Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
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Ámsterdam

23.06.2015 06:47

Tenía unos veinte años cuando fui, dos en la moto, a Ámsterdam. Primer viaje al extranjero. Descubrí que sobre cerveza, en Italia, nunca habíamos entendido nada: y fue el principio de un largo amor. Descubrí también muchas otras cosas, también sobre mí, y más importantes que la cerveza. Me di cuenta de que un solo país era demasiado poco para mí.
Entendí que las bellezas de mi amada ciudad, si bien incomparables, no justificaban la degradación moral y ambiental en que se arrastraba. Y me resultaba difícil establecer cuál de las dos degradaciones generaba la otra.
Vi que el grado de civilización en aquellas naciones que atravesaba (Francia, Bélgica, Países Bajos, luego Alemania y Suiza) era más elevado que entre nosotros. Desde entonces recibí la etiqueta de xenófilo, de intención a menudo infamante. Pero yo considero que hace falta compararse con quien está más adelantado (con quien se considere que lo esté), no consolarse mirando a quien está peor. Vi las áreas de servicio de las autopistas francesas, la circunvalación de París y su Metro: solo un apunte, ¡yo venía de Roma!, Champs Elysées perfectamente limpia, los regueros de agua a los lados de las calles para llevarse la suciedad, las autopistas belgas, gratuitas y perfectamente iluminadas, la señalización comprensible; en el prado de un cámping a dos minutos del centro de la ciudad, conejos y ardillas a quienes nadie molestaba; los carriles-bici en Holanda, y tantas y tantas otras cosas...

