Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Bruselas

27.09.2014 16:17

¿Qué es Bruselas? Una grande hermosa plaza y nada alrededor.
Cuántas veces estas palabras habían ofendido el sueño personal de la capital de la utopía europea. Pero había pasado por allí, no podía no estar de acuerdo. Sus oros y sus recamos permanecen en los pliegues del cerebro y hacen deslizarse lágrimas de oro y encajes cuando recuerdan la dejadez del entorno. El Manneken Pis es pequeño y da risa, y nadie entiende por qué lo citan todas las guías. Solo me ha desilusionado más la Sirenita de Copenague, pero únicamente por la mayor consistencia de aquella dentro del patrimonio universal del imaginario. Recordaba postes de tranvía, edificios guarretes y lisos, pavimentación de las calles irregular, y no por apología del pavé; recordaba recorrer vías de tráfico, ni de metrópoli ni de ordenada pequeña ciudad “europea”; recordaba, sí, el Atomium, pero era más bajo de lo que imaginaba a partir de las fotos. Y además sin relación con la ciudad, aislado allí hacia el Heysel.
Después volví a Bruxelles, habiendo ya aprendido que podía ser también Brussel.
Volví allí ya cabreado con los corresponsales del telediario italiano que la llamaban Bruxel cuando precisamente en francés es excepción y se pronuncia Brüssèll(e), no apartándose por tanto demasiado del étimo flamenco. Y digo yo: estando aquí ¿oirás o no cómo la llaman? Mi meta eran las oficinas de la Comisión de la Unión Europea: descubrí que eran todo un enorme barrio entero. Pero no por ello separado y exclusivo, sino integrado y entreverado de viviendas, tiendas, garajes, parques, iglesias: una parte normal de la ciudad. Pero es cierto, toda el área que gravita en torno a rue de la Loi, plaza Schumann y avenue d’Audemberg es el Barrio Europeo. Lo llaman así, ya. Es una pequeña ciudad aparentemente sin alma: por  contener demasiadas, tal vez.
En los pasillos de aquellos edificios se representa una contenida, infinita ficción: la de la integración eficiente entre los europeos, en realidad neciamente divididos, enredados en estúpidos estereotipos nacionalistas, enfadados por el colapso de sus propios modelos de sociedad, siervos de la propuesta de moral cambiante de más allá del océano. E impedidos por la lengua. Fuera de allí, ¿se entenderán jamás un pastor griego y uno irlandés? En cambio ahí dentro, gélidos muchachotes finlandeses, bocconiani [1]en traje gris, alemanes colorados, holandesitas sin trenza pero pecosas y andaluces corvinos, se entienden perfectamente en inglés. Algún pequeño problema de lengua lo tienen con los escasos ingleses, que hablan su lengua albiónica, bien distinta del inglés. ¡Del inglés USA de los otros europeos!
Tanto (desviado) anglicismo viene también hostilizado por la componente francófona y belga, que ocupa en su mayoría los niveles menos altos. Disfrutan de sus buenos sueldos, pero te hacen entender cuál es para ellos la importancia del Manneken Pis. También estos, en el fondo de su corazón, se mean sobre todos los invasores: ejércitos o funcionarios gélidos, bocconiani, colorados y grises. Vamos, que las demasiadas almas en los austeros, aunque no tristes, palacios y edificios de las oficinas europeas no tienen nada que ver con Brüssèll(e): si acaso con Bruxel. Pero así como Brüssèll(e) tiene un alma, Bruxel no la tiene: mejor dicho, la tiene pero postiza, fingida. Y eso que bastaría un poquito de buena voluntad para darle vida.
De todas formas, frecuentar aquellos pasillos, no sigilosos pero casi, donde los empleados permanecen encerrados en sus despachos modulares haciéndose escandir el tiempo por el sistema Adonis del PC, me hizo amar más que la primera –fugaz–  vez a Bruselas.
A fin de cuentas, no es que sea una mega-ciudad, sitios memorables no hay tantísimos; pero sí vi lindas callejuelas, desbordados restaurantes de pescado o “boutiques” de anticuario (según se trate de la zona entre la Montagne y la Monnaie o del Sablon). Descubrí la agitación de Ixelles, que me pareció (quién sabe) fundada en la cinefilia. Intuí, más que otra cosa, la belleza de Anderlecht, pululante de mercados étnicos; aunque es un error llamarlos así, pues nacen para servir a las varias comunidades que allí viven, y no con objetivos “étnicos”.
Estuve vagando por la Bruselas extra europea casi todo el rato entre el final de las obligaciones en la Comisión y la hora de la cena, yo solo. Por compañeros el viento y la lluvia. No fuertes pero insistentes. Desapacibles.
