Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Los relatos están por debajo, en orden inverso al de publicación.

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Manaos

21.03.2014 18:24

Estaba en Manaos, sobre la barca que lleva a ver el famoso “encuentro entre las aguas”. A muchas horas de vuelo de casa, abandonados los deberes, las citas, los plazos, los compromisos sociales, había hecho lo que cualquier turista; me había bajado hasta allí con un vuelo-bus, que, procedente de Natal, había hecho escala en Fortaleza, Sâo Luis, Belém y Santarém, antes de dejar su arrogante cargamento en la antigua capital del caucho. Y ahora, como cualquier otro, me dirigía en aquel bote a ver la maravilla natural.
Aguas abajo de la ciudad el Rio Negro confluye en el Solimoes: desde ese punto, los dos dan vida al auténtico y verdadero Amazonas. Por un lado está el Solimoes con las aguas claras por el fango -tranquilos, el fango es fertilidad- y al lado, las oscuras y ácidas del Rio Negro -no os ensombrezcáis, no habrá mosquitos- y avanzan flanqueándose durante kilómetros, sin mezclarse, debido a su diferente composición y densidad. Es interesante, pero lo cierto es que el peor modo de admirar el espectáculo es precisamente ir a verlo en barca. Desde demasiado cerca, no se aprecia el contraste cromático: además, el oleaje producido por los motores tiende a hacerlas mezclarse un poco, frustrando ligeramente la esencia del asunto.
Estaba, pues, sobre este bote, aguantando aquel minicrucero que, entre desplazamientos, tiempo para las fotos, descenso en un pequeño embarcadero donde, bajo un emparrado de ramas secas, te ofrecen un aperitivo fuera de lugar, etc...dura un par de horas. Aparte de los inconfundibles turistas venidos de todo el  Primer mundo y alguno lo suficientemente rico procedente del Segundo (si existe el Tercer Mundo tendrá que haber los dos primeros), algún que otro personaje, anómalos, poblaban el puente de la barcaza. En el centro había un brasileño rebosando chicha sudorosa y oro. Ya una extraña ansiedad me oprimía el estómago.
A pesar de todo, el ambiente era agradable. Por el centro del rio, de varios kilómetros de ancho, la luz se extendía livianamente, ayudada en parte por la gran capa de humedad que la gran selva emana. La vista por fin se abría, después de la claustrofobia bajo los árboles. Soplaba una brizna de viento y la temperatura, incluso bajo el sol, era llevadera. Los destellos del agua reclamaban mi atención pensativa cuando, de repente, acompañados de exclamaciones y disparos de cámaras de fotos, aparecieron las sombras y las aletas de una pareja de delfines rosados del Amazonas. Estaba satisfecho: con una estúpida satisfacción turística. Sabía que confundía un soplo con un viento, pero, como un niño, hacía como si aquello inflara las velas de la felicidad, consciente eso sí, pese al engaño buscado, de que enseguida se desinflarían, llenas como estaban sólo de deseos.
Quien no mostraba el menor interés por el escenario era la camarilla en torno al brasileño grasiento. Ahora él fumaba; un cigarro de buena calidad a juzgar por el aroma que me llegaba. Los tipos a su alrededor no iban vestidos de turistas, y aunque todos bien bronceados, no lo estaban al estilo playero. Más bien un bronceado lento, logrado progresivamente, con calma, como el de los campesinos o los albañiles pero, eso sí, sin el aspecto áspero y vulgar que el polvo confiere al de los trabajadores. Ya  había observado su modo de comportarse. Cada poco se agrupaban con una pizca de agitación, me parecían incluso ligeramente inclinados hacia delante, como jugadores en vilo atendiendo a dónde acabaría yendo a parar la dichosa bolita de la ruleta. Luego, tras algunas vueltas, se retiraban dispersándose entre los reducidos y monótonos límites de la barcaza, por parejas o solos, a dar un paseíto, fumar, mirar el trasero de alguna americana. Hasta que, de nuevo, una inaudible campanilla los volvía a llamar al asunto; y así sucesivamente. Me intrigó. Me acerqué a un trío de ellos: hablaban italiano. Encontré así el acostumbrado banal pretexto para meter baza: Italianos...? Merecí tres miradas despectivas. Sólo nosotros hablamos italiano, la pregunta era estúpida en su pleonasmo. Superado un hilo de vergüenza entré en la conversación. Así, por otra parte, comprendí al poco rato que uno de ellos no era italiano sino de Ticino. Sin grandes reticencias me explicaron que venían todos de Parma, excepto precisamente el suizo, que era un intermediario.