El primer impacto en Holanda fue al anochecer. La parte flamenca de Bélgica no había concedido el tiempo de prepararse adecuadamente a la dificultad de comprensión de la lengua neerlandesa. Encontrar la carretera hacia el cámping señalado en la guía no era fácil. Por suerte, ya en aquel tiempo en Holanda (¡sic!, Ámsterdam está justamente en Holanda) el inglés estaba difundidísimo. ¡Lástima que yo lo hablase más bien mal! De todas formas, lograba desenvolverme. Estaba precisamente pidiendo información cuando una Fiat Ritmo gris que apareció por ahí se interesó también. Miré, había algo extraño. El volante estaba a la derecha. Ingleses, un hombre y una mujer. Preguntaron si efectivamente su cámping era el mismo. Lo era. Perfecto, juntos nos orientaríamos mejor. En marcha. Al poco rato, perdidos de nuevo.
Encontramos otro tipo al que preguntar. Les hice ver a los dos que iba a ser mejor que hablaran ellos, puesto que eran ingleses y, obviamente, dominaban la lengua. Me contestaron, sorprendidos, que no eran ingleses. Pánico.
“From Ireland.”
¡Irlandeses! Bien, no eran ingleses, no. El problema era que parecían no dominar la lengua de los invasores. Preguntábamos dónde estaba el tal cámping, el atento holandés de turno nos contestaba, yo creía entender en un sentido (p.ej. “atravesad el puente, después giráis a la derecha”) y aquellos tiraban adelante, atravesaban el puente y seguían recto. Y claro, como en inglés es fácil confundirse con la palabra right, que puede significar tanto 'derecha' como mil otras cosas, pensaba que era culpa mía. Pero ahí no se encontraba nada. Otra consulta, otras explicaciones, otro error. Finalmente me impuse y, mira por dónde, hallamos el cámping, enfrente del Estadio Olímpico.
¿Bien está lo que bien acaba?
La tarde siguiente propusieron salir juntos por la noche. Llevando 200 kilómetros de moto plantados en las nalgas, se aceptó de inmediato, con la perspectiva de los blandos asientos del Fiat (uno se conforma).
Vuelta turística por la periferia de Ámsterdam, después, la idea fulminante. Ir al Barrio Rojo, el de las prostitutas en los escaparates. Mi viejo párroco de entonces, el querido padre Franco, me lo había advertido guasón: a Ámsterdam se va por tres motivos; ¡diamantes, droga, sexo! (y pobre Rijksmuseum, añado yo ahora...). Era verdad. Así, excluidos los diamantes porque no tenía dinero, excluida la droga porque en toda una vida -primero por estúpido miedo de atreverme, después en conciencia- habré fumado aquellos 6 o 7 porros colectivos, quedaba efectivamente el sexo, sobre el que en aquella época tenía todavía las ideas confusas (sustancialmente no preveían la consideración de las expectativas de la otra mitad: y espero haber mejorado). Deseo de sumergirme en la pecaminosa y excitante atmósfera del Barrio Rojo lo había.
Llegamos allí porque al final de una peripecia increíble donde el conductor a la derecha preguntaba, preguntaba y no encontraba nada sino espléndidas calles desoladas, quién sabe cómo, recalamos en Leidsplein, habiendo ya abandonado el plan inicial. Allí, tras una esquina, descubrí un sex-shop. Nunca había visto uno, pero lo expuesto no dejaba lugar a dudas. Enrojeciendo por la emoción entré, preparándome para desenfundar el mejor inglés de que fuese capaz. Perdí la concentración porque al mostrador estaba uno de piel oscura aunque no demasiado. Pero ¿cómo?, ¿en Holanda no eran todos rubios? Está bien, de todas formas pregunté académicamente “Excuse me, can you tell me where is the Redlight District?”
“Redlight District?” vociferó el moluqueño (creo).
Verguenza. Rojo como un tomate, asentí. Y aquel me lo explicó, riendo con gusto. Pero de qué narices se reía, ¡tampoco es que él hiciera de perfumista! Volví adonde la compañía y anuncié triunfante que sabía dónde estaba el Bario Rojo. Allá fuimos a toda marcha.
Estaba en pleno centro, no lejos de la Centraal-Station. Allí estaban prácticamente todos los turistas presentes en la ciudad. Parejas de policías paseaban plácidamente entre la muchedumbre, familias y comitivas reían entre el apuro y la diversión, a excepción de algunos que adoptaban una mirada moralista: a estos los detesté de inmediato, vaya. Vete, pues. Digo yo: si has de pasear junto a un canal en Ámsterdam los puedes elegir a cientos. Si venís aquí, tú y tu mujer toda puesta, con el muestrario de joyas, y mostráis vuestros rostros severos, aquí donde está clarísimo qué mercancía se vende, es porque sois unos hipócritas pervertidos, dispuestos a iniquidades de todo tipo, es más, las habréis ya cometido. Tendréis a la muchacha filipina a la que daréis un sueldo de miseria en negro, la villa desmedida, evadiréis impuestos a todo tren, habréis robado a vuestros familiares la herencia, dejando morir a vuestro padre solo en una residencia -la más cara, eso sí-, el hijo que tenéis no sabrá quién es su verdadero padre, a otros dos los habréis abortado ilegalmente, tú, marido, poseerás a tu mujer con una botella; pero ¡oh Señor (ya, ya, el domingo a mediodía vais a misa del brazo ¡pero ahuyentáis al gitano que va pidiendo!), oh Señor, cómo puede ser esto, vaya asco, ah, no, nosotros no...! Vamos hombre, id a paseo junto al Herengracht, o mejor aún id a París, a los Campos Elíseos (pero no a otro sitio, ¡por Dios!).
Muchos de estos señores de bien eran italianos. Aunque no me percaté directamente sino gracias a los tipos que estaban delante de los locales de real fucking y trataban de convencer a la gente para que entrara a asistir a aquellos espectáculos (y ahora he de dar yo una vuelta de tuerca a mi moralismo y poner un signo de interrogación) de acoplamientos sobre un escenario. Tenían una habilidad extraordinaria: reconocían la nacionalidad del turista ya a diez-quince metros de distancia y se le dirigían en su lengua. Fue excepcional con nuestro grupo, donde a los irlandeses les hablaron en inglés y a nosotros, pocos pasos atrás, ¡en italiano! Paseamos primero junto al lado oeste del canal, luego junto al del este. Los famosos escaparates eran bastante decepcionantes. Se trataba en realidad de pequeños establecimientos, la mayoría semisótanos, con el vidrio enmarcado de madera que daba a la calle y al lado la pequeña puertecita que, bajando unos pocos escalones, daba acceso al cuartito. Las chicas estaban dentro, sucintamente vestidas, como era de imaginar, entregadas a las ocupaciones más extrañas. Una sonreía a los transeúntes, otra hacía crucigramas, otra hacía punto (¡sí!), otra hablaba con un amigo que había entrado. Ninguna provocaba. La mayoría eran feúchas; muchísimas no europeas, buena parte asiáticas.
Estábamos un poco decepcionados. Sorprendidos, vaya, por la atmósfera en absoluto pecaminosa, sino más bien de atracción turística, de parque temático gratuito.
Volviendo sobre nuestros pasos, hacia la zona de la estación, en un callejón lateral encontramos un porno shop. Entramos todos. El establecimiento no mantenía las promesas, las estanterías estaban llenas en su mayoría de cientos de “normales” revistas pornográficas. Nada que no hubiera ya visto, como cualquier chico. El irlandés, evidentemente, no. Se puso a ver una, después hojeó otra, luego otra, y otra, y otra. Las examinaba con calma, aislado de nuestra compañía y del mundo entero. Crucé la mirada con su mujer; estaba apurada, pero lo estábamos todos. Para rebajar la tensión hubo -en italiano- un chiste, cómo no, sobre lo que le esperaba aquella noche, a la pelirroja.
De repente salí del local, precipitándome de nuevo en el lento ir y venir del Barrio Rojo. Allí estaba yo, en mitad del callejón, haciendo de guardarraíl, cuando de improviso, de la nada, se materializaron dos gemas azules luminiscentes.
Tenía a veinte centímetros de mí el rostro de mujer más hermoso que me hubiese jamás emocionado. Como en un guión, el corazón empezó a latir aceleradamente. Sentí inflamarse las mejillas, me sentía observado pero no osaba volverme hacia la entrada del porno shop, donde imaginaba a la pelirroja irlandesa mirándome fijamente. Y además, tenía una magnífica imagen que admirar. Una dulzura rosada enmarcada en suaves rizos dorados, en el centro un delicado aperitivo para el hambre de amor, derecho y ligeramente respingón, que daba ganas de morderlo, y algo más abajo una abertura roja turgente que prometía cálidos contacto y de la que salió una voz aterciopelada con un fondo excitantemente ronco que me preguntó: Come with me?
“¿Vienes conmigo” “Sí, amor mío, claro que voy contigo”. Lo pensé nada más. Luego, el super-ego, vigilante censor, desde las nubes me recondujo a aquel callejón del Barrio Rojo, con la pelirroja irlandesa en la puerta del porno shop en cuyo interior su marido estaba adquiriendo cultura. Conseguí reflexionar, bajando las pulsaciones cardiacas, comprendiendo, o más bien intuyendo, que se trataba de una prostituta y: no, ciertas cosas no se hacen.
¡Se hacen, claro que sí! Decidí inmediatamente que volvería a buscarla. Ahora, hipócritamente, delante de los otros, nada de nada: pero al día siguiente volvería. Entretanto, el irlandés había satisfecho su hambre. Memoricé fotográficamente el sitio. Volvimos al coche y con él al cámping.
Aquella noche no dormí. Volvía a pensar extasiado en aquel rostro mágico que se me había mostrado como una aparición: profana, eso sí. ¿Era posible que fuese una puta?¿Tan dulce? Las que yo conocía, las que poblaban la zona de Caracalla o de Tor Quinto, en Roma, eran pobres fulanas vulgares, que ya entonces me suscitaban sobre todo una gran pena. Esta no. Era joven, hermosa, fascinante. Había valido la pena martirizarme el trasero durante 2000 kilómetros para venir a Ámsterdam, pensaba con mis veinte años.
Ámsterdam, Ámsterdam: me repetía el nombre como si no creyese haber llegado allí. A fin de cuentas, aquel era mi tímido sustituto del viaje de iniciación. ¿A qué? A una visión menos limitada.

