mientras pasábamos por debajo.
A la izquierda, más bajo pero quizás más escarpado, el Mia. Los fronterizos sonríen un poco ante este ciclista ocasional que entra en territorio yugoslavo, con la idea de hacer unos pocos kilómetros más y regresar. La frontera de los Eslavos del Sur se encuentra justo detrás de una curva a la derecha, unos cuatro kilómetros más adelante. La inspección es apenas un poco más minuciosa. De nuevo en marcha. No puede ver aquello que veremos juntos cuando volvamos a recorrer esta carretera y me cuente la historia: los agujeros de los proyectiles sobre los letreros y sobre los cristales de la garita del control de pasaportes. Habrán pasado pocos años, pero mucho habrá cambiado. Palabras nuevas, o que lo parecen, se habrán asomado a la geografía de los telediarios. Los eslovenos, en aquellos días, estarán saldando los plazos del coste de su independencia. Probablemente en marcos.
Otras separaciones se estarán produciendo, otros sufrimientos colectivos, otras tragedias personales, otra indiferencia: solo que esta vez, todos, todos lo sabrán. Se les soltará a la cara en la hora de la cena, y entonces, esas personas que sufrieron en su día y lloraron a sus muertos, como los siguen llorando ahora, esas mismas personas que vieron con sus ojos jóvenes aquellos horrores, ahora dirán: “Pero, hombre, ¡hay ciertas cosas que no deberían hacerle ver a uno mientras come!”
Como ha hecho siempre, el Natisone sigue descendiendo por la izquierda de la carretera, absorto en su propios gorgoteos, pero un cartel que lo indica lleva la inscripción Nadiža. Marco R. llega finalmente a un collado, el río tuerce hacia un lado, la carretera en cambio al otro, a la derecha, hacia el oeste. Caporetto no se ve. Enseguida (ahora la carretera planea, quizás desciende un poco, suavemente) empieza otro valle, con un riachuelo que pasa bajo las montañas al sur. E paisaje es menos árido. Menos, o incluso nada cárstico, se diría. El fondo del valle, llano, está totalmente cubierto de hierba o de cultivos, la calzada está flanqueada por árboles seguros de sí mismos, los bordes igualmente lozanos. Al fondo, lejos, montes lo bastante altos para perderse entre las nubes.
A fin de cuentas son pocos kilómetros, pero es como atravesar décadas de desarrollo. En aquellos campos al lado de la carretera, son muchos los carros de madera que transportan leña, patatas, cualquier cosa. Algún tractor que quema un humo pestífero se desplaza lentamente: son grandes máquinas tambaleantes que parecen derrochar más energía para tirar de sí mismas que para trabajar. Y hay algo que falta en aquellos grupúsculos de casas que cada poco se encuentran: así de momento no se sabe qué, igual se comprende cuando se vuelve aquí. Eso es, faltan las antenas de la tele sobre los tejados.
Total, que Marco R. está pedaleando por estas rectas e improvisadas “eses” esperando ver Caporetto. Había pasado ya un pueblito llamado Staro Selo, ahora viene otro un poco más grande que se llama Kobarid. Llega un poco de repente, se entra en él con una gran curva a la derecha. En el interior de la curva ve una carnicería, pero decide que si la compra, la carne, la comprará en Caporetto: ahora ya casi debe estar. Antes de la amplia curva había una bifurcación, le había salido instintivamente tomar esta carretera, que parece la más grande, la más derecha. En realidad, acabadas las casas se da cuenta de que se dirige decididamente hacia el sur.
De nuevo un río, esta vez más grande. Está a la izquierda, ¿cómo se llama? Ah, Soča como la Soca Dance de Rafaella Carrà… ”¡Ya ves tú, qué cosas se te ocurren con la fatiga! Y además sobre la ce está esa señal extraña, como antes sobre la zeta de Nadiža…”
Pedalea y se pregunta dónde diablos estará esta bendita Caporetto. ¿Es posible que tantos muertos hayan muerto en un pueblo que no existe? ¿Que la derrota total en que cayeron, en aquel grisísimo otoño del 17, los mal dirigidos ejércitos italianos incluyera en sus cifras gigantescas (70.000 entre muertos y heridos, 300.000 dispersados, otros tantos en desbandada, más de un tercio de los efectivos del ejército fuera de combate) también el propio centro habitado? No mucho después del pueblote con la carnicería, otro burgo; Idrsko, típico nombre eslavo, repleto de consonantes.
“¿A que no sabes cómo se dice Trieste en esloveno?” me preguntó Marco R. interrumpiendo el relato.
Había estado en la capital juliana, pero no me acordaba.
“Se dice igual, pero sin vocales: Trst. Cómo harán para pronunciarlo. En alemán se quita solo la última vocal, y sin embargo se pronuncia ‘trist’ aunque se escriba Triest. ¡En esloveno, solo consonantes!
Total, después de Idrsko, otra decena de kilómetros junto al borde del río y ningún pueblo. ¿Se habría equivocado de carretera? Comienza a notar el cansancio; así a ojo, ha recorrido muchos más kilómetros de los que había calculado, aunque fuese de manera aproximada, sobre el mapita del libro escolar. Se detiene y nota las piernas duras, baja al río para refrescarse un poco, entre sauces y piedras. ¡Sorpresa! Sobre un terrón de hierba, en medio de la gélida corriente, un pescador. La esperanza de que hable italiano… En el fondo, esto era Italia, hace algunas décadas. Aquí, por algún lado, está el Isonzo, un río italiano, y por algún otro lado, maldita sea, Caporetto.
No habla italiano. Pero está bien dispuesto a entender y hacerse entender, para que este curioso italiano en bici se vaya y le deje pescar.
“¿Ca-po-retto?” pregunta Marco R. ayudándose de gestos.
“Zsc vo zcny z drupvnoi” o algo que suena así.
“Ca – po – re – tto... ¿Caporetto por aquí? Y hace con la mano una señal como de seguir la carretera.
“Uh?!”
“¿Caporetto, por aquí?”, repitiendo el gesto.
Also!” dice, quién sabe por qué en alemán. “Qué bart…” , o algo parecido, y prosigue en un lenguaje que podría parecer casi italiano. Pero con la mano indica decididamente la dirección contraria.
“¿Por allá?” pide confirmación Marco R. ¡Es de donde venía!
“Qué bart” o algo parecido repite el pescador. Y se abre en una carcajada, que querría ser reafirmativa pero que en cambio inquieta aún más al ciclista perdido. “¡Qué bart!” insiste convencido, pero ahora ya dislocándose las mandíbulas.
Decide hacerle caso, ha entendido. Antes del pueblo de la carnicería tendría que haber girado a la izquierda, está claro. Caporetto estará justo ahí detrás. Pero ahora ha hecho ya demasiado camino, han pasado las horas. Solo le queda tiempo de volver a casa, es aconsejable dejar el territorio yugoslavo antes de que oscurezca. En la bici no lleva luces, no se fia, sin luces mejor estar en Italia.
Más kilómetros, la carretera sube ligerísimamente.
Llega al pueblo grande: saliendo, en el interior de la curva, la carnicería. Venga, cinco minutos para la carne. No lo habrá conseguido con Caporetto, pero habrá dado un sentido a la jornada.
Entra, explica por gestos qué corte quiere, paga y sale con su bolsita de plástico azul. La asegura al tubo de la bici y en marcha de nuevo. La hondonada, la frontera de los “plavi”, la carretera que baja, la italiana. Las horas pasan. Caporetto, una curiosidad pospuesta. En la aduana, al caer la tarde, preguntan, solo por pasar el rato, qué hay en la bolsa azul. “He cogido un poco de carne…” y abre la bolsa para dejar ver el contenido.
Casi se cae de la bici parada. Palidece. Deja caer la bolsa, que empieza a oscilar de una lado a otro del tubo, luego la vuelve a agarrar neviosamente. En letras rojizas, pequeñas, medio descoloridas, el nombre de la carnicería y la dirección, con el nombre del pueblo cortésmente escrito tanto en esloveno como en italiano: ¡Kobarid-Caporetto!
“¿Algo no va bien?” pregunta atento o escamado un agente.
“No, nada: no va la historia!”



