No he visto nada asombroso en Brasil. Quiero decir que no he presenciado ningún homicidio, ninguna agresión, no he entrado en las favelas, no he conocido a indios enfermos, no he oído hablar de niños vendidos.
Pero he visto a Paulinho -nueve años, joven guía de pago en las dunas al norte de Natal- negarse a entrar dentro del buggy y permanecer aferrado fuera; y luego negarse a compartir los caramelos con uno de tantos compañeros suyos de juego consumido por la lepra y condenado a vivir sobre una tablita con ruedas.
¿Ardía alguna conciencia?
He visto Almeida da Serra, a 50 kilómetros de Sâo Paulo y diez minutos en coche de Jandeira -esto es, de millares de casuchas insalubres mal construidas una sobre otra con dineros del gobierno que, haciendo esto, puede decir que no tiene favelas de cartón- : Almeida da Serra, una ciudadela que recuerda a Disneyland, con chalets de fábula, pero construida por dos círculos concéntricos de murallas que la separan del brasil (con la b minúscula), y separan luego a los separados de clase B de aquellos de clase A.
¿Ardía alguna conciencia?
He visto a Edwirgens entristecerse cuando concluía indefectiblemente sus conversaciones ( aun considerándose una afortunada) con las palabras “pero por desgracia nací aquí abajo”. Y yo no comprendía cuántos de entre aquellos que admirábamos su exuberante vitalidad y su cuerpo comprendieran la profundidad de su melancolía.
¿Ardía alguna conciencia?
He visto a misioneros italianos hacerse traer desde Padania a una cuadrilla de obreros voluntarios (es decir, que renunciaban a un mes de trabajo bien pagado) para hacerse construir un nuevo seminario; y unos y otros reían de las pocas ganas de trabajar de los locales, que no eran otros que aquellos que vivían en los millares de insalubres casuchas que constituyen el cinturón de Sâo Paulo.[1]
¿Ardía alguna conciencia?
He visto a Dina -24 años, tres hijos, de los cuales la última todavía lactante, habidos de tres diferentes europeos- llorar en la noche, sentada junto a mí, mientras la alejaba (y parecía una ramita que se dejaba lanzar lejos de la orilla, segura de que las olas -antes que perderla en el océano- la reconducirían a la playa); la alejaba de su descabellada idea de un sueño de amor, y de algo más, otra vez personalizada en un europeo. Y he visto a un cuarentón de Ascoli Piceno, entrometido tras de nosotros, pretender que yo le contara todos los detalles de la cuestión, comentar mis escasas informaciones con un “estas hacen siempre todas igual” (sabiendo perfectamente que ella hablaba italiano), e inmediatamente echarle las manos encima en el intento -y al objeto para él incuestionado - de tener sexo.
¿Ardía alguna conciencia?
He visto a mi compañero de viaje obligado a volver a cambiarse al hotel, en Foz de Iguazú, porque no estaba permitido entrar en la discoteca en pantalón corto, y he visto en Río la discoteca Help, recomendada a grandes voces por dos chicos romanos que habían pasado en ella todas las noches: una pocilga donde italianos y algún alemán, todos sudados, se contoneaban obsesionados por el sexo, y las chicas (¿lo eran todas?) no te saludaban, no, se te abalanzaban al cuello o a alguna parte más baja.
¿Ardía alguna conciencia?
Y he visto Manaus, marchita isla en el mar verde de la codicia, y las visitas turísticas del Hotel Tropical -cuartel de lujo para americanos- a la “salvaje” selva amazónica: a lo largo de senderos superpisoteados, carteles medio escondidos con las flechas de dirección; sobre los árboles las mil muescas de otras tantas demostraciones de cómo fluye la resina, o el maná, o el caucho o lo que narices fuera. También he visto las reacciones de quien, ante las consideraciones sobre la destrucción de la Amazonia, respondía preguntando si se sabía cuántas áreas se habían reconquistado a la selva y, sobre todo, por qué nosotros, europeos, y los americanos, nos aferrábamos a la Amazonia después de haber destruido nuestros bosques.
¿Ardía alguna conciencia?
Y he visto Corcovado, y debajo mezclado todo aquello que ya había visto.
Cristo, ¡cierra los brazos!
Redime
estos grumos colgantes
Comprende
en tu misericordia
el hórrido
espectáculo dado
del mal
Cierra con tu almo gesto
la vista
sobre actores cuajados
en tablas
de este innoble tablado
Tu Cristo,
palpitante pensar,
gran gozo
tácito o escondido
de ciegos,
siemblas allá rendirte
al tiempo,
resignarte al dolor,
bastarte
de un solapado afecto
que abraza
de la cima al abismo
Adán
genitor de Caínes
con Eva
de extranjeras serpientes
Y baja,
baja a las mil carreras
que surgen
de callejas de vida,
ve al centro
del corazón sangrante
de Abel
Expulsa a los hipócritas
que en ti
júntanse para hacer,
famélicos,
de buitres su banquete
Los miras
de lo alto de la firme
bondad,
tú bendecidor. Ellos
pretenden
conciliación eterna
plasmarte,
falsa descoagulante
sonrisa
Ya ni un grumo te mira
Destrúyete
más bien, si no te mueves
Destruye
este gesto incompleto
Miradas
que esperan leva alzando
la tuya
Cierra la redención
buen Cristo,
¡cierra los brazos Cristo![1] Recuerdo las comidas de estos obreros, que celebraban los 35º de un enero paulista con menú de pasta al ragout, carne, embutidos y quesos curados regados con un buen tinto hasta llegar a la apoteosis de las libaciones finales con licor de ciruelas casero. (N.d.A.)