Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
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Amberes

03.09.2014 22:04

¡Si al menos me acordase!
Hace años y años que intento hacer aflorar a la memoria aquella información almacenada velozmente en alguna parte del cerebro mientras tomaba una curva no lejos del puerto. Años que intento encontrarla de nuevo en algún sitio, sin resultado.
Podría describir la fotografía incompleta que acompaña al recuerdo de aquella visión fugaz. El cruce, las personas sobre la acera y bajo los toldos de los cafés, algunos oscuros edificios comerciales, la luz del sol procedente de la izquierda, los coches parados o que se cruzan, los escaparates de las tiendas de la calle de la que provengo, y también: bicicletas, peatones en la calzada, un camión que descarga. Un flash. Solo falta ese detalle.
He vuelto a Bélgica, pero nunca más a Amberes. De todas formas, sé que ahora no debería buscar Amberes sino Antwerpen. Aquella vez no lo sabía. Cuando lo descubrí hasta me sobresaltó un poco. La dureza de la pronunciación de aquel nombre me parecía un austero paradigma del abandono del mundo latino. Y el germánico, del que Amberes ha sido baluarte de frontera (más allá del Escalda está Flandes, tierra fuera del imperio), aparecía un universo hosco, frío, de hombres-máquina supervivientes en la oscuridad del acero y el carbón, triste hasta los límites del desaliento.
No fue así. Era verano. El sol, bastante cálido, coloreaba el río y los buques atracados, entre las líneas de los cuales se insinuaban barcas de remos y de vela. No faltaban, desde luego, las gaviotas revoloteando por encima: se las veía alegres, su gritos casi menos angustiosos que de costumbre. El castillo de Steen empavesado. Otros colores en los edificios de enfrente. Adentrándose por las calles del centro, la ciudad seguía riendo.Había enseñas, flores, banderas: ¡la obsesión, hermosa, por las banderas que tienen los pueblos hacia el norte de Europa! Estaban las fachadas de los palacios del siglo XVI, estaban las estatuas doradas, estaban los rostros de las personas abiertos a la estación de la luz.
Estaba yo que, convencido de modo fulminante de la estupidez de los estereotipos, avanzaba por lo desconocido sin temores, más bien con el ansia del descubrimiento. No miraba, siquiera. Me dejaba impregnar. No buscaba ninguna meta, sosegado avanzaba atraído por las continuas, pequeñas revelaciones. Comprendía poco a poco que realmente no era Amberes: era precisamente Antwerpen, tan germánica, y sin embargo, hermosa, abierta, jocosa. Resultaba falso lo que en alguna parte había leído: que los habitantes serían más bien bulliciosos, fogosos, como queriendo sentirse descendientes directos del mítico Brabo, sobrino de Julio César que cortó la mano al gigante Druon Antigon, liberando a la ciudad de aquel a su vez terrible cortador de manos, y que dio luego nombre a toda la provincia del Brabante.
¡Así pues, la germánica Antwerpen se regodeaba en su verdadera, histórica, ascendencia romana! En la Grote Markt un broncíneo Brabo se alzaba triunfante, algo macabramente, sobre el gigante derrotado y mutilado: creo que mortalmente.
No fue esta la razón, en todo caso, por la que, en un cierto momento, habiéndome cruzado con un amable señor rubio con una ligeras gafas metálicas, habiéndolo parado con una sonrisa y con un discreto gesto del brazo, habiendo él devuelto la sonrisa y el saludo, aunque fuera de modo incomprensible, le pregunté como pude si aquella era la plaza principal de Anvers. Cerró la sonrisa, entrecerró los ojos que desaparecieron tras la montura, silbó unas pocas duras palabras y se largó. Me quedé pasmado y molesto. Más conmigo mismo que con él. Me había equivocado en algo en el embrollo de lenguas todavía no dominadas en que me había dirigido a él, tal vez hasta había sido grosero, o igual había pensado que le estaba tomando el pelo.
¡Bah!
Llegué a la zona de het steenje, el pedrusco. Muchos no alcancé a ver circular, de estos pedruscos. No me interesaban, estaba demasiado enfrascado en mirar, en atesorar imágenes y sensaciones, en respirar un clima distinto. Cada poco, dentro de algún portal, extraños tipos vestidos de negro, con el sombrero también negro de ala rígida y circular, la barba larga, a menudo monóculo. Muchos menos colores aquí. Me alejaba del centro, retrocedí. El pedrusco es el diamante.