Comida, cena y sobremesa celebraron la presencia de Stefania, becaria contratada ya antes de partir, a través de amigos, para que me aconsejara un hotel. A la una, comida en cualquier comedor de la UE, donde entraba con aire indiferente sin tener derecho a ello.
La primera vez que fuimos a comer, se sorprendió. Me había conocido la tarde anterior, fuera de la estación central, y las ropas de uno y otra no estaban conjuntadas. Stefania, recién salida del trabajo, vestía de Bruselas europea, yo de Bruselas y basta. Con el toque de unos zapatos que habrían dado envidia a un americano: por el diseño, no por el gusto cromático que en cambio era acertadísimo.
Vencida  una cierta reticencia, fue propuesto un restaurante árabe. Perfecto, aunque fuese para no árabes. Habíamos roto el hielo recalentándolo con los vapores
de un buen cuscús vegetal,
y un té a la menta fatal.
Después de los discursos típicos como mediocres pareados la velada terminó pronto porque íbamos en metro, y además al día siguiente se trabajaba.
Así, cuando al día siguiente la esperé  a la entrada de la Direction Générale Enterprises, no se esperaba encontrarme más eurobruselas que ella. Estaba contenta; yo, en el fondo, no demasiado.
La conversación chocaba con las aristas del formalismo, pero me resultó útil para empezar a comprender algo de lo que había dentro de aquella atmósfera en parte apacible, en parte silenciada, pero –ahora me percataba- con un indiscutible trasfondo: un regusto de gozo.
Este se debía al dinero que llovía sobre los empleados UE como el cielo, si gris qu’un canal s’est perdu, si bas qu’un canal s’est pendu, sobre el plat pays. Jacques Brel (con cambios). En su ambiente (ella era medularmente eurobruselas), no obstante las formas de base –¡aunque yo las guardé aún más que ella!– Stefania se soltó poco a poco.
En general, las personas dan los primeros pasos hacia el entendimiento entre ellas hablando mal de otras. Así fue. Víctima: la secretaria jefe (“¡…tía mema!”) de su Director General, una italiana a la que tendría que conocer por la tarde. A partir de allí empezó una exploración del vientre de la ballena eurobruselas conducida de comida en comida, de almuerzo a cena, de comedor a restaurante. Eran condimento de las viandas observaciones y cotilleos, críticas y descripciones de personajes.
Este ambiente me fascinaba, tanto más cuanto que continuaba escapándoseme. Al fin y al cabo, era el habitual entramado hiperburocrático; y conocía el sector. Pero seguía habiendo algo desenfocado y no eran solo las consecuencias de las retribuciones, que también creaban aquel estado de cómplice satisfacción, evidente en cualquier acercamiento.  No, era algo más.
Así pues, yo continuaba haciéndole preguntas a Stefania, que me respondía, y desde un punto de vista bastante distante del mío. Así pues, esto debería haberme puesto en condiciones de que se hiciera la luz, pero nada. Captaba las sombras, pero no qué cortina abrir para iluminar el cuadro. Si encendía los focos ocurría lo que en demasiadas exposiciones. La superficie de la tela irradiaba la luz, impidiendo definitivamente la vista. Lo que te apetece es alejarte, inclinarte, ponerte de puntillas: ¡adiós imagen!
Tal era para mí, sentado a las mesas reflectantes de los comedores, o a aquellas absorbentes. Faltaba la fuente, precisa por calor, intensidad, dirección.
Conocer y descubrir Bruselas [Brüssèll(e)], entretanto, entre el ocaso y el anochecer, fue una bella acción del alma. Volví, desde luego, a mi ex Grande Place, ahora también Grote Markt, y todo lo demás, pero capté un vago perfume de vida particular en el cruce de un barrio en Etterbeek, la unidad administrativa al este de Bruselas centro, dentro de la cual se halla todo el Barrio europeo, en cuyos márgenes justamente  se encuentra la zona que digo, al sur del Parque del Cincuentenario. Tranquilidad un pelín excesiva, casitas de ladrillo; un cruce de seis calles enorme, fuera de toda dimensión con los edificios, bajos, de alrededor. Limpieza, orden, un coche cada cuarto de hora. Una calma consternada, emblema oximórico de una Bélgica bifronte, más aún que aquella isla en muchos aspectos alóglota que es Bruselas. Una sensación de arte metafísica, o magrittianamente surrealista: a definir, pues, como metarrealista. ¡René, sugiéreme un título!
No lo encontré, yo, lo sigo buscando. Ocurre que es necesaria una definición, en nuestra mente clasificatoria, para saber que uno ha entendido: me ocurrió a mí, en aquel amplio cruce, abierto a todas luces, cuando estuve allí, en Bruselas [Brüssèll(e)] .
