Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Caporetto

12.12.2014 19:11

Este recuerdo es de mi amigo Marco R. más que mío. Lo compartió conmigo, no obstante, junto a su amistad, a lo largo de la carretera que nos llevaba al pueblo, de modo que aquel, al tiempo que el camino recorrido, se dejó vivir también por mí.
Marco R., aunque ame la costa tirrénica, tiene una predestinación adriática: pullés por parte de padre, de la provincia de Lecce; friulana, o quizás eslovena, la madre. En medio, precisamente, el gran golfo del Amarissimo[1] (sic & sigh!).
Gran sufridor del calor, acostumbraba a pasar las vacaciones estivales en el pueblo materno, en los valles del Natisone. Es un territorio donde los últimos ramales de la llanura han dejado ya el sitio a las primeras prominencias de las montañas, que no son aún sino pequeños relieves incisos y rascados por los ríos y arroyos que desde las montañas más altas, ya más allá de la frontera, bajan a confluir, sobre la llanura pasado Cividale, en el Tagliamento. Son alegres y siniestros a la vez. Numerosos bosques visten de tonalidades de verde estas colinas, en competencia con aquellas de los prados y de la vegetación ribereña.
Aquí y allá, sobre mesetas en lo alto de rocas de erosión, sobre conos de deyección o simplemente encaramados en alguna ladera menos escarpada, se abren pueblos y aldeas de nombres a veces impronunciables, revelando así la posición próxima a los confines entre mundo latino, eslavo, y no muy distante, germánico. Poblados habsbúrgicos, sin duda: ya sea formados por casas de piedra dispuestas a lo largo de la calle, con las ventanas sonriendo floridas a los viandantes, ya formados por los ordenados conglomerados de las casitas blancas post-terremoto.
También en estos valles tranquilos, aunque algo huraños, el terremoto del 74 provocó muertos y destrucciones. Pero viéndolos hoy, agotadas las lágrimas (el tiempo, ya se sabe…), llenos de diminutas empresas que construyen sillas, que embotellan slivovitz, que amasan gubane[2] , no se ve, del dolor de poco tiempo ha, más que vestigios. Después vino San Terremoto, dice una treintañera, dando a entender que aquella gente se reconstruyó la casa con sus propias fuerzas y sus propias manos, y cuando, con el retraso habitual, llegó el dinero de la reconstrucción, lo usaron para poner en marcha aquellos cientos de empresas familiares que han transformado la realidad social del Friuli.
Pues bien, durante una de esas vacaciones, un día Marco R. coge la bici del primo y decide irse allá, a Yugoslavia. Lo hacía a menudo, lo de salir en bici. Mira el mapa en un viejo libro de escuela, ve que el circulito que indica Caporetto no está muy lejos de la línea verde de la frontera, y elige como meta esta que, era una localidad, ahora es un lugar común[3].
“¡A saber cómo es esta Caporetto!”
Parte pues, llevándose el carnet de identidad y algún dinero. Ya verá si compra un poco de carne, que allá cuesta realmente poco, aunque la madre pretende reconocerla, y a lo mejor la reconoce de verdad: dice que no es muy buena, pues viene desde allá. Tal vez para esa generación que ha vivido las luchas intestinas y no tan intestinas de la guerra y la posguerra, con los grandes dolores colectivos y las inmensas pequeñas tragedias personales, los dramas íntimos de las conciencias, que fue separada en zonas A y B, tal vez para esa generación el único "pero" de la carne de allá es ¡que viene de allá! La observa como si examinara un cadáver, luego sentencia: “Esta viene de Yugoslavia”. Como si viniese de China, donde, es cierto, se comen a los perros y los nidos de golondrina, ya ves tú.
Es un buen ciclista, está acostumbrado. Añádase a esto que ni siquiera tiene coche, las piernas están entrenadas. Remonta el valle del Natisone, una subida suave pero aún así cansada. Pedalea tranquilo hasta el puesto fronterizo, bajo la mole maciza y aparentemente inacabable del Mataiùr.
“¡Ocho horas sin agua, una vez, allá arriba!” me dice mientras pasábamos por debajo.