[1] El Amarissimo es el Mar Adriático, así definido por Gabriele D'Annunzio («l’amarissimo Adriatico») el 15 de enero de 1908 durante un banquete oficial ofrecido en su honor en Roma tras la primera representación de la tragedia La Nave, refiriéndose, en el clima irredentista de aquellos años, a la remanente dominación austríaca sobre territorios italianos del noreste y las costas orientales. Aún hoy, muchos hoteles y restaurantes reproducen este nombre. (N.d.T.)

[2] La slivovitz (a veces traducida como slivoviz, slivoviza, slivovica) y la gubana (gubanca en la lengua eslovena de los Valles del Natisone son dos productos típico de Eslovenia, y por tanto también de la zona eslovena italiana. La primera es un aguardiente de ciruelas (en la elaboración doméstica se admiten innumerables variantes); la otra un dulce de masa levada relleno de nueces, uvas pasas, piñones, azúcar, grappa o slivovitz, ralladura de cáscara de limón. A menudo (aunque para los puristas sea un error) ¡la gubana se moja en slivovitz! (N.d.A.)

[3] Tan fuertes fueron el fracaso y la impresión que causó en el País, que aún hoy “una caporetto” es la derrota por antonomasia. (N.d.T.)

 

Venezuela

03.12.2014 00:00

Aquella noche jugué al dominó con el chaval de la posada a la luz de la lámpara de gas e, increíblemente, teniendo en cuenta que yo no practicaba mucho ese juego mientras que para él debía ser el compañero de más de una velada, gané.
Se estaba en un islote de Los Roques, un archipiélago volcánico de unos 300 coágulos en el Caribe meridional, mar adentro de las costas venezolanas. Solo uno estaba habitado por una comunidad de pescadores; sobre otros dos o tres, tal vez cuatro, había alguna que otra casa de veraneo (de apoyo para la pesca, creo) y rudimentarias estructuras de alojamiento y turísticas. Desde allí, chicos de la ciudad que trabajaban para arañar algunos dineros para pagarse la universidad o, sencillamente para las salidas nocturnas, te llevaban en barca en busca de las mejores playas. ¡Y qué playas! Los colores del mar son los más intensos y densos que haya visto jamás. Todo el archipiélago se extiende en el interior de un cordón coralino crecido, según creo, sobre el borde de la caldera explosionada del volcán y que hace de barrera a las marolas. Uno cree entrar, más que en agua, en un fluido vital capaz de regenerar. La sopa primordial no debía ser muy diferente. Es un líquido mágico y arcano, cálido, con el que tuve una relación sexual dulce y lenta. Sí, tal cual: empujado por el ritmo discreto pero incesante de la resaca mínima de la playa blanca, embelesado por la melodía de silencio tímidamente ventoso, me abandoné relajado al elemento turquesa de infinitos reflejos esmeralda, di libertad al deseo y fui correspondido, sintiendo la misma emoción y la misma plenitud de una relación sexual de amor. No quería terminar.
El mar y las playas de Los Roques son indescriptibles. No se puede hacer más que vivirlos. Cada islote tiene sus características. Está aquel con la barrera coralina al alcance de la mano, donde te sumerges en apnea y, estando atento a no tocar el temible coral de fuego, simpatizas con peces de mil colores. Aquel otro con la vegetación particular, con florecillas poco exuberantes pero de intensas tonalidades. Y uno donde puedes ver al inofensivo tiburón martillo, el único que penetra en el recinto del archipiélago, y otro que…
En una playa entre las más bellas, se planteó el problema de comer. Fue inmediatamente resuelto por el muchacho que pilotaba la barca (una lancha neumática accionada por dos motores de 75 caballos cada uno, que le hacían alcanzar no poca velocidad, lo que permitía visitar más islotes en una sola jornada). Se sacó del bolsillo unos tres o cuatro metros de hilo de nylon al que enganchó un anzuelo que llevaba consigo. Excavó un poco donde la arena empezaba a ser tierra, ensartó un gusano en el anzuelo y, así con la mano, lanzó el rudimentario sedal al agua. Al cabo de media hora teníamos un botín de cinco o seis grandes pargos.
Una isla, el aeropuerto: no, no está en ella el aeropuerto: es el aeropuerto, en tanto que está toda y únicamente ocupada por la pista para aviones turísticos, que empieza y acaba en el mar. Nada más descender del avión, en vez de en el bus-shuttle uno viene montado en barca. Aterrizando con el piper cuatro plazas, realmente me había parecido descender sobre el azul del agua.

Volví a pensar en todo esto en el efímero momento en que saboreé el placer de aquella fútil victoria. Sí, efímero y futilidad caracterizan a las cosas humanas en aquel mundo fértil, en aquella expresión de vida de ciclos larguísimos, como del tiempo primigenio.
¡Oh, el tiempo! Cuánto tiempo hay en Los Roques. El sitio ideal para esconderte con la mujer que amas, donde hacer, dar y recibir amor. Crisol de elementos vitales, todos bellísimos. El aire purísimo y luminoso, el agua sexuada, la límpida tierra incontaminada: el fuego celado, pero origen eruptivo de todo, y presente en la pasión.
¡El tiempo! Es increíble cómo nos falta en nuestras prácticas cotidianas (siempre corriendo, siempre teniendo que posponer algo) y cómo no se sabe de qué modo llenarlo cuando, como en Los Roques, no hay otro sino él.
Así, teniendo que pasar una noche en Los Roques sin tu mujer, juegas al dominó con el chaval de la posada. Y hasta ganas. Luego te acurrucas en el catre y eres feliz. Hasta que piensas en ella que no está.