Atardeció. Para comer me había deleitado con media baguette rellena de todo lo imaginable, pero la juventud y el prolongado callejeo, me habían hecho volver pronto el hambre. El sol ya se había escondido cuando me decidí a entrar en un pequeño local en la esquina de una calle peatonal. Vendía bolsitas patatas fritas a bastoncitos. Compré uno. El vendedor, que me había parecido ridículo con su delantalito a rayas rojas y su gorro de panadero, también a rayas, calado sobre la frente, me preguntó algo manteniendo ambas manos apoyadas sobre la tapa de un pequeño bidón que presidía el mostrador. Se lo hice repetir.
Mayonnaise?”, entendí esta vez.
Me sorprendí un montón (shhh!...). ¿Mayonesa en las patatas fritas? Durante mi titubeo, insistió.
Mayonnaise, ja?
Otros clientes esperaban en fila detrás de mí.
“Sí, ja. Ja, sí, sí”.
Exprimió un kilo de mayonesa sobre las patatas fritas. Fruncí la nariz. Salí recriminándome por cómo me dejaba siempre vencer por la agitación y creyendo haber tirado el dinero. Pero la verdad es que tenía hambre. Me armé de valor, pesqué en el lodo y me llevé a la boca un palito amarillo crujiente totalmente pringado de crema blanquecina. Cerré los ojos y lo mastiqué.
¡Estaba divino! Fue este el primer descubrimiento culinario –no precisamente refinado, pero excelente- que me concedió Amberes. Nació un amor. Lástima que la mayoría de los italianos se empeñan en poner sobre las patatas solo mostaza o kétchup. Cuando, a los pocos que las tienen, les pido bolsitas de mayonesa, me miran como a un extraterrestre. De todas formas, Amberes me reservaba, de allí a poco, otras sorpresas.
Había caído la noche y me encontraba de nuevo en el centro de la ciudad. Veía la alta aguja de la Catedral cerquísima. De repente, un alboroto y un griterío más latinos que germánicos llamaron mi atención. Numerosas lucecitas amarillas dibujaban desgarbados arabescos sobre el decorado de la calle, ya bajando hacia la Catedral. Me llevó unos instantes y algunos pasos descifrar de qué se trataba. ¡Tenderetes! Muchos, apiñados en dos filas, una frente a otra, a los lados de la calle, que se curvaba, por lo que, gracias al achatamiento de la perspectiva, la corona de luces tendida sobre los postes y toldos de cada puesto, parecía llenar todo el fondo del escorzo que se abría desde donde yo estaba. Me acerqué a grandes pasos. En aquel atardecer del 15 de agosto, como un pueblete cualquiera, Amberes, la dura Antwerpen de los diamantes, la ciudad que había sido el centro motor de la cartografía con Mercator y otros, que heredaba los frutos impresos de la grandiosa Officina Plantiniana, que había hospedado a Rubens y a tantos maestros, esta ciudad que no quería ser Anvers, festejaba el verano con una feria. Sencilla, alegre, colorida, bulliciosa. Vendedores y vendedoras, tras las mesas cubiertas de mercancías, vestían antiguos trajes tradicionales. Los hombres lucían originales fajines, las mujeres las cofias en el pelo. Se vendía de todo, pero productos usuales, nada de exótico o insólito. Muchos ofrecían cosas de comer. Y entre estas ‘usuales’ cosas de comer se encontraba la otra gran, tonta y banal revelación que me esperaba en Amberes, primera ciudad por mí hallada dentro de los confines del Imperio.