A la izquierda, más bajo pero quizás más escarpado, el Mia. Los fronterizos sonríen un poco ante este ciclista ocasional que entra en territorio yugoslavo, con la idea de hacer unos pocos kilómetros más y regresar. La frontera de los Eslavos del Sur se encuentra justo detrás de una curva a la derecha, unos cuatro kilómetros más adelante. La inspección es apenas un poco más minuciosa. De nuevo en marcha. No puede ver aquello que veremos juntos cuando volvamos a recorrer esta carretera y me cuente la historia: los agujeros de los proyectiles sobre los letreros y sobre los cristales de la garita del control de pasaportes. Habrán pasado pocos años, pero mucho habrá cambiado. Palabras nuevas, o que lo parecen, se habrán asomado a la geografía de los telediarios. Los eslovenos, en aquellos días, estarán saldando los plazos del coste de su independencia. Probablemente en marcos.
Otras separaciones se estarán produciendo, otros sufrimientos colectivos, otras tragedias personales, otra indiferencia: solo que esta vez, todos, todos lo sabrán. Se les soltará a la cara en la hora de la cena, y entonces, esas personas que sufrieron en su día y lloraron a sus muertos, como los siguen llorando ahora, esas mismas personas que vieron con sus ojos jóvenes aquellos horrores, ahora dirán: “Pero, hombre, ¡hay ciertas cosas que no deberían hacerle ver a uno mientras come!”
Como ha hecho siempre, el Natisone sigue descendiendo por la izquierda de la carretera, absorto en su propios gorgoteos, pero un cartel que lo indica lleva la inscripción Nadiža. Marco R. llega finalmente a un collado, el río tuerce hacia un lado, la carretera en cambio al otro, a la derecha, hacia el oeste. Caporetto no se ve. Enseguida (ahora la carretera planea, quizás desciende un poco, suavemente) empieza otro valle, con un riachuelo que pasa bajo las montañas al sur. E paisaje es menos árido. Menos, o incluso nada cárstico, se diría. El fondo del valle, llano, está totalmente cubierto de hierba o de cultivos, la calzada está flanqueada por árboles seguros de sí mismos, los bordes igualmente lozanos. Al fondo, lejos, montes lo bastante altos para perderse entre las nubes.
A fin de cuentas son pocos kilómetros, pero es como atravesar décadas de desarrollo. En aquellos campos al lado de la carretera, son muchos los carros de madera que transportan leña, patatas, cualquier cosa. Algún tractor que quema un humo pestífero se desplaza lentamente: son grandes máquinas tambaleantes que parecen derrochar más energía para tirar de sí mismas que para trabajar. Y hay algo que falta en aquellos grupúsculos de casas que cada poco se encuentran: así de momento no se sabe qué, igual se comprende cuando se vuelve aquí. Eso es, faltan las antenas de la tele sobre los tejados.
Total, que Marco R. está pedaleando por estas rectas e improvisadas “eses” esperando ver Caporetto. Había pasado ya un pueblito llamado Staro Selo, ahora viene otro un poco más grande que se llama Kobarid. Llega un poco de repente, se entra en él con una gran curva a la derecha. En el interior de la curva ve una carnicería, pero decide que si la compra, la carne, la comprará en Caporetto: ahora ya casi debe estar. Antes de la amplia curva había una bifurcación, le había salido instintivamente tomar esta carretera, que parece la más grande, la más derecha. En realidad, acabadas las casas se da cuenta de que se dirige decididamente hacia el sur.
De nuevo un río, esta vez más grande. Está a la izquierda, ¿cómo se llama? Ah, Soča como la Soca Dance de Rafaella Carrà… ”¡Ya ves tú, qué cosas se te ocurren con la fatiga! Y además sobre la ce está esa señal extraña, como antes sobre la zeta de Nadiža…”
Pedalea y se pregunta dónde diablos estará esta bendita Caporetto. ¿Es posible que tantos muertos hayan muerto en un pueblo que no existe? ¿Que la derrota total en que cayeron, en aquel grisísimo otoño del 17, los mal dirigidos ejércitos italianos incluyera en sus cifras gigantescas (70.000 entre muertos y heridos, 300.000 dispersados, otros tantos en desbandada, más de un tercio de los efectivos del ejército fuera de combate) también el propio centro habitado? No mucho después del pueblote con la carnicería, otro burgo; Idrsko, típico nombre eslavo, repleto de consonantes.
“¿A que no sabes cómo se dice Trieste en esloveno?” me preguntó Marco R. interrumpiendo el relato.
Había estado en la capital juliana, pero no me acordaba.
“Se dice igual, pero sin vocales: Trst. Cómo harán para pronunciarlo. En alemán se quita solo la última vocal, y sin embargo se pronuncia ‘trist’ aunque se escriba Triest. ¡En esloveno, solo consonantes!