Y hay que decir que en Venezuela, mujeres bellas las hay: es más, bellísimas. No por casualidad es a menudo una de ellas quien vence el cateto, pero sin embargo indicativo, título de Miss Mundo. Deambulando por Caracas, yendo a los bares de El Hatillo, la colonia residencial encajada en una cuenca más elevada de la ciudad (ya de por sí a una buena cota), las encuentras para volverse loco.
“Es la mezcla”[1], dicen los lugareños, la mezcla de razas distintas que afina y enriquece los rasgos. –Iraima encarnaba espléndidamente la belleza de la mezcla.
Padre persa, madre mitad blanca y mitad india: óptimo resultado. No era de aquellas que piensas poner en una portada sino de aquellas para llevar a Los Roques sabiendo que no te aburrirás. Y esa manera excitante que tenía ella de decir este nombre de Los Roques… Fascinante e inteligente, era a la vez fresca y alegre: la piel ambarina, parecía perennemente bronceada; los largos cabellos muy ondulados pero sin signo alguno de encrespamiento ni sequedad, sino abundantes y suaves; la sinuosidades justas, firme y sensualmente femeninas; el modo de moverse, que revelaba un fuego interior capaz de derretir un glaciar de la Patagonia o de hacer evaporar toda el agua del Orinoco. Toda la energía le rebosaba de los tizones que tenía por ojos: cuando te agarraban, te sentías atravesado de parte a parte, revolcado, agarrado y derribado.
Sabía ser dulce, Iraima. Sí. Cuando quería resultaba sensual. Pero…

-La llamé. Estaba aún en el trabajo. Me preguntó:
“¿Qué hiciste hoy?”[1]
“Bueno, he ido a El Hatillo, y...”[1]
No me dejó acabar. Mi respuesta a la pregunta "¿Qué has hecho hoy?" era incorrecta. Incorrecto decirle que había estado en El Hatillo sin ella. Explotó. Hasta por teléfono veía sus ojos disparando balas explosivas.
“¡Vamos a vernos ahora mismo!”[1]
La orden de vernos inmediatamente la cumplí, tratando de evitar iras mayores. Al verla, temí haberme equivocado.
“¿Cómo es que me hiciste esto?”[1]
“¿Eh?”
No había entendido. Ametrallaba las palabras y yo me perdía algo del español. Ella había frecuentado el Club Italiano, así que logró repetir en italiano.
“Come è che mi hai fatto esto?”
No supe responder. Sí, había dicho que me quería llevar a El Hatillo, es verdad, pero a la hora de comer no sabía qué hacer, así que, entretanto, había salido a dar una vuelta, había entrado en un bar a refrescarme con una Polar, y había vuelto a bajar a la ciudad. Nada malo.
“¿Cómo que no hay nada malo con eso, chico?”[1]
Lo había, algo malo, lo había. Sus labios, que sabía tan suaves, parecían cuchillas dispuestas a matar. No entendí una palabra, hablaba a ráfagas, pero el sentido estaba clarísimo. El Hatillo era un lugar bonito, humano, relajado. Pero era algo más: ella de aquel lugar había de ser la reina, y a su reino de dulzura, debía ser ella quien me llevara. Haber ido ahí solo, de elefante macho, le había impedido hacer esto por mí.
Mientras hacía fuego sobre mi insensibilidad movía las caderas y me pareció como si bailase un merengue. Me sentí un muchacho de barrio, su versión de las favelas, solo en la calle, viendo a esta merenguera y sintiéndome aún más solo por no poder bailar con ella. Luego se calmó, volviendo a ser promesa de miel.

La paz me costó la cena. Pedí una canoa de mariscos.
No sabía qué sería exactamente, pero la presencia de los mariscos me tentaba. En realidad, había probado ya la comida criolla, y al final, hasta le había cogido el gusto, ¿de qué otro modo iba a ser? El camarero se presentó, a su debido tiempo, llevando, en un triunfo culinario, sobre una bandeja, media piña humeante. La canoa de mariscos era precisamente media piña, abierta a lo largo, vaciada y rellena de una sopa de mariscos. Su sola vista me extasió. La superficie líquida estaba medio solidificada, parecía estar ligeramente gratinada. Este mórbido velo mantenía parcialmente sumergidos varios moluscos y otras delicias marinas. Un vapor perfumado de pescado, de especias, de hierbas y de fruta emanaba de este paisaje culinario. Con un renuente golpe de cuchara, rompí el equilibrio y empecé a saborear. ¡Resultó ser una verdadera delicia!
El jugo que aún destilaba la pulpa que quedaba se mezclaba con el caldo, uniendo el sabor del mar al de la tierra, el dulce al salado. La misma pulpa, a medida que comía, se descubría y revelaba empapada por el gusto de la sopa, ya de por sí excelente. La extraje con la cuchara como un poseso.
Y a ver,  me pregunto ahora por qué atribuyo tanta importancia a este plato. Tal vez porque me sorprendió mucho. América Latina nunca me había parecido una tierra de refinamientos culinarios. Pensaba más bien en la carne, mucha y abundante: de Méjico a Argentina bueyes y vacas proveen de lo mejor que se pueda pedir. Restaurantes de lujo, sí, cuantos se quiera, pero lujo yanqui o europeo. Cierta cocina mejicana, sugestiva, siempre me ha parecido una elaboración de más allá de Rio Bravo: y de todas formas, cae pesada, con sabores contundentes. Seguramente, de sabores contundentes es la cocina latinoamericana exportada, aunque, por mi parte, la haya conocido primero in situ y solo más tarde en Europa: chorizos en todas sus variantes de ultramar, feijoadas, asados, chili con carne, carne do sol, nachos, etcétera, etcétera. En definitiva, si quieres por la pobreza, si quieres por el colonialismo perdurable, nunca la habría creído capaz de ofrecer una canoa de mariscos.
Y de hecho, ¿no es un tanto simbólica? La combinación brutal de sabores que, pese a fundirse, dejan adivinar los propios orígenes, el ingenio en crear lo bello partiendo de las cosas más simples; todo muy emblemático de América Latina. O al menos de una de sus mitades. Es cierto, debería haber pedido también la otra mitad de la piña, conocer la otra realidad del continente. Debería; pero probablemente aquella media piña estaba ya podrida. Ya solo Venezuela es muchas cosas, no solo estas. Es también presentarse en un local juvenil de moda –tipo Hard Rock Café- y verse prohibida la entrada porque uno va con deportivas: no, nada que hacer, debes irte…hasta que demuestras que te alojas en el Eurobuilding, por ejemplo, y entonces te dejan pasar, considerando que, si puedes gastar un mínimo de 180 dólares por noche, eres un tipo que gastará también bastante en el local. En Caracas está el Club Italiano. Para entrar has de mostrar el pasaporte italiano: es cierto. La chica de Gian Luigi, anfitrión italo-venezolano, de familia asturiana, podía entrar porque su nombre estaba registrado como novia de italiano. Naturalmente, por italiano y español se debe entender la nacionalidad de procedencia: la mitad del país, tal vez más, tiene la doble ciudadanía. Dentro, tenía lugar un torneo de fútbol con los equipos llevando las camisetas de nuestro campeonato. Estaban la heladería, la pizzería, y todos los símbolos de italianidad en el extranjero. Todos hablaban español, claro.[1]
En una elegante librería de la zona comercial, algunos tipos brindaban ante los periódicos que anunciaban la imputación de Craxi. No parecían fans de la honradez: más bien me dieron la impresión de ser viejos nostálgicos convencidos de que aquellos socialistas seguían siendo parientes cercanos de los comunistas. Rojos, los unos y los otros.
La señora Dina Franchi, manager de empresa, fue muy amable invitándonos a su casa, en un bloque de una elegante zona residencial en las alturas. Por desgracia, lo que estaba fuera del apartamento no tenía nada de amable. Dobles verjas, cámaras de vigilancia: y a esto aún se acostumbra uno. Después, las escaleras, el rellano: y aquí la sorpresa. La puerta blindada con doble cerradura estaba precedida por una sin gracia pero eficaz cancela. No solo los ricos, también los acomodados de Caracas viven atrincherados en casa, aterrorizados de que la gente de los barrios intente una sencilla redistribución de la riqueza.
Tensión social, la había. Pocos días atrás se había llevado a escena la enésima tentativa de golpe: de tanto en tanto, alguno prospera. En las calles, la policía (aunque parecían militares) patrullaba por todas partes con la metralleta o el fusil de aire comprimido apuntando. Aviones militares de reconocimiento sobrevolaban continuamente la ciudad, hartando con su tono desgarrado y prolongado. Los daños de alguna bomba eran reparados aquí y allá, pero era como si nada hubiera sucedido. El sábado y el domingo, los aviones hacia Isla Margarita seguían estando llenos, con el aeropuerto de Maiquetia convertido en una especia de parada de taxis: ¿el siguiente libre?
En la ciudad resultaban aún más evidentes los pobres que no sabían qué esperar: pero esperaban con silente tenacidad. Ni siquiera un paso de merengue era capaz de sacudirles su falta de expectativas. En Brasil o samba se puede bailar solo, entre la multitud o en una esquina de la calle: el merengue se baila en pareja. Así el dulce ritmo, en vez de mitigar los dolores de la soledad, los intensifica. Ver bailar a una merenguera es realmente un espectáculo que no se olvida. Yo no lo olvido.
En Caracas fui  llevado por sorpresa a un museo, un ambiente moderno y raro, acogedor, poco frecuentado. Vagaba por las salas fingiendo conocimientos -los que se esperaban de mí- cuando me topé con una maravillosa escultura de Lucio Fontana. Me quité los zapatos y entré. Se podía. Se debía. Obtuve una satisfacción tanto más intensa por cuanto inesperada. Acariciaba aquel concepto en formas espaciales y sintonicé con aquel país que se deja penetrar pero no comprender, rígido y seco pero lleno de rasgones. Pero hizo falta media piña vaciada y rellena para recibir la señal precisa.

