Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
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Cataluña

05.07.2015 10:59

Llegué en tren a la estación de Gerona cuando caía la tarde. Había proporcionado algunos vagos detalles sobre mi llegada a la ciudad: con qué tren, a qué hora, de qué día. Estaba listo para afrontar las incomodidades del viajero que debe encontrar a alguien pero no sabe dónde está. Así es, iba allí para encontrarme con un copain que se había establecido en un pueblo de la alta Cataluña siguiendo a su mujer. La había conocido casi gracias a mí, en Roma. Era una turista solitaria y él, con compañerismo, me dijo: “Venga, esta te va a ti”. A mí no me iba, así que repliqué: “No, Fulvio, más bien es para ti: es española”. Sabía de su propensión por cuanto oliese siquiera un poco a español y de lo bien que hablaba aquella lengua. Siguió un breve “¡Qué va, no es española!”, “Te digo que sí.”, “No.”, “Sí.”, tras lo que se convenció, casi por apuesta. Era española, hablaba estupendamente italiano (con lo que había comprendido nuestra estúpida conversación) y pocas semanas después se convirtió en su mujer. Volvió a su casa, pero poco después se reunió con ella y encontró trabajo. Ahora desde Francia, donde me hallaba, iba a encontrarme con ellos, respondiendo a la cálida invitación que me habían dirigido. Pero mi indeterminación...
Fulvio asomó apenas puse ambos pies en el andén, todo acalorado, medio afónico, con el pelo revuelto y los cristales de las gafas sudados, mientras se giraba gritando algo a una empleada de la estación. Llevaba horas allí, pero como había llegado apenas poco después que el tren que suponía yo había tomado, había movilizado a los reales ferrocarriles españoles: había hecho emitir un anuncio por megafonía, después, convencido de que yo no lo habría entendido en castellano, había conseguido permiso para repetirlo él mismo en italiano. Nada. Obvio: ¡yo había optado por otro horario! Él, no obstante, esperó.
Tanta solicitud me conmovió. Os pusimos de inmediato en marcha para La Bisbal d'Empordà,  la pequeña ciudad donde vivían, que lleva en el suyo el nombre que dio a toda la región la romana Empúries. Las ruinas de esta se hallan una treintena de kilómetros al norte, asomadas al maravilloso golfo de Roses. Mientras el cielo se oscurecía, atravesamos pequeñas urbanizaciones, terrenos en los que surgían chalets y restaurantes con párking, localidades aglomeradas junto a la carretera, una campiña desierta, y llegamos a La Bisbal, hallándola toda iluminada por las fiestas de la Virgen de Agosto. Por la calle, cientos y cientos de personas dando voces. Detenidos en un semáforo, con las ventanillas bajas, me vi inmerso en la discusión entre dos familias con carritos de bebé que se habían encontrado. Mi español, más exiguo si cabe que hoy, no me habría permitido de todos modos entender lo que decían; pero hombre, hacerme una idea...Nada de eso, lo que es por mí podrían haber hablado en arameo, bantú o barés, me habría dado igual. Bueno, barés no, es verdad. El barés tiene más chasquidos. Un demonio de dialecto. Conservaba algunos sonidos del español pero, escuchando con un poco de atención, pillaba diversas vocales “o” pronunciadas “u”. Pensé, con una pizca de malestar, que había ido a parar a una zona, ¿cómo decirlo?, pueblerina, provinciana: “burina”[1], que decimos nosotros. “Lo si vvistu?”: con esta cariñosa pregunta denominamos, en Roma, a todo jovencito de los pueblos limítrofes que hable un dialecto con raíces distintas (siendo Roma notoriamente una isla alóglota, a causa de los muchos forasteros, principalmente toscanos, allí establecidos siguiendo a los diversos Papas o conquistadores). Pues bien, me parecía estar rodeado de simpáticos “Lo si vvistu?”[2].
Llegamos a casa, Assumpció me hizo pocas fiestas, estaba ya preparando la cena: anunció un gazpacho. Me estremecí (no aguanto el tomate crudo, ya solo el olor me da náuseas). Por suerte, se trataba de una variante de la especialidad andaluza y, más que una bebida a base de tomate se trataba de un puré de verduras. Estaba bueno. Aunque ya era tarde, hubo salida tras la cena. Una vuelta entre estos paisanos alegres. Era raro. Cuando Fulvio y Assumpció hablaban entre ellos, entendía bastante, a pesar de que él fuese muy desenvuelto en el uso de la lengua. Las personas que encontraba y que charlaban entre ellas me daban de nuevo la impresión de hablar swahili. ¡Buah! De tanto en tanto encontrábamos a algún conocido y me incluían en los saludos que se dirigían. Los devolvía con forzadas sonrisas y algún ademán con la cabeza. En los días siguientes fui llevado, por Fulvio o por Assumpció, en los ratitos de cada uno, o por ambos juntos, a visitar esa esquina nororiental de España. Me llevaron a conocer uno de sus mayores encantos, la Costa Brava, con muy buen criterio, fuera de las rutas turísticas. Ya no recuerdo los nombres, mirando un mapa puedo aventurar un Llafranch o una Calella de Palafrugell. Me condujeron a una pequeña cala entre dos espolones de roca poblada de vegetación áspera pero vigorosa, unidos por una playita de arena gris donde formales bañistas disputaban el agua a algunas barcas y surfistas.
Aguantamos un poco, pero los ojos de Assumpció se ahogaban y anhelaban soledad. Nos reencontraríamos un poco más tarde.
Fuimos a una playa más ancha algún kilómetro al sur. Protegida por un abrupto acantilado, que solo los del lugar saben por dónde descender, con arena amarilla de grano grueso, intercalada a intervalos regulares de escollos que se precipitan desde la escarpadura, ligeramente vuelta hacia el oeste, lo suficiente aquel atardecer para dejarnos ver el sol rojo e imaginarlo sumergirse en el Atlántico. Estábamos de hecho al final del día, solos entre la tierra, alta allá arriba, y el mar, abierto a  mil colores ante nosotros; como olvidados entre lo cotidiano y lo eterno. El sol extendía lánguidas pinceladas, alguna gaviota volaba, el verano, que ya sentía acercarse el final, se disponía a descansar algunas horas. Una breve, meditada pausa del tiempo.
A punto estuvo de romperla Fulvio. Mientras saboreábamos aquel dulce anochecer, empezó de repente a agitarse como un obseso. Había visto un pulpo entre las rocas más bajas, semisumergidas, del escollo junto al cual estábamos. Tal vez aquella corta soledad le había despertado ya los instintos primigenios: por descontado se armó de un sobre blanco que no sé dónde guardaba, de algunos guijarros y dio inicio a la caza. Por suerte, no lo atrapó. El agua se había teñido de numerosas manchas negras cuando, superado por la impericia y la oscuridad, aceptó la derrota.
Como parlanchín lo era, se pasó el resto de la jornada explicando que no había errado la táctica. El sobre blanco servía para atraer la atención del animal, los quijarros bien para obligarlo a salir, bien para cargárselo. Lo soporté con feliz resignación, en vista de la victoria del pulpo.