La recorrería toda, Ámsterdam. Encontraría ex hippies italianos mendigando dos monedas delante de la estación para poderse comprar un poco de chocolate pakistaní, vería a la pareja de policías en plaza Dam controlar el reloj y, una vez constatado que el servicio había terminado, abrirse la camisa, ponerse la gorra como un ferroviario, sentarse en un bordillo y liarse un buen porro.
Me quedaría atónito de la calma con que los conductores arrancaban una vez verde el semáforo (no sin antes haber de nuevo comprobado que nadie viniese por la derecha ni por la izquierda); asombrado de ver a chicos negros regresar a casa sobre patines; eufórico acudiendo a una piscina pública, el Mirandabad, de excepcional belleza y eficiencia; maravillado y entusiasmado al encontrar las llaves de la moto, dejadas introducidas en el cuadro durante más de seis horas, en el kiosko de una vendedora de helados hasta el que guiaba una nota escrita en un forzado italiano dejada en la propia moto (que era nueva, flamante); divertido y animado por los conciertos extemporáneos, pero de bien buena calidad, que todas las noches animaban Leidsplein; sorprendido de que en los puntuales autobuses el conductor anunciase por megafonía la siguiente parada (y los italianos preguntando, en cuanto subíamos, cuántas paradas faltaban para el Estadio olímpico, sin perjuicio de no entender después en neerlandés “Olympisch Stadion”, y bajar en la siguiente...).
Comprendería, en definitiva, que existían estándares sociales y civiles distintos a aquellos a los que estaba acostumbrado. Esto hizo nacer en mí un malestar que me llevaría dentro para siempre: un malestar, no obstante y pese a todo, agradable, porque espolea a esforzarse en mejorar. Aunque se sufra igualmente.
Pero todo esto vino después.