Todo esto lo pienso ahora, a miles de kilómetros, a diez horas de vuelo y a un tiempo mental infinito de distancia. Entonces, estaba tan solo, simplemente, extasiado delante de una mera comida. La emoción, el calor que subía de la canoa, la temperatura ambiente también elevada, la admiración y la envidia de los otros comensales y clientes: me sentía en el centro del mundo, tan solo por una exquisita receta. Y sí, habría pedido con ganas la otra mitad: pero solo por glotonería, y si la primera y el riquísimo pan caliente frotado con ajo que siempre sacan a la mesa en Venezuela, no me hubieran ya saciado. Pero la gula habría querido más, más…
El sabor irrepetible de aquel plató me quedó, tal vez aún lo conservo, agradable compañero, en los labios.
No dejaba de pensar en Iraima. Y en la promesa de sus labios.

 



[1]  En español en el original (N.d.T.).
Hay que agradecer a Claudia Valvo la revisión tanto de las palabras del personaje de Iraima en los diálogos y otras partes del texto de la versión original. (N.d.A.)

 

Alemania

09.11.2014 15:05

En Hamburgo vislumbré imágenes de un Hamburgo engarzado en Alemania.
Advertía en el país de los crucchi [1] la necesidad de decir algo sobre esta tragedia de la guerra perdida y del relato de los hechos por parte de los vencedores. Todos sabíamos que los anglo-norteamericanos habían bombardeado Alemania. Pero ¿cómo? Dos líneas justas perdidas tras la magnificada descripción de la irresistible avanzada subsiguiente al desembarco de Normandía. La cuestión real es que Hamburgo ya no existe, de Hanover ha quedado solo el calco de la topografía, Berlín…Berlín conserva sus propios muñones “a perpetua memoria”; Colonia pretende seguir adelante como si el Rin no hubiese visto; etcétera, etcétera, hasta el triste paradigma de Dresde.
Larguísimos inviernos plasmando ánimos y sus manifestaciones incendiados por el fuego de un verano sin primavera a sus espaldas.
Sin los tiernos brotes de un marzo, la suave hierba de un abril, las discretas flores de un mayo, las colmadas cosechas de junio, ¿qué quema el verano? La tierra modelada por el fango pero entumecida por el frío.
Y ¿qué escribía yo? Yo quería conmoverme frente a las tragedias que no conocen de partes, pero ¡todo estaba tan seco! La riqueza había ya sofocado las ruinas -quizás también humanas- pero probablemente no las memorias. Mas no podía entrar en las desgarradoras memorias alemanas. Solo respetarlas. Y hurgar de nuevo sobre los desgarros interiores. Por otra parte, tal vez no solo las naciones están constituidas por extrañas piezas, colocadas donde uno no se espera.
En el fondo ¿por qué New York sí y Honolulu no? Se aman las cosas por un algo desconocido y, sin embargo, marcado.

Es así, he visto Alemania solo en verano: la encuentro llana y bella. He ido en moto por las autopistas de cemento, me he asombrado de los aterrizajes sin tregua en el aeropuerto de Frankfurt, he gustado la cómoda precisión de sus trenes, de alta velocidad y regionales. Igual la primera vez que la vea en invierno cambio de opinión. En el fondo, ya no me gusta desafiar con mi soledad al viento frío, hacer punzar por el hielo la melancolía. Pero, de momento, me gusta Alemania.
Y eso que no entiendo la lengua, no voy más allá del clásico “Wo ist die Banhof”; y luego, para colmo, a duras penas entiendo la respuesta. Pero he aprendido que aprecian mucho saber con quién hablan, así que cuando llamo por teléfono, recito la litugia “Hallo [nunca averiguado si realmente se dice así], mein Namen ist Enrico. Ich bin ein Freund von ...[nombre]. Sprachen sie Englisch, bitte?”, y si aquel no habla inglés, se acabó.
En Múnich, de hecho, la conversación y mi deseo de vivir nueva dulzura de un recuerdo murieron en un aborto de frases macarrónicas.
La madre de Rupert, a quien llamé a Colonia desde Hamburgo, por suerte me respondió, tras una pausa colmada solo con mi esperanza: “A little”. Pude así hacerme con el teléfono de mi amigo en Bremen, donde lo encontré al día siguiente. También Bremen es una ciudad arrasada, pero tal vez las bombas eran menos malas: así, una vez sepultados los miles (¡miles!) de muertos inermes, civiles -por tanto, también ancianos y niños, mujeres y enfermos- han podido reconstruir la catedral y el municipio; y algún que otro palacete en el centro. El monumento a los cuatro Maestros Cantores está allí, en medio de la graciosa plaza donde Rupert me obsequió con la cena.
Era un tío majo; cuando lo conocí en Montpellier muchas chicas estaban enamoradas de él. Tenía aquel punto de locura que a las mujeres (a muchas) gusta. Un domingo decidió ir a visitar no sé qué sitio y tomó el tren. Como eran sus primeros días en Francia se le pasó algo por alto y lo tomó en sentido contrario. No dudó un instante en cuanto se percató de que el convoy se había puesto en marcha hacia el lado equivocado: se levantó, abrió la puerta, saltó fuera del tren en marcha acabando sobre el balasto. Al día siguiente lo vimos en el café con las manos vendadas, fingiendo despreocupación. Me llamaba “spaghetti” y yo a él “crucco”,con la diferencia de que yo pasta no comía, mientras que ambos éramos unos apasionados de la cerveza. Recuerdo que llevamos a cabo una investigación sobre las distintas maneras de llamar a la jarra de medio litro, si superbe o qué: un estudio de campo, evidentemente.
Cuando nos reencontramos en Bremen ambos nos habíamos licenciado. Hacía ya un tiempo que a él lo había cogido una empresa que fabricaba grandes navíos. Estaba muy orgulloso de su trabajo directivo. Era el ayudante de no sé qué pez gordo. Se empeñaba a fondo, pero veía perspectivas de hacer carrera. Sin embargo no me habló de su trabajo; en vez de ello (y ya no con aquellas palabras francesas que horadaba en el aire, sino en un inglés que, estudiado en Oxford en verano, se había luego confirmado en las durezas del Mar del Norte) se esforzó en explicarme la fábula de los Maestros Cantores, y me llevó, mira por dónde, a ver la fábrica de la cerveza Beck’s. Eso sí, añadió que su cerveza preferida era la de su ciudad, el Kölsch, que es clara y ligera: se consume en abundancia porque es difícil emborracharse con ella, te mantiene de buen humor y con los sentidos despiertos. Se sirve en locales típicos, por camareros con el delantal azul y el portamonedas de piel.
“Me gusta Bremen”, me dijo, “pero yo me siento un típico alemán del centro-sur occidental”.
“¡Vamos, de Colonia!”
“Sí, vaya, toda la zona renana…”
Y ¡hale!, a explicarme que por aquellas tierras la gente es cálida y ligera como su cerveza.
“¿Y eso?, ¿Y aquí?”
“Aquí va cada uno a la suya. Llevo ya un tiempo y aún no tengo auténticos amigos. Además, trabajan y basta, no los entiendo…”
Horario de trabajo de Rupert, comprobado: de siete de la mañana ¡a siete u ocho de la tarde! En definitiva, la suya era la postura verbal de un romano en Turín, un turinés en Lille, etc.
Nimiedades: tal vez tiempos diferentes. Lentamente se van alcanzando intensidades más elevadas. La velocidad es enemiga de la profundidad.
Con Rupert, en Bremen, por la tarde hicimos de todas formas la ruta de los bares. Y sí, aún conocía gente. Se lamentó del poco tiempo a mi disposición, pero de todos modos logró hacerme visitar las bellezas locales.
Pero también se hablaba de temas importantes, y salió que él era contrario a la reunificación.
Me sorprendí, lo consideraba un idealista, a pesar de los estudios de economía.
“¿Y por qué?” le pregunté “¿Demasiados problemas o qué?”
“¿Problemas?” Fue un instante, pero se escandalizó profundamente. Me miró como si no me reconociera. Tuve la impresión de producirle lástima.
“No, nada de problemas. Problemas, sí, los hay, pero vaya, en cuatro o cinco años los resolvemos.”
Mira por donde, ahora parecía verdaderamente crucco. Pero pensé en un flash que entre nosotros, problemas como aquellos, relativos a la reunión de una tierra opulenta pero privada de historia con su historia pobre en los bolsillos y en los corazones, jamás habríamos creído poder resolverlos. Después de 140 años ahí sigue la cuestión meridional…
“No, nada de problemas: lo que pienso es que corremos el riesgo de dar al exterior de nuevo la imagen de los alemanes que siguen teniendo en mente la idea del gran Reich…Mejor no. Somos distintos.”
“¡Ah!”