Total, después de Idrsko, otra decena de kilómetros junto al borde del río y ningún pueblo. ¿Se habría equivocado de carretera? Comienza a notar el cansancio; así a ojo, ha recorrido muchos más kilómetros de los que había calculado, aunque fuese de manera aproximada, sobre el mapita del libro escolar. Se detiene y nota las piernas duras, baja al río para refrescarse un poco, entre sauces y piedras. ¡Sorpresa! Sobre un terrón de hierba, en medio de la gélida corriente, un pescador. La esperanza de que hable italiano… En el fondo, esto era Italia, hace algunas décadas. Aquí, por algún lado, está el Isonzo, un río italiano, y por algún otro lado, maldita sea, Caporetto.
No habla italiano. Pero está bien dispuesto a entender y hacerse entender, para que este curioso italiano en bici se vaya y le deje pescar.
“¿Ca-po-retto?” pregunta Marco R. ayudándose de gestos.
“Zsc vo zcny z drupvnoi” o algo que suena así.
“Ca – po – re – tto... ¿Caporetto por aquí? Y hace con la mano una señal como de seguir la carretera.
“Uh?!”
“¿Caporetto, por aquí?”, repitiendo el gesto.
Also!” dice, quién sabe por qué en alemán. “Qué bart…” , o algo parecido, y prosigue en un lenguaje que podría parecer casi italiano. Pero con la mano indica decididamente la dirección contraria.
“¿Por allá?” pide confirmación Marco R. ¡Es de donde venía!
“Qué bart” o algo parecido repite el pescador. Y se abre en una carcajada, que querría ser reafirmativa pero que en cambio inquieta aún más al ciclista perdido. “¡Qué bart!” insiste convencido, pero ahora ya dislocándose las mandíbulas.
Decide hacerle caso, ha entendido. Antes del pueblo de la carnicería tendría que haber girado a la izquierda, está claro. Caporetto estará justo ahí detrás. Pero ahora ha hecho ya demasiado camino, han pasado las horas. Solo le queda tiempo de volver a casa, es aconsejable dejar el territorio yugoslavo antes de que oscurezca. En la bici no lleva luces, no se fia, sin luces mejor estar en Italia.
Más kilómetros, la carretera sube ligerísimamente.
Llega al pueblo grande: saliendo, en el interior de la curva, la carnicería. Venga, cinco minutos para la carne. No lo habrá conseguido con Caporetto, pero habrá dado un sentido a la jornada.
Entra, explica por gestos qué corte quiere, paga y sale con su bolsita de plástico azul. La asegura al tubo de la bici y en marcha de nuevo. La hondonada, la frontera de los “plavi”, la carretera que baja, la italiana. Las horas pasan. Caporetto, una curiosidad pospuesta. En la aduana, al caer la tarde, preguntan, solo por pasar el rato, qué hay en la bolsa azul. “He cogido un poco de carne…” y abre la bolsa para dejar ver el contenido.
Casi se cae de la bici parada. Palidece. Deja caer la bolsa, que empieza a oscilar de una lado a otro del tubo, luego la vuelve a agarrar neviosamente. En letras rojizas, pequeñas, medio descoloridas, el nombre de la carnicería y la dirección, con el nombre del pueblo cortésmente escrito tanto en esloveno como en italiano: ¡Kobarid-Caporetto!
“¿Algo no va bien?” pregunta atento o escamado un agente.
“No, nada: no va la historia!”



[1] El Amarissimo es el Mar Adriático, así definido por Gabriele D'Annunzio («l’amarissimo Adriatico») el 15 de enero de 1908 durante un banquete oficial ofrecido en su honor en Roma tras la primera representación de la tragedia La Nave, refiriéndose, en el clima irredentista de aquellos años, a la remanente dominación austríaca sobre territorios italianos del noreste y las costas orientales. Aún hoy, muchos hoteles y restaurantes reproducen este nombre. (N.d.T.)

[2] La slivovitz (a veces traducida como slivoviz, slivoviza, slivovica) y la gubana (gubanca en la lengua eslovena de los Valles del Natisone son dos productos típico de Eslovenia, y por tanto también de la zona eslovena italiana. La primera es un aguardiente de ciruelas (en la elaboración doméstica se admiten innumerables variantes); la otra un dulce de masa levada relleno de nueces, uvas pasas, piñones, azúcar, grappa o slivovitz, ralladura de cáscara de limón. A menudo (aunque para los puristas sea un error) ¡la gubana se moja en slivovitz! (N.d.A.)

[3] Tan fuertes fueron el fracaso y la impresión que causó en el País, que aún hoy “una caporetto” es la derrota por antonomasia. (N.d.T.)