“Es que el mercado alimentario, ahora, está todo concentrado en Parma...” me dijo el que parecía más joven.
Lo que estaba teniendo lugar sobre el barco fluvial era una reunión de negocios. O quizás una especie de subasta. Vendiendo estaba el brasileño, propietario de enormes plantaciones de algo. era él, pues, el croupier: él había decidido proseguir la partida, iniciada en alguna otra parte, haciendo una excursión a Manaus, y yendo a ver el encuentro entre los ríos, pero sin que por ello aquélla fuese interrumpida de manera definitiva. Cada poco rato, según el humor, lanzaba un nuevo precio o condición, los compradores se agolpaban para responder, luego, todo quedaba de nuevo en suspenso. Una manera poco “europea” de conducir un negocio. Noté, de hecho, que garabateaba sobre algunas hojas en la mesita que tenía entre las piernas. Entre los otros, había quien hacía bailar los dedos sobre las teclas de una calculadora.
Estos parmesanos contaban que habían recorrido casi todo el mundo. Les dí cuerda. Se pusieron entonces a describir la belleza del interior de algunos países del Golfo de Guinea, en tanto que otros, aunque colindantes, no estaban a la altura, sino que eran más bien monótonos. Después empezaron con  Indochina, y venga relato tras relato, para luego retroceder hasta la India, y así.... La abundancia de detalles con que recordaban sus expediciones era increíble. Y se interrogaban recíprocamente porque al parecer habían estado en los mismos lugares aunque en momentos diferentes: “Pero ¿tú has visto, cuando desde allí remontas el río, qué valles se abren allá arriba a la izquierda?” “Ya lo creo, anda que luego, cuando superas la cadena montañosa, es una maravilla...” “Pero a ver, ¿vosotros no habéis ido en barca al lago que queda al norte?” “¡Sí,sí!”
El combate entre mis sentimientos era muy crudo.
Por un lado había adquirido ya un suficiente conocimiento sobre el expolio de aquellos países que nos obstinamos en definir como “en vías de desarrollo”, pese a saber que somos precisamente nosotros, los ricos, aquí en el norte del mundo, quienes bloqueamos las condiciones para ese desarrollo, y aquella repugnante negociación que tenía lugar sobre el barco me producía arcadas morales.
Por otro lado, estaba fascinado como un crío ante aquella gente que trabajaba viajando a territorios que para mí se materializaban exclusivamente en símbolos y colores sobre un mapa y datos en la enciclopedia. ¡Pero de ahí a conocerlos! Conocer un lugar significa respirar su aire, con sus olores y sus pestes, mirar a la gente a los ojos, comunicarse con las personas, caerles simpático o antipático; quiere decir saborearlo con todos los sentidos, entregarle las propias fuerzas: intercambiar con  él los sentimientos. Esto lo intuía, en aquella época, pero ya el extrañamiento del vivir la experiencia “turística” me producía angustia. Tenía un gran deseo de formar parte de aquellos afortunados: era precisamente el deseo de un niño que mira un western y quiere ser uno de los vaqueros: si me apuran, también un indio.
Asomó a mi mente una pregunta, que no podía sino seguir en la línea de la necedad. El que parecía más joven se mostraba también el más dispuesto a hablar, también sobre lo privado; así que me dirigí a él.
“Pero cuando uno de vosotros quiere hacer un viaje de placer ¿a dónde va?”
La mirada se hizo atónita, buscaba algo sin saber qué: parecía no haber comprendido quizás la pregunta. Sin embargo la había comprendido, mas le parecía realmente abstrusa. Finalmente se puso en busca de las palabras adecuadas, le costaba encontrarlas, se le atascaban en la laringe. Luego salieron.
“No, no creo haber viajado nunca por turismo”
“¡Tampoco yo!” grité en el silencio de mi corazón.