 

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Y después la he visto en invierno. Y de tierra agradable vino a ser amada.
El auténtico primer impacto fue el Castillo de Genshagen, cuando la nieve que ya caía desde el aeropuerto comenzó a cuajar a primera hora de la tarde. Surgió la fábula. El parque a las espaldas, en vez de ponerse melancólico,  se encendió de candor. Los tejados de la serrería de delante dieron sentido a su función. El paseo arbolado al que se asoma el pueblecito dejó que el blanco venciera al negro. Humos sutiles dejaron intuir calores internos. Era una atmósfera demasiado fuerte para mí. Me venció. Al instante.
Pero el golpe de gracia fue el minúsculo quitanieves que había ya cumplido su deber antes de que las luces se encendieran en los halos del belén. Allí me sentí parte del todo.
De la lejana autopista conseguían llegar los ruidos del tráfico, que seguía para reconducir este todo a la realidad de lo cotidiano.
Antes de la cena salí. Hacía un buen frío, seco incluso en medio de todos aquellos árboles. Con chaqueta y abrigo, la cabeza descubierta, sin guantes, alcancé sin embargo ágilmente el letrero de cerveza que había entrevisto llegando. Me acogieron con curiosidad bien disimulada, elegí una lager que no conocía, pagué una cifra de lo más razonable. A pocos kilómetros de la renacida capital los ocasionales compañeros de 33 cl resultaban ser auténticos campesinos vestidos de campesinos. Entre ellos se saludaban con afecto, a mí me esbozaban sonrisas. Mostraban tranquilidad, posiblemente también interior. Regresé caminando en el silencio. Abiertas las puertas de la roja estructura ochocentista del Schloss, el sofoco de la calefacción arreboló también mis mejillas. No sabía aún qué podía significar semejante acogida.
Todos se encontraban ya en el salón de la chimenea con una copa de vino en la mano, pero por suerte mi retardo latino no molestó. Un señorsimpático nos fue presentado. Eljoven presidente de la pro loco[2] del lugar, el cual, siempre con el tinto en la mano, narró las vicisitudes históricas del castillo y del borgo. Ni una explícita alusión a los años de la dictadura, como si nazismo y sovietismo no hubieran conocido la quietud de aquella llanura boscosa. Y por fin, tras un rato de calambres en los flexores radiales del carpo, el tinto pudo entrar en nuestras gargantas. Fuera la nieve, con calma, continuaba depositándose. Fue una noche placentera. El sueño duró ininterrumpidamente.
No salí hasta después de comer. Después, demasiadas palabras viciadas me indujeron a buscar quemar mis pulmones con oxígeno fresco. Salí nonchalamment en chaqueta.
La mano helada del General Invierno penetró en mi pecho y agarró el corazón, estrujándolo y haciéndolo enfriar en pocos instantes. Los ojos lagrimearon inmediatamente. El primer caído del estallido de la guerra.
La temperatura había cambiado.
El cero sobrepasado una decena de grados. Hacia abajo.
Era solo el preludio. En los días siguientes se alcanzaron, de noche, los menos 18. Tenían frío hasta los alemanes. Procedente de Siberia, dicen.
Así fue como, volviendo a entrar inmediatamente como desde un atroz frigidarium a un acogedor caldarium y sintiendo la piel someterse a notables estrés elásticos, supe apreciar el sobrecalentamiento de aquellos ambientes.
Desde el castillo condujeron a quienes, como yo, iban a permanecer en Berlín a la estación de tren de Ludwigsfelde.
Los holandeses parecían aguantar bien, la letona se pasmaba de frío. Pues la estación estaba completamente abierta al cielo de Brandenburgo, y aquel gran frío siberiano  ya la había congelado. Yo no estaba seguro de salvar los pies, ya me temía la amputación. Pensé en “El sargento en la nieve”[3], en las botas autárquicamente inadecuadas. Pensé que los soldados formados en la Plaza Roja estaban autorizados a moverse durante el ¡Firmes! solo cuando la temperatura alcanzaba los 23 bajo cero. Después se congelaron también los pensamientos. Nos refugiamos  todos en las escaleras del paso subterráneo, pero era un débil consuelo. El tren no llegaba, y encima el horario lo preveía más tarde. No hablábamos. Luego al fin llegó, dentro estaba caliente. La línea de tren corta en dos la ciudad, pero yo me bajé en la Südkreuz; en realidad tenía un rendez-vous en Schönefeld, así que tenía que tomar un metro, quizá dos. Evidentemente en Berlín trenes y metros comparten infinidad de estaciones, entre las cuales esta de la Cruz del Sur: ¡qué nombre evocativo! Era sencilla pero rica había conservado el pasado perfumándolo de verdad; y de cuanto salía de los kioskos, de los cafés y de cada puesto que ofrecía grasas y calorías.
Me repuse y decidí coger lo primero que me llevase a Neukölln, desde donde me parecía que tenía dos opciones, si no tres, no, incluso cuatro, para llegar al aeropuerto a donde me dirigía: o bien continuar en la misma dirección con la S45, o también con la S46, hasta una de las paradas que esta comparte con la U9 y en definitiva también con la S45, o bien cambiar allí a Neukölln bajando a la U7, con la que llegar a Rudow y seguir en autobús; o si acaso, siguiendo en la primera dirección, intentar llegar a Treptower Park y retroceder hasta Schönefeld de nuevo con la S9.
Sencillo.
Pero agobiado de dudas y preñado de decisiones…La idea era controlar la pantalla y ver dentro de cuánto llegarían los respectivos convoys. Sí.