La noche siguiente -el día había pasado inútil paréntesis de rutina- volví al Redlight District. Encontré fácilmente el lugar fatal. No estaba.
Vagué un poco entre la acostumbrada muchedumbre ambulante, las caras eran idénticas a las de la noche anterior, uniformadas por el lugar mercantil, sucio, turístico, prohibido solo por predefinición mental. Faltaba solo ella, mi visión. Cansado, di la vuelta a la manzana, evitando a los pesaos de la puerta del real fucking, y regresé a mi posición. Del otro lado del callejón respecto al sex shop, había una mujer flaca, joven desde luego y sin embargo como extrañamente vieja. Parecía temblar levemente y no estaba totalmente estable sobre las piernas. Fumaba con rapidez, el cigarrillo tenía una brasa viva y larga. A cada poco intercambiaba alguna palabra con un transeúnte, uno chocó con ella. El empujón hizo alzar su brazo y (entre tanto yo me había acercado más) reveló en él venas destrozadas. Observé entonces el otro brazo mientras lo levantaba para llevárselo a la boca: mostró también este la misma derrota. “Aquí la tienes, una drogata: así pues, Ámsterdam no es solo hachís”, pensé.
Uno de los empleados del sex shop se había asomado a la puerta del local. Temí -vete a saber por qué, en semejante ambiente- que pudiera reconocerme de la tarde anterior. En cambio llamó a la mujer. Se volvió. ¡Era ella!

El rostro era angelical. Tendría mi edad o poco más. Dios mío, qué bella era. Bella, bella, bella. De cara. El cuerpo estaba torturado por la droga. Los huesos se le marcaban sobre los vaqueros desgastados, se sobresaltaba mientras avanzaba arrastrando las piernas. Esta icono engastado sobre un soporte inestable estaba a punto de pasar junto a mí. De repente, sus ojos arponearon mi persona, cribándola con avidez para ver que podía sacar de ella, qué llave podía usar para que yo le reportase algún dinero. En una fracción de segundo examinó diversas posibilidades, desde el pedirme alguna moneda al venderme su cuerpo.
Cuerpo que solo poco tiempo antes debía ser semejante, en hermosura, al rostro maravilloso que en cualquier caso lo embellecía: y si aparecía maravilloso ahora, es de imaginar cuando ella aún no se había dejado devorar. Me escrutó a fondo: a mí me dio un vuelco el estómago. Ver tanta belleza degradada hasta la repugnancia me hizo sentir mal.
Y aún así, en aquello ojos todavía había una luz, pero era como el sol que vi tras las nubes en Afsluitdijk: frío en pleno agosto. Toda ella era como aquel ancho dique, cesura entre el mar abierto y el más bajo estanque cerrado en vías de desecación. Fue quizás en aquel instante de derrumbe cuando por primara vez olfateé la peste a vómito de Leidsplein.
Ámsterdam, Ámsterdam. Repetía el nombre mientras escapaba hacia el cámping. Empezaba a no ver ya las cosas desde visiones limitadas.

 

“Dans le port d’Amsterdam
Y a des marins qui chantent
Les rêves qui les hantent
Au large d’Amsterdam
...

Dans le port d'Amsterdam
Y a des marins qui boivent
Et qui boivent et reboivent
Et qui reboivent encore
Ils boivent à la santé
Des putains d'Amsterdam
De Hambourg ou d'ailleurs
Enfin ils boivent aux dames
Qui leur donnent leur joli corps
Qui leur donnent leur vertu
Pour une pièce en or
Et quand ils ont bien bu
Se plantent le nez au ciel
Se mouchent dans les étoiles
Et ils pissent comme je pleure
Sur les femmes infidèles
Dans le port d’Amsterdam
Dans le port d’Amsterdam”

[Jacques Brel, “Amsterdam”, 1964]