Había un puesto que ya no sé que vendía, con una afable señora vestida de azul, con el delantal marrón y la cofia blanca, donde me entretuve, a saber por qué, un rato más. En cuanto me aparté de allí, volviéndome hacia el canal donde los amberinos (amberenses?), simplemente contentos de estar en la calle, sin pretender nada más sofisticado que aquella alegre fiesta, me encontré con algo delante de la boca. Era algo oscuro, sostenido por un tipo con un sombrerete negro en la cabeza, el cual se había situado en la misma parte que la gente, precisamente para invitar así de bruscamente a consumir su producto. Eché la cabeza un poco para atrás para enfocar bien. ¿Qué era? Sí, ahora lo había reconocido pero seguía sin entender. Vamos, la forma era la de una valva de mejillón que contenía el molusco, pero las dimensiones, no, no eran las de un mejillón. ¿A ver si no sería de plástico? Temiéndome a lo peor la burla a costa del forastero, hice por retroceder, pero el vendedor, casi ofendido, mantuvo el gesto, ahora con el brazo totalmente extendido. Eché un vistazo ante mí. Un compañero suyo no daba abasto a coger los mejillones del mostrador y abrirlos que ya los clientes se los quitaban de las manos; luego cogían un gajo de limón de un recipiente que estaba en medio de los dos hombres con traje típico, exprimían el zumo sobre la rudimentaria bandejita negra de la misma valva y succionaban complacidos el animalito, cerrando los ojos como en un éxtasis gastronómico.
Todavía no conocía bien París y sus bars-à-huîtres, por ejemplo, así que me quedé un tanto perplejo. Más aún porque los gigantescos mejillones estaban guardados en barreños llenos de agua de los que un tercer hombre, que estaba dentro, los iba sacando poco a poco, pasándolos sobre los cajones en exposición, donde goteaban, así que ¡debían estar vivos! Como buen hijo del boom económico, crecido ya en la era de los homogeneizados y de los productos empaquetados, tanto gusto salvaje me asustaba; y encima era enorme, y encima era un mejillón, que transmite el cólera, y no te lo pierdas: ¡vivo! Pero en aquella hora estaba descubriendo novedades, la primera de todas que estaba en Antwerpen y no en Anvers; y encima todas aquellas personas delante de mí non debían tener un pelo de tontas, así que…
Engullí el molusco que, por compasión el propio vendedor había rociado de limón. Fue este, desbordante, el primer sabor que sentí, de hecho. A continuación la pimienta, que no sabía añadida, y por fin, el sabor del pobre animal, en paz descanse, que era realmente exquisito. Cerrétambién yo los ojos, instintivamente, para mejor disfrutar de aquel doble placer: del mejillón y del descubrimiento. Había descubierto los mejillones del Atlántico. También de estos me habría de convertir en uno de los mayores apreciadores potenciales.
Los acompañé de una dulce cerveza, cálida en su frescura, pastosa, de espuma densa y perfumada, con el sutil sabor un poco amargo del lúpulo que se insinuaba bajo el manto del gusto de la cebada como el calor que sigue aun abrazo. Y eso que era una cerveza comercial, que en aquella verbena pueblerina de ciudad inflaba estómago tras estómago sin descanso, como los océanos lejanos y cercanos que ahora, con el movimiento de la marea, hacían estremecerse levemente el agua del Escalda. Igualmente me estremecía yo, mientras sorbiéndola me traía al paladar los sabores opuestos, pero unidos en la felicidad personal, de las patatas fritas con mayonesa y de los soberbios mejillones del Atlántico.
Porque aquella cerveza, cuya marca reconocí al instante, tras haberlo ya encontrado prácticamente en cada café y restaurante, representaba mi emblema personal de aquella ciudad, la más septentrional de las Provincias del Sur, permanecida con ellas católicamente española, pero siempre animada por mil Brabos, y por ello chulescamente neerlandesa.
Porque el nombre de aquella cerveza hacía referencia a Francia, a una provincia septentrional de la madre franca. Stella Artois. Pero en aquella ciudad que no quería ser Anvers yo, en un cruce no lejano al puerto, poblado de gente por las aceras coloreadas de tiendas y por la calle, mientras pasaban coches y bicicletas reflejándose en los escaparates y un camión descargaba, en aquel cruce de Antwerpen había vislumbrado, en la cima de un oscuro edificio, besada por el sol procedente de la izquierda, un letrero luminoso con la marca de Stella y también el nombre: pero con la traducción al neerlandés del nombre de la provincia de Artois. Aquel tan buscado nombre es a Artois como Antwerpen es a Anvers: en la inusitada traducción residía el aspirado destino de una ciudad. Nunca más, en ningún otro lugar, encontraría tanta osadía como aquella de traducir un logo comercial superconocido.
Por desgracia es precisamente aquel nombre el único detalle que se me escapa en la fotografía que es mifulgurante recuerdo-clave de Amberes-Antwerpen.
¡Si al menos lo recordase!