Perdido en mis crepúsculos, había perdido de vista también el problema de catalogar a los eurobruselas. Probablemente tenía demasiado en mente las administraciones públicas italianas, con sus males. Laxismo, arrogancia, desmotivación, supervivencia mediante subterfugios. Por un lado. Por otro, infrarretribuciones, premio a los incapaces, injerencia partidista y sindical, imposiblidad de hacer carrera real. Y además trampas, horcas caudinas, controles, lectores de matrícula, budgets (también llamados identificadores…), firmas repetidas, impresos y contraimpresos.
Seguía quedando con Stefania y, consecuentemente, controlando sus horarios. Que eran justamente adecuados a sus estipendios. Seguía preguntando, pero sin conseguir enfocar, o más bien no sabiendo calcular la profundidad del campo.
Pasaba cada día bastantes minutos en el hall de entrada de su DG Enterprises, por estar ella obligada a cumplir el horario, o, en su caso, a terminar el trabajo que estaba haciendo. Veía salir y volver a entrar a empleados con su tarjetita sobriamente colgada. Muchos no llevaban chaqueta, así que al fin y al cabo no había un formalismo excesivamente rígido. Por otra parte, había encontrado a muchos vestidos un tanto casual.
Mientras esperaba aquellos pocos minutos, repasaba los acontecimientos de mi jornada en los despachos UE. Como aquel directivo con el cual uno de sus colegas me había citado para las 10:15. Yo, con él, no me había encontrado nunca, ni nos habíamos hablado por teléfono. Sencillamente, mi primer interlocutor había llamado a la secretaria del otro, tras lo cual, había registrado la cita en el sistema informativo interno. Ahora, estaba en la secretaría de este directivo, confraternizando con la secretaria (creo que era austríaca). Se aproximaban las fatídicas 10:15 y la puerta del jefe permanecía lógicamente cerrada. Era muy escéptico respecto a que el tipo me recibiese. De tanto en tanto miraba al interfono esperando, o confiando en,  que sonase. Dio la hora y nada. No me preocupaba: si me hubiese recibido a las 11 ya me habría considerado afortunado.
A las 10:17 un hombre consternado apareció por aquella puerta.
Buscó las palabras más gravemente formales para excusarse por haberme hecho esperar. Vino hacia mí, mientras todavía no me había levantado completamente, y me estrechó la mano. Me ayudó a recoger el abrigo y lo colocó en una percha. Entonces, me invitó a tomar asiento y, viendo que me dirigía a una de las butacas frente a su escritorio, se dirigió a mí para indicarme que me sentara en la salita, donde también él se sentó, a mi lado. Después me escuchó, sin dar muestras de estar pensando en otra cosa. En el monitor le había aparecido mi cita; a mí debía dedicarse.
Esto recordaba. Luego me reuní con Stefania. En marcha hacia otro comedor.
Entre una ensalada y un dulce hipercalórico hablamos de la jornada y de los planes de mi retorno, ya próximo. Una gota del excelente cacao belga casi le fue a parar encima. Stefania se apartó bruscamente y logró evitar ensuciarse el traje de chaqueta color habano ratón. Se le cayó la tarjeta que llevaba en él colgada. La recogí.
En aquella acción me di cuenta de que se trataba precisamente de una tarjeta, y no de un identificador magnético como los que obligan a los burócratas italianos. Surgió una pregunta, mucho más ociosa que las planteadas en los días precedentes.
“Pero, ¿para entrar y salir no ficháis?”
“¿Cómo?”
“¿No tenéis algún modo de registrar la presencia?”
“No, no hay nada.”
“Mujer, no sé, alguna ficha…”
“¿Qué ficha?”
“¿Y cómo hacéis para controlar los horarios? Así, igual, uno puede tranquilamente llegar tarde y salir antes…”
“¡Pero aquí hay una gran profesionalidad!”, cortó Stefania, estupefacta de que quisiera conocer a Magritte sin conocer primero a Piero della Francesca y a Mantegna.
¡Claro! Era este el dato de partida que no tenía en cuenta y que me excluía de toda comprensión. Aquí había una alta profesionalidad. Era esta la esencia íntima a la que no estaba acostumbrado, habituado más bien a la farragosidad itálica, olvidada de los maestros.  Porque eurobruselas  puede que sea un mastodonte, sí: ¡pero de alta profesionalidad!



[1] La Università Commerciale "Luigi Bocconi" de Milán es una de las mejores y más prestigiosas universidades de Europa en el ámbito de las Ciencias Económicas y Empresariales. Por ello es considerado por algunos como un signo distintivo permanente el haber obtenido allí su título, o cuando menos, haber asistido a un Máster que le permita a uno contarse entre los "bocconianos". (N.d.T.)