En Neukölln corrí peligro de muerte, en la ya caída oscuridad que hacía aún más intenso el frío, si ello era posible. Seguía vestido de manera formal. Tan solo los zapatos eran unos más gruesos, con los que habitualmente pasaba calor. Esta vez en cambio, los pies habían vuelto, y de qué manera, a agarrotarse y a dolerme, cada vez más.En el pecho sentía una dentellada de hielo que bloqueaba los pulmones y fatigaba al corazón. Encontré un hueco donde abrir el trolley y ponerme otro par de calcetines de lana. ¡Como si un me hubiera puesto nada! Así que, para salvarme, me puse a hacer las escaleras que llevaban de la calle a las marquesinas sobreelevadas. Tras un par de vueltas logré subir la rampa a la carrera, levantando bien arriba las rodillas y golpeando los pies en cada escalón. Algún resultado tuve. Lo digo porque aún conservo los dedos de los pies…
Con el cerebro atenazado se hacía también difícil escoger la línea adecuada. No sé cuál cogí, sé que llegue a Schönefeld, quizás con un transbordo. Desde la salida del metro hasta la entrada del aeropuerto, unos 150 metros cubiertos. Cubiertos pero abiertos. Una especie de pórtico de chapa a través de un descampado en una tarde de diciembre en mitad de un ciclo siberiano.
Cuando, no sé cómo, conseguí entrar en la terminal, creo que estaba en unas condiciones lamentables. Pero llegué puntual a la cita.
Desde ese momento, Berlín fue magia.
Y aunque el frío se intensificara, lo sentí menos. Porque solo se siente más frío. Siempre.
La magia es una ciudad muy bien organizada que bajo una rígida corteza revela calores y dolores. La Navidad estaba cerca. La nieve en Alexanderplatz, como de canción (“Alexanderplatz, auf wiedersehen, c’era la neve…”[4], cándida entre los tilos y abedules del Tiergarten, pero, sobre todo, en la estación del S-Bahn de Ostkreuz: entre marquesinas de madera y puentecitos peatonales de sabor antiguo me embargó una sensación de bienestar, a pesar del frío que clavaba alfileres en las mejillas. Pensé en la serrería de “Los muchachos de vía Pal”, que no tenía nada que ver pero ¿qué se le va a hacer? Lo había leído de chico. A la magia no se le pueden poner fronteras ni lenguas. Una señora no precisó ayuda para bajar la escalera nevada, pese a que la afrontaba con las piernas cubiertas por el velo de unas medias y con zapatitos más o menos primaverales. Era domingo. El cielo gris, y, no obstante, protector. Friedrichshain se mostraba hermoso. Amo a este barrio, sus locales, sus tiendas, el mercadillo dominical en Boxhagener Platz, sus patios sencillos y acogedores, el adoquinado de algunas de sus vias, sus locales con bonitas vidrieras en las esquinas de las calles, el pub con el cerdito rosa en el cartel, su gente joven y sin añoranzas.
Friedrichshain era el Este. Lo entendí porque por allí pasa eltranvía, tiene una parada justo delante del Lidl. ¡Aires de casa! En Berlín, me siento más en casa en el Este. Hay edificios todos iguales, se percibe además aún una pizca de relativa dejadez; ¡pero hay tanta, tanta más vitalidad!
No es que el oeste no me guste, pero vive como si no hubiera habido traumas. Hoy, pudiendo, Damiel elegiría caer en el Este. Por ejemplo, delante de zoo, sin niños, sentí frío pese a que era verano. Pero aquella vez estaba solo. Solo se siente siempre más frío. Incluso en el Ferragosto[5].
Ya. No llegué a ver Berlín sino en épocas de fiesta.
Aquella vez en agosto me cebaba casi exclusivamente de wurst, sobre todo de bratwurst per también de alguna refinada variante, cocidas en enormes cazuelas de donde me las pescaban como peces rojos en el luna-park, escondidas aún vivas en un pan al que solo añadía mostaza, exprimiéndola de los grandes expendedores sin abusar. Luego me las comía merodeando entre la gente alrededor de los alegres puestos a lo largo de las calles.
Este rastro, de vago sabor campestre, tenía lugar en el centro del Oeste, entre Kurtfüstendamm  y adyacentes. Allí al lado está el Teatro de Occidente, y sobretodo, no muy lejos, el Gran Almacén de Occidente,  Kaufhaus des Westens ,  o sea, el mítico KaDeWe, con su Wintergärten de las delicias. Pastelería. En la última planta del edificio, protegido por cristaleras. Hipercalórico momento de obnubilación del superego. Justo debajo, directamente comunicado con escaleras fijas y móviles, el edén gastronómico general. En las otras plantas, lo mejor del consumismo. Que no me pareció lo peor. Una fiesta.
Ahora que pueden compartirla los que antes solo la rodeaban la fiesta es aún más bonita.
Los problemas los han resuelto. Quizás la Gran Alemania, da efectivamente un poco de miedo, pero lo da sobre todo a quien no sabe ver sus debilidades.
A quien ya no distingue la tierra modelada por el fango pero entumecida por el frío. Hoy es un frío oloroso a magia, y a vin brulé y a kartoffelpuffer y  perros husky y renos en Charlottenburg.  Era  frío y basta, para mí que había salido de Schönefeld.
Solo se siente siempre más frío. Siendo dos se calienta uno un poco.



[1] Crucco es el nombre con el que, en la Primera Guerra mundial, los italianos llamaban a los soldados austrohúngaros prisioneros de nacionalidad eslovena o croata, adaptándolo del serbocroata kruh (pan), palabra que estos, hambrientos, repetían. En la Segunda Guerra mundial, su uso se extendió, primero entre los militares que combatían en Rusia y luego entre los partisanos, para referisrse a los soldados alemanes; como adjetivo, en sentido despectivo o simplemente burlón, se usa hoy día en relación a todo lo alemán.
Por otro lado, un poco más avanzado el texto, se hace referencia al uso de la palabra en el ámbito de la fabricación de la cerveza artesanal, donde la “pentola del crucco” o directamente el “crucco”, producida por una marca alemana, es famosa entre los homebrewers. (N.d.T.)

[3] Rigoni Stern, Mario, “Il sergente nella neve. Ricordi della ritirata di Russia”, Einaudi, 1953, 2001 e 2008. En español “El sargento en la nieve. Recuerdos de la retirada de Rusia”, Editorial Pre-Textos, 2007. (N.d.T.)

