Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Cuba

04.06.2014 07:32

“Aprendimos a quererte,
desde la histórica altura,
donde el sol de tu bravura
le puso cerco a la muerte.
Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia
de tu querida presencia,
Comandante Che Guevara.”

Era embarazoso.
Una vez descendidos del bimotor de carga para transporte de tropas soviético adaptado al uso civil, con un lavabo espartano en el que la cisterna era un bidón militar colgado de la chapa de la carlinga y con todas las indicaciones escritas en caracteres cirílicos (nadie las había borrado), los turistas eran conducidos a una gran cabaña de madera donde se les ofrecía un cóctel de bienvenida. Nuestro grupo había aterrizado a las nueve de la mañana, a las nueve y media se encontró ante un cóctel de quisquillas congeladas (¡en Cuba!): arduo disfrutarlo.
Todos los turistas eran occidentales. Por suerte, tratándose de Cuba, ninguno estadounidense. Ya era un consuelo. Ello no obstante, la tasa de estupidez, tanto genuina como vacacional, era elevada. El tipo de la animación nos convenció de que no era posible saltarse la ceremonia de acogida y se entregó a su trabajo. Al menos lo admiré por su capacidad de estar tan alegre y de buen humor a aquella hora, en el puesto de trabajo. Era un blanco, rubio, quizá heredero, como el Antonov, de la ahora pretérita amistad soviético-cubana. Supo hacer gritar a los turistas simplemente preguntando: “¿Quién es español?...francés, alemán, venezolano?” Hasta que llegó a la nacionalidad que, considero, su experiencia y la mía dejaban suponer que provocaría el griterío más escandaloso “¿Quién es italiano?” Por una vez, le respondió el silencio punzante de decenas de ojos que buscaban a los italianos, misteriosamente -al parecer- no presentes masivamente como de costumbre. No lo estaban, de hecho, y por una vez prevaleció la vergogna.
La pequeña banda estaba en efecto ya formada allí donde aquella especie de palco se peleaba con la pared del fondo. Más bien parecía que estuvieran allí limpiando sus instrumentos. Sin embargo, se reagruparon con premura y se arrancaron. Y de golpe, el tenue hilo del sentimiento envolvió a quien quiso dejarse envolver.
En torno a la querida presencia del comandante Guevara se revivía el mito doloroso de días que se fueron. Una vez más.
A la fatua voluntad consumista que devoraba quisquillas congeladas (en Cuba...) a las nueve treinta de la mañana, al imperialismo turístico occidental, aquellos cinco-seis desquiciados opusieron el arrebato y la dulzura, la nostalgia y el orgullo, el dolor y la alegría: ¡sentimientos, míster! Las notas de la querida presencia del comandante Che Guevara venían ejecutadas en un arreglo que nunca más volvería a oír. La canción más obvia se convertía en un triste, lento, seductor canto de batalla: pero de una batalla de la que se tiene la conciencia tangible de haberla perdido, y a pesar de lo cual, se canta igualmente con el mismo orgullo de un vencedor, unido a la inconsolable tristeza de quien sabe haber iniciado una batalla justa y haber perdido una equivocada. Y parecía un punzante reproche. Mi incomodidad aumentaba desmesuradamente: para tratar de vencerla, entre tanta entrañable transparencia y frente a tanta querida presencia, me lancé sobre aquellas quisquillas absurdamente congeladas, en Cuba, sobre la isla inmensamente magnífica de Cayo Largo, Mar Caribe.
De Hemingway ni rastro.