Al día siguiente estuvimos liados acabando un traslado. La Bisbal d'Empordà era su residencia desde hacía pocos días: antes estaban en Caçà de la Selva, otra localidad distante una veintena de kilómetros, más al sur. Solo que Fulvio, romanticón incurable, para llevarme hasta allí recorrió una carretera más larga pero con mejores panorámicas, de modo que los kilómetros se convirtieron en cuarenta. Pasamos junto a prados quemados por el sol aunque protegidos por numerosas cortezas de corcho. Fulvio me explicó que la producción de corcho era uno de los principales recursos, que el corcho local se exportaba a todo el mundo, Italia incluida, gracias a la capacidad emprendedora de aquella gente. El paisaje ofrecía agradables escorzos, de belleza áspera y antigua. Sobre todo, se recorrían amplios tramos de carretera sin que el ojo se posase en construcción humana alguna. Esto en Italia a día de hoy es casi imposible. Advertía una discordancia entre esta constatación de escasa presencia de edificaciones y la organización productiva que Fulvio seguía exaltando. De vuelta en La Bisbal con un cargamento de trastos, al anochecer, todos al coche: se cena fuera. Más kilómetros al cuerpo, más vueltas y revueltas a derecha e izquierda, carreteras y carreterillas hasta que llegamos. En mitad del campo, bajo las pesantes estrellas de mitad de agosto, se había habilitado una masía como restaurante. Entramos. Me sorprendí: las mesas eran pocas y distanciadas entre sí. ¡Qué agradable! La sala estaba más bien desnuda, y sin embargo no habría podido decir que faltase algo. En realidad estaba perfectamente equilibrada. El mobiliario en un estilo rural de tiempos pasados, rico pero sobrio. Las mesas de madera combinaban con estupendos muebles antiguos, también estos en madera magnífica, lustrosa, cuidada: viva. Una madera que destilaba amor: de quien lo  había construido con paciencia y de quien lo había usado con respeto y conocimiento. Alguna porporcionada cerámica rompía acertadamente el color de la madera. Estos muebles parecían monumentos activos, que las paredes, teñidas de un azul sencillo ala vez que refinado, colocaban en una dimensión intemporal sin por ello privarlos del propio contexto. Bellas lámparas proporcionaban una luz humana, ni demasiado chillona ni de lamparilla de noche.
El dueño se apresuró a atendernos. También él hablaba aquel dialecto incomprensible. Habiéndose percatado de que yo no entendía ni jota, se esforzó en dirigirse a mí. Francia, evidentemente, me había ya permeado: pensó que yo era francés y dijo algunas palabras en aquella lengua. Feliz, me lancé enseguida a hablar, pero Assumpció me interrumpió: “Mira que te va a entender mejor si le hablas en italiano”.
“¡Ah!, bueno, o igual basta que él hable español, yo entendería.”
El dueño, al que le debí caer simpático, quiso saber que había dicho (señal, por otra parte, de que el italiano no debía entenderlo mucho) y lo preguntó con un veloz gesto de la barbilla. Assumpció tradujo.
“¿Español, señor? ¿Quiere que yo hable "español", señor?”[3]
“No, bueno, porque intiendo un poco español, yo...”, farfullé.
“¿Español...? ¿Castellano?”
“Eh, porque...”
“Yo, señor, hablo mi idioma: català.”[4]
Revelación.
¡Català!
No estaba “en España”: estaba en Cataluña. Que no se escribe Cataluña sino Catalunya, aunque se pronuncia del mismo modo. Así, cuando al día siguiente, después del atracón de cigalas de la cena, fuimos al algo donde Fulvio tenía que hacer un encargo, la población no era Bañolas sino Banyoles. Y Miró no se llamaba Juan (que se pronuncia algo parecido a un 'Cuan aspirado): su nombre era Joan y sonaba como algo parecido a Gioan. Cataluña, Comunidad Autónoma: capital, Barcelona; cuatro provincias, Girona, Lleida, Tarragona e Barcelona. Si eres del Barça odias al Madrid. Creo que los no catalanes de Barcelona son del Español, escrito así, a la castellana: casi aposta para indicar que se trata de un equipo español en tierra extranjera.
Total, en la breve conversación para pedir un plato aprendí por fin aquello que un vago pudor de los libros de texto edulcoraba (y que, antes, decenios de franquismo obligaban -en la patria- o intentaban -fuera- esconder): a saber, que España tendría más problemas que Italia, donde igualmente la cuestión meridional es una drama que, alimentado también por el hampa, ralentiza notablemente el crecimiento del país. España tiene a los catalanes (a los que se unen cuando les conviene los de la Comunidad Valenciana), en menor medida a los gallegos (que se sienten un poquito portugueses) y, sobre todo, los vascos. Y de la violenta irracionalidad de algunos de estos  no hace falta hablar.
Eso sí, los catalanes producen: producen como locos. Han hecho de la eficiencia y de la productividad los nuevos colores de su bandera, superpuestos a las franjas amarillas y rojas de su enseña 'nacional'. Es así, esto puede que les moleste un poco: que sus colores, aunque dispuestos distintamente, sean los mismos que los castellanos testimoniando un parentesco a pesar de todo bastante estrecho.
Pero tampoco son positivistas embebidos de retórica del Progreso. Respetan la naturaleza, por ejemplo. La industria del corcho es, en efecto, con permiso de los sardos, descollante, mas lo cierto es que la zona de alcornocales, que Fulvio me había llevado a conocer, parece un parque nacional. Por el centro de Gerona discurre el Ter, poco más que un torrente que desciende de los Pirineos: desde los puentes que lo cruzan vi nadar plácidamente carpas gigantescas. La Costa Brava ha hecho polvo a los hoteleros italianos durante años, pero ha sabido respetar la magia de todas sus calas (y me dicen que incluso Lloret de Mar, más al sur, aunque asfixiada por  las turbas, nunca ha alcanzado los niveles riminenses o simplemente ostienses).
Esta gente vive en el equilibrio. Es simpática pero no demasiado, vamos, que no hace de la simpatía una coartada; saca provecho pero disfruta; quiere proyectarse en el futuro pero sabe que ha de dirigirse a él con el propio pasado; tiene una capital entre las ciudades más dinámicas de estos tiempos pero se embelesa con un campiña contenta de sí misma.
Y en medio de esta campiña, besada por las estrellas en una noche de agosto, todo cuanto no entendía antes se había revelado por encanto, como gracias a un golpe de varita mágica, en un restaurante que me satisfacía estéticamente y, ya puestos, también éticamente.
Es obvio que Catalunya no es el País de los Sueños: pero cuántos restaurantes absurdos he visto en las campiñas italianas.