[4] Alexander Platz, de  Franco Battiato, cantada por Milva, Milva e dintorni, 1982. (N.d.A.)

[5] Ferragosto es la fiesta del 15 de agosto, que perpetúa las romanas Feriae Augusti, después Augustales, introducidas por Octaviano superponiéndose e incluyendo varias fiestas más antiguas que durante todo el mes celebraban los grandes trabajos agrícolas del verano y su conclusión, numerosas en Roma, mas también en otras provicias de un Estado entonces imperial.
El Cristianismo, desde el s. V a.C., tendió a sustituirlas por la tradición de la  Asunción de la Virgen, reconocida y hecha oficial como dogma de la Iglesia Católica solo a partir del 1850. (N.d.T.)

 

Bruselas

27.09.2014 16:17

¿Qué es Bruselas? Una grande hermosa plaza y nada alrededor.
Cuántas veces estas palabras habían ofendido el sueño personal de la capital de la utopía europea. Pero había pasado por allí, no podía no estar de acuerdo. Sus oros y sus recamos permanecen en los pliegues del cerebro y hacen deslizarse lágrimas de oro y encajes cuando recuerdan la dejadez del entorno. El Manneken Pis es pequeño y da risa, y nadie entiende por qué lo citan todas las guías. Solo me ha desilusionado más la Sirenita de Copenague, pero únicamente por la mayor consistencia de aquella dentro del patrimonio universal del imaginario. Recordaba postes de tranvía, edificios guarretes y lisos, pavimentación de las calles irregular, y no por apología del pavé; recordaba recorrer vías de tráfico, ni de metrópoli ni de ordenada pequeña ciudad “europea”; recordaba, sí, el Atomium, pero era más bajo de lo que imaginaba a partir de las fotos. Y además sin relación con la ciudad, aislado allí hacia el Heysel.
Después volví a Bruxelles, habiendo ya aprendido que podía ser también Brussel.
Volví allí ya cabreado con los corresponsales del telediario italiano que la llamaban Bruxel cuando precisamente en francés es excepción y se pronuncia Brüssèll(e), no apartándose por tanto demasiado del étimo flamenco. Y digo yo: estando aquí ¿oirás o no cómo la llaman? Mi meta eran las oficinas de la Comisión de la Unión Europea: descubrí que eran todo un enorme barrio entero. Pero no por ello separado y exclusivo, sino integrado y entreverado de viviendas, tiendas, garajes, parques, iglesias: una parte normal de la ciudad. Pero es cierto, toda el área que gravita en torno a rue de la Loi, plaza Schumann y avenue d’Audemberg es el Barrio Europeo. Lo llaman así, ya. Es una pequeña ciudad aparentemente sin alma: por  contener demasiadas, tal vez.
En los pasillos de aquellos edificios se representa una contenida, infinita ficción: la de la integración eficiente entre los europeos, en realidad neciamente divididos, enredados en estúpidos estereotipos nacionalistas, enfadados por el colapso de sus propios modelos de sociedad, siervos de la propuesta de moral cambiante de más allá del océano. E impedidos por la lengua. Fuera de allí, ¿se entenderán jamás un pastor griego y uno irlandés? En cambio ahí dentro, gélidos muchachotes finlandeses, bocconiani [1]en traje gris, alemanes colorados, holandesitas sin trenza pero pecosas y andaluces corvinos, se entienden perfectamente en inglés. Algún pequeño problema de lengua lo tienen con los escasos ingleses, que hablan su lengua albiónica, bien distinta del inglés. ¡Del inglés USA de los otros europeos!
Tanto (desviado) anglicismo viene también hostilizado por la componente francófona y belga, que ocupa en su mayoría los niveles menos altos. Disfrutan de sus buenos sueldos, pero te hacen entender cuál es para ellos la importancia del Manneken Pis. También estos, en el fondo de su corazón, se mean sobre todos los invasores: ejércitos o funcionarios gélidos, bocconiani, colorados y grises. Vamos, que las demasiadas almas en los austeros, aunque no tristes, palacios y edificios de las oficinas europeas no tienen nada que ver con Brüssèll(e): si acaso con Bruxel. Pero así como Brüssèll(e) tiene un alma, Bruxel no la tiene: mejor dicho, la tiene pero postiza, fingida. Y eso que bastaría un poquito de buena voluntad para darle vida.
De todas formas, frecuentar aquellos pasillos, no sigilosos pero casi, donde los empleados permanecen encerrados en sus despachos modulares haciéndose escandir el tiempo por el sistema Adonis del PC, me hizo amar más que la primera –fugaz–  vez a Bruselas.
A fin de cuentas, no es que sea una mega-ciudad, sitios memorables no hay tantísimos; pero sí vi lindas callejuelas, desbordados restaurantes de pescado o “boutiques” de anticuario (según se trate de la zona entre la Montagne y la Monnaie o del Sablon). Descubrí la agitación de Ixelles, que me pareció (quién sabe) fundada en la cinefilia. Intuí, más que otra cosa, la belleza de Anderlecht, pululante de mercados étnicos; aunque es un error llamarlos así, pues nacen para servir a las varias comunidades que allí viven, y no con objetivos “étnicos”.
Estuve vagando por la Bruselas extra europea casi todo el rato entre el final de las obligaciones en la Comisión y la hora de la cena, yo solo. Por compañeros el viento y la lluvia. No fuertes pero insistentes. Desapacibles.
Comida, cena y sobremesa celebraron la presencia de Stefania, becaria contratada ya antes de partir, a través de amigos, para que me aconsejara un hotel. A la una, comida en cualquier comedor de la UE, donde entraba con aire indiferente sin tener derecho a ello.
La primera vez que fuimos a comer, se sorprendió. Me había conocido la tarde anterior, fuera de la estación central, y las ropas de uno y otra no estaban conjuntadas. Stefania, recién salida del trabajo, vestía de Bruselas europea, yo de Bruselas y basta. Con el toque de unos zapatos que habrían dado envidia a un americano: por el diseño, no por el gusto cromático que en cambio era acertadísimo.
Vencida  una cierta reticencia, fue propuesto un restaurante árabe. Perfecto, aunque fuese para no árabes. Habíamos roto el hielo recalentándolo con los vapores
de un buen cuscús vegetal,
y un té a la menta fatal.
Después de los discursos típicos como mediocres pareados la velada terminó pronto porque íbamos en metro, y además al día siguiente se trabajaba.
Así, cuando al día siguiente la esperé  a la entrada de la Direction Générale Enterprises, no se esperaba encontrarme más eurobruselas que ella. Estaba contenta; yo, en el fondo, no demasiado.
La conversación chocaba con las aristas del formalismo, pero me resultó útil para empezar a comprender algo de lo que había dentro de aquella atmósfera en parte apacible, en parte silenciada, pero –ahora me percataba- con un indiscutible trasfondo: un regusto de gozo.
Este se debía al dinero que llovía sobre los empleados UE como el cielo, si gris qu’un canal s’est perdu, si bas qu’un canal s’est pendu, sobre el plat pays. Jacques Brel (con cambios). En su ambiente (ella era medularmente eurobruselas), no obstante las formas de base –¡aunque yo las guardé aún más que ella!– Stefania se soltó poco a poco.
