Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Brasil

18.04.2014 14:17

No he visto nada asombroso en Brasil. Quiero decir que no he presenciado ningún homicidio, ninguna agresión, no he entrado en las favelas, no he conocido a indios enfermos, no he oído hablar de niños vendidos.
Pero he visto a Paulinho -nueve años, joven guía de pago en las dunas al norte de Natal- negarse a entrar dentro del buggy y permanecer aferrado fuera; y luego negarse a compartir los caramelos con uno de tantos compañeros suyos de juego consumido por la lepra y condenado a vivir sobre una tablita con ruedas.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto Almeida da Serra, a 50 kilómetros de Sâo Paulo y diez minutos en coche de Jandeira -esto es, de millares de casuchas insalubres mal construidas una sobre otra con dineros del gobierno que,  haciendo esto, puede decir que no tiene favelas de cartón- : Almeida da Serra, una ciudadela que recuerda a Disneyland, con chalets de fábula, pero construida por dos círculos concéntricos de murallas que la separan del brasil (con la b minúscula), y separan luego a los separados de clase B de aquellos de clase A.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a Edwirgens entristecerse cuando concluía indefectiblemente sus conversaciones ( aun considerándose una afortunada) con las palabras “pero por desgracia nací aquí abajo”. Y yo no comprendía cuántos de entre aquellos que admirábamos su exuberante vitalidad y su cuerpo comprendieran la profundidad de su melancolía.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a misioneros italianos hacerse traer desde Padania a una cuadrilla de obreros voluntarios (es decir, que renunciaban a un mes de trabajo bien pagado) para hacerse construir un nuevo seminario; y unos y otros reían de las pocas ganas de trabajar de los locales, que no eran otros que aquellos que vivían en los millares de insalubres casuchas que constituyen el cinturón de Sâo Paulo.[1]

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a Dina -24 años, tres hijos, de los cuales la última todavía lactante, habidos de tres diferentes europeos- llorar en la noche, sentada junto a mí, mientras la alejaba (y parecía una ramita que se dejaba lanzar lejos de la orilla, segura de que las olas -antes que perderla en el océano- la reconducirían a la playa); la alejaba de su descabellada idea de un sueño de amor, y de algo más, otra vez personalizada en un europeo. Y he visto a un cuarentón de Ascoli Piceno, entrometido tras de nosotros, pretender que yo le contara todos los detalles de la cuestión, comentar mis escasas informaciones con un “estas hacen siempre todas igual” (sabiendo perfectamente que ella hablaba italiano), e inmediatamente echarle las manos encima en el intento -y al objeto para él incuestionado - de tener sexo.

¿Ardía alguna conciencia?

He visto a mi compañero de viaje obligado a volver  a cambiarse al hotel, en Foz de Iguazú, porque no estaba permitido entrar en la discoteca en pantalón corto, y he visto en Río la discoteca Help, recomendada a grandes voces por dos chicos romanos que habían pasado en ella todas las noches: una pocilga donde italianos  y algún alemán, todos sudados, se contoneaban obsesionados por el sexo, y las chicas (¿lo eran todas?) no te saludaban, no, se te abalanzaban al cuello o a alguna parte más baja.

¿Ardía alguna conciencia?

Y he visto Manaus, marchita isla en el mar verde de la codicia, y las visitas turísticas del Hotel Tropical -cuartel de lujo para americanos- a la “salvaje” selva amazónica: a lo largo de senderos superpisoteados, carteles medio escondidos con las flechas de dirección; sobre los árboles las mil muescas de otras tantas demostraciones de cómo fluye la resina, o el maná, o el caucho o lo que narices fuera. También he visto las reacciones de quien, ante las consideraciones sobre la destrucción de la Amazonia, respondía preguntando si se sabía cuántas áreas se habían reconquistado a la selva y, sobre todo, por qué nosotros, europeos, y los americanos, nos aferrábamos a la Amazonia después de haber destruido nuestros bosques.

¿Ardía alguna conciencia?

Y he visto Corcovado, y debajo mezclado todo aquello que ya había visto.

 

            Cristo, ¡cierra los brazos!

            Redime

            estos grumos colgantes

            Comprende

            en tu misericordia

            el hórrido

            espectáculo dado

            del mal

            Cierra con tu almo gesto

            la vista

            sobre actores cuajados

            en tablas          

            de este innoble tablado

            Tu Cristo,

            palpitante pensar,

            gran gozo

            tácito o escondido

            de ciegos,

            siemblas allá rendirte

            al tiempo,

            resignarte al dolor,

            bastarte

            de un solapado afecto

            que abraza

            de la cima al abismo

            Adán

            genitor de Caínes

            con Eva

            de extranjeras serpientes

            Y baja,

            baja a las mil carreras

            que surgen

            de callejas de vida,

            ve al centro

            del corazón sangrante

            de Abel

            Expulsa a los hipócritas

            que en ti

            júntanse para hacer,

            famélicos,

            de buitres su banquete 

            Los miras

            de lo alto de la firme

            bondad,

            tú bendecidor. Ellos

            pretenden

            conciliación eterna

            plasmarte,

            falsa descoagulante

            sonrisa

            Ya ni un grumo te mira

            Destrúyete

            más bien, si no te mueves

            Destruye

            este gesto incompleto

            Miradas

            que esperan leva alzando

            la tuya

            Cierra la redención

            buen Cristo,

            ¡cierra los brazos Cristo!

[1] Recuerdo las comidas de estos obreros, que celebraban los 35º de un enero paulista con menú de pasta al ragout, carne, embutidos y quesos curados regados con un buen tinto hasta llegar a la apoteosis de las libaciones finales con licor de ciruelas casero. (N.d.A.)