¡Solo con que dejasen de agitar la amenaza independentista y de reescribir los libros de historia; solo con que quisiesen admitir que su fortuna procede también de los inmigrantes; solo con que parasen de cometer los mismos errores que ellos han sufrido!

 



[1] Es muy interesante para el lector castellanohablante este vocablo del dialecto romano. Designa genéricamente a los habitantes de los alrededores de Roma, en particular, aunque non solo, a los de la franja al sur del Tíber y el Anieno, que se distinguen también por al habla, por ese ser el romanesco, como se dice poco después, un dialecto alóglota. Pero es la etimología la que abre las brechas de interés. Burino era originalmente el vendedor que, precisamente de entre aquello campesinos del entorno, bajaba a Roma transportando sus productos sobre aquel animal que en italiano se llama asino, pero que localmente era buro: he aquí cómo, si en el árbol frondoso de las lenguas románicas los diccionarios oficiales registran voces distantes entre sí, el dialecto las reconduce a la misma rama. Y no muy lejos se encuentra aquella construcción del cariñoso/despectivo (el sentido depende de la entonación) que, precisamente queriendo imitar el habla del campo, recupera la “z” medieval a despecho de la “c” toscana: burinozzo.

[2] Donde el italiano correcto sería, obviamente, “Lo hai visto?”.

[3] Diálogo en español en el original.

[4] En catalán en el original.