En general, las personas dan los primeros pasos hacia el entendimiento entre ellas hablando mal de otras. Así fue. Víctima: la secretaria jefe (“¡…tía mema!”) de su Director General, una italiana a la que tendría que conocer por la tarde. A partir de allí empezó una exploración del vientre de la ballena eurobruselas conducida de comida en comida, de almuerzo a cena, de comedor a restaurante. Eran condimento de las viandas observaciones y cotilleos, críticas y descripciones de personajes.
Este ambiente me fascinaba, tanto más cuanto que continuaba escapándoseme. Al fin y al cabo, era el habitual entramado hiperburocrático; y conocía el sector. Pero seguía habiendo algo desenfocado y no eran solo las consecuencias de las retribuciones, que también creaban aquel estado de cómplice satisfacción, evidente en cualquier acercamiento.  No, era algo más.
Así pues, yo continuaba haciéndole preguntas a Stefania, que me respondía, y desde un punto de vista bastante distante del mío. Así pues, esto debería haberme puesto en condiciones de que se hiciera la luz, pero nada. Captaba las sombras, pero no qué cortina abrir para iluminar el cuadro. Si encendía los focos ocurría lo que en demasiadas exposiciones. La superficie de la tela irradiaba la luz, impidiendo definitivamente la vista. Lo que te apetece es alejarte, inclinarte, ponerte de puntillas: ¡adiós imagen!
Tal era para mí, sentado a las mesas reflectantes de los comedores, o a aquellas absorbentes. Faltaba la fuente, precisa por calor, intensidad, dirección.
Conocer y descubrir Bruselas [Brüssèll(e)], entretanto, entre el ocaso y el anochecer, fue una bella acción del alma. Volví, desde luego, a mi ex Grande Place, ahora también Grote Markt, y todo lo demás, pero capté un vago perfume de vida particular en el cruce de un barrio en Etterbeek, la unidad administrativa al este de Bruselas centro, dentro de la cual se halla todo el Barrio europeo, en cuyos márgenes justamente  se encuentra la zona que digo, al sur del Parque del Cincuentenario. Tranquilidad un pelín excesiva, casitas de ladrillo; un cruce de seis calles enorme, fuera de toda dimensión con los edificios, bajos, de alrededor. Limpieza, orden, un coche cada cuarto de hora. Una calma consternada, emblema oximórico de una Bélgica bifronte, más aún que aquella isla en muchos aspectos alóglota que es Bruselas. Una sensación de arte metafísica, o magrittianamente surrealista: a definir, pues, como metarrealista. ¡René, sugiéreme un título!
No lo encontré, yo, lo sigo buscando. Ocurre que es necesaria una definición, en nuestra mente clasificatoria, para saber que uno ha entendido: me ocurrió a mí, en aquel amplio cruce, abierto a todas luces, cuando estuve allí, en Bruselas [Brüssèll(e)] .
Perdido en mis crepúsculos, había perdido de vista también el problema de catalogar a los eurobruselas. Probablemente tenía demasiado en mente las administraciones públicas italianas, con sus males. Laxismo, arrogancia, desmotivación, supervivencia mediante subterfugios. Por un lado. Por otro, infrarretribuciones, premio a los incapaces, injerencia partidista y sindical, imposiblidad de hacer carrera real. Y además trampas, horcas caudinas, controles, lectores de matrícula, budgets (también llamados identificadores…), firmas repetidas, impresos y contraimpresos.
Seguía quedando con Stefania y, consecuentemente, controlando sus horarios. Que eran justamente adecuados a sus estipendios. Seguía preguntando, pero sin conseguir enfocar, o más bien no sabiendo calcular la profundidad del campo.
Pasaba cada día bastantes minutos en el hall de entrada de su DG Enterprises, por estar ella obligada a cumplir el horario, o, en su caso, a terminar el trabajo que estaba haciendo. Veía salir y volver a entrar a empleados con su tarjetita sobriamente colgada. Muchos no llevaban chaqueta, así que al fin y al cabo no había un formalismo excesivamente rígido. Por otra parte, había encontrado a muchos vestidos un tanto casual.
Mientras esperaba aquellos pocos minutos, repasaba los acontecimientos de mi jornada en los despachos UE. Como aquel directivo con el cual uno de sus colegas me había citado para las 10:15. Yo, con él, no me había encontrado nunca, ni nos habíamos hablado por teléfono. Sencillamente, mi primer interlocutor había llamado a la secretaria del otro, tras lo cual, había registrado la cita en el sistema informativo interno. Ahora, estaba en la secretaría de este directivo, confraternizando con la secretaria (creo que era austríaca). Se aproximaban las fatídicas 10:15 y la puerta del jefe permanecía lógicamente cerrada. Era muy escéptico respecto a que el tipo me recibiese. De tanto en tanto miraba al interfono esperando, o confiando en,  que sonase. Dio la hora y nada. No me preocupaba: si me hubiese recibido a las 11 ya me habría considerado afortunado.
A las 10:17 un hombre consternado apareció por aquella puerta.
Buscó las palabras más gravemente formales para excusarse por haberme hecho esperar. Vino hacia mí, mientras todavía no me había levantado completamente, y me estrechó la mano. Me ayudó a recoger el abrigo y lo colocó en una percha. Entonces, me invitó a tomar asiento y, viendo que me dirigía a una de las butacas frente a su escritorio, se dirigió a mí para indicarme que me sentara en la salita, donde también él se sentó, a mi lado. Después me escuchó, sin dar muestras de estar pensando en otra cosa. En el monitor le había aparecido mi cita; a mí debía dedicarse.
Esto recordaba. Luego me reuní con Stefania. En marcha hacia otro comedor.
Entre una ensalada y un dulce hipercalórico hablamos de la jornada y de los planes de mi retorno, ya próximo. Una gota del excelente cacao belga casi le fue a parar encima. Stefania se apartó bruscamente y logró evitar ensuciarse el traje de chaqueta color habano ratón. Se le cayó la tarjeta que llevaba en él colgada. La recogí.
En aquella acción me di cuenta de que se trataba precisamente de una tarjeta, y no de un identificador magnético como los que obligan a los burócratas italianos. Surgió una pregunta, mucho más ociosa que las planteadas en los días precedentes.
“Pero, ¿para entrar y salir no ficháis?”
“¿Cómo?”
“¿No tenéis algún modo de registrar la presencia?”
“No, no hay nada.”
“Mujer, no sé, alguna ficha…”
“¿Qué ficha?”
“¿Y cómo hacéis para controlar los horarios? Así, igual, uno puede tranquilamente llegar tarde y salir antes…”
“¡Pero aquí hay una gran profesionalidad!”, cortó Stefania, estupefacta de que quisiera conocer a Magritte sin conocer primero a Piero della Francesca y a Mantegna.
¡Claro! Era este el dato de partida que no tenía en cuenta y que me excluía de toda comprensión. Aquí había una alta profesionalidad. Era esta la esencia íntima a la que no estaba acostumbrado, habituado más bien a la farragosidad itálica, olvidada de los maestros.  Porque eurobruselas  puede que sea un mastodonte, sí: ¡pero de alta profesionalidad!



[1] La Università Commerciale "Luigi Bocconi" de Milán es una de las mejores y más prestigiosas universidades de Europa en el ámbito de las Ciencias Económicas y Empresariales. Por ello es considerado por algunos como un signo distintivo permanente el haber obtenido allí su título, o cuando menos, haber asistido a un Máster que le permita a uno contarse entre los "bocconianos". (N.d.T.)

 

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