En aquel barco horrible, entre gente revelada horrible a causa de la ideología consumista del viaje comprado, en un espléndido rincón de la naturaleza tornado  horrible por culpa del hombre, me avergoncé de hacer de turista. Así, de golpe, por una frase  normal dicha  por uno que, en definitiva, tampoco era un gran ejemplo.
Muchas veces, otra vergüenza fue la de ser turista italiano. Será que uno se fija siempre en los defectos de quien conoce...pero los de los italianos de vacaciones a menudo se me antojan aún mayores. La vulgaridad, la convicción -más allá del volemose bene[1] de fachada- de ser los únicos que han entendido cómo funciona el mundo, los únicos que comen bien; la incapacidad, típica de una Nación verdaderamente pequeña, de adaptarse a las maneras de hacer de otros. El hablar a voces, el llegar tarde, la indisciplina, el vestirse como para un desfile de modelos, el pretender que todos entiendan nuestros gestos, con un conocimiento medio de las lenguas sólo superior al de los americanos. El turismo sexual, en el que somos campeones del mundo.
Ya una vez, poco más que adolescente, llegué a avergonzarme de ser romano. En Bassano del Grappa, en una tiendecita de cerámica, el cliente que iba delante de mí hacía rebotar su hablar palurdo entre las cuatro paredes reclamando con cateta insistencia un descuento. Vociferaba, se cabreaba, iba de listo. Cuando finalmente me tocó a mí, indiqué con gestos lo que quería y saludé con una sonrisa. Temía que el acento me asociase a aquella bestia que ensuciaba el nombre de mi ciudad.
Además, la aversión por la “turisticidad” era algo que ya incubaba en mi interior. Recuerdo cuando de niño me arrastraban a alguna salida: ya entonces me fastidiaba ser uno de tantos domingueros ensuciaprados. Después, los primeros viajecitos con los amigos, las acampadas, percibía un recóndito malestar en aquel llevar a cabo los mismos actos, las mismas visitas consumistas, en el recorrer exactamente los mismos itinerarios que aquellos enjambres vociferantes. Portaba encerrada en mí la exigencia de ser distinto, de ser un viajero y no un turista. El turista deja de ser un hombre para convertirse en un devorador, en un ser incapaz de comprender y de relacionarse.
Desde aquel momento en el barco sobre las aguas que se encuentran entre el Solimoes y el rio Negro, allí donde, a 1700 kilómetros de la desembocadura, se forma el Amazonas, comprendí que, en definitiva, nunca había sido un simple turista. De cualquier naturaleza que fuesen mis viajes, empezando precisamente por aquél de Brasil, siempre buscaba ver algo más y ver más allá. Con éxito o sin él, no lo sé.
He acumulado así unos cuantos recuerdos: personales, a veces íntimos, a menudo banales. Ya había hecho unos cuantos viajes no completamente estúpidos. Pero lo que cuenta no es el destino: es cómo se recorre el camino. Por eso, recorrer de nuevo la huella de la memoria ha sido hermoso: vivir solo de ella es dañino, pero peor es perder los recuerdos.
Tenía ganas de contar alguno de los míos.
Alguno de mis silencios.



[1] Dialecto romano. Una referencia burlona a la actitud del que pretende ir siempre “de buen rollo” (N.d.T.).

 

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