Es cierto, Cuba es también la loca belleza de La Habana. Algunas calles pavimentadas de madera, las plazoletas y callejuelas, los colores de las casas más modestas, el esplendor decadente y decaído de las villas. Cuba es su gente, agarrada fuera de los autobuses malolientes, colgada en las esquinas de las calles, con la cara apretujada tras dos barrotes de una reja, acurrucada sobre una bicicleta con las ruedas desinfladas, asomada a balaustradas de las que ignora el sentido y la función pero viviéndolas igualmente con el orgullo de una familia noble en decadencia. He aquí lo que es Cuba: una noble en decadencia. Ha perdido una guerra que ya había ganado, está reducida a la miseria, pero el linaje resiste y aflora, quizá incluso inconscientemente, en cada gesto de lo cotidiano.
Cuba es Teo, ingeniero agrario, que me abordó justo fuera del inhóspito Hotel Riviera diciendo que me había confundido con un profesor suyo: y eso que no había una gran diferencia de edad entre nosotros. Estaba claro que él y su amigo querían embaucarme, pero viví una experiencia bonita que solo me costó una veintena de dólares. Era conmovedor el empeño y la profusión de medios que aquellos muchachos y sus familias desplegaban para agenciarse 40 dólares. La verdad es que habrían podido perfectamente darme un tirón, asaltarme, saquear mi habitación. Pero nada de eso, noblesse oblige; el plan debía ser elegante y perfecto. Se me acercaron apenas reduje un poco la marcha interesado por el desarrollo de un encuentro de béisbol entre chavales en un pequeño campo junto al hotel. Me acompañaron un rato, hablando de todo un poco, y luego, solapadamente, introdujeron la posibilidad de hacer un cambio en negro, a mejor tasa que la oficial, evidentemente.
Semejante propuesta, en Cuba, simplemente no tiene sentido. El turista extranjero solo puede gastar dólares, con la moneda local lo más que puede es prender fuego. Iba a mandarlos a paseo cuando de repente se me ocurrió la disparatada idea. Me hice el interesado pero no totalmente convencido. Empezó el cortejo, y fue una aventura formidable. Me llevaron con ellos a su La Habana, aquella “que el turista no ve”. Y entonces, arrastrado por estos dos muchachos, vestidos con desaliño pero que hablaban con propiedad y notable altura mental, vi los estantes vacíos de una tienda donde alguna mujer se asomaba con la tarjeta en la mano, echaba un vistazo a aquellas pocas mercancías que parecían olvidadas por alguno, y se marchaba resignada. Comí un bocadillo que me ofrecieron en una especie de chiringuito en la esquina de una calle, entre críos que, como de costumbre, me pedían chicle, y Teo que los ahuyentaba. Entramos en una biblioteca, y allí Teo no pudo ocultar el orgullo por el alto nivel cultural de su País (instituciones culturales, escuelas, universidades, campos de deporte y hospitales hay muchísimos en la isla). Fue aquí donde le pregunté qué título tenía. Me contestó pronunciando “ingeniero agrario” con suficiencia y desdén. Me dio la impresión de declamar no el de los estudios, sino el título nobiliario. Se arrancó a ilustrarme sobre la importancia de una agricultura moderna para el desarrollo de la gente cubana. Al final, le dije que podíamos probar a cambiar veinte dólares.
¿Sólo?”
“Bueno, empecemos asì.” Sí, así, con veinte dólares: más o menos lo que me habría costado un tour por una ciudad occidental en un autobús descubierto. Me condujeron a una plaza delante del Capitolio Nacional, aquí nos ocultamos bajo un pórtico, se hicieron entregar los veinte dólares y el otro chico se fue. Teo me explicaba los pormenores, me daba consejos sobre qué hacer para aparentar indiferencia, me describía lo que estaba teniendo lugar entretanto. Poco después el otro volvió y susurró algo a Teo que, invitándome con la cabeza a moverme, me dijo: “Está hecho. Sí, tranquilo.”
Tras unos cientos de metros se me entregó un montoncito de papel de colores todo rasgado. Los billetes cubanos, ¡ay, qué dolor!
Era evidente para todos, aunque cada uno fingía a su manera, que con aquel papel ya intrínsecamente mojado no habría podido hacer nada (por cierto que fue finalmente regalado a Silvia, una intérprete feúcha pero simpática que, debiendo traducir al italiano, empezaba en cuanto podía a hablar en alemán, porque le gustaba mucho aquella lengua).
También se reveló enseguida evidente que la ganancia permitida por aquella operación ilegal (en la que de todas formas había salido dinero auténtico, conque, total…) no era suficiente para cubrir el esfuerzo desplegado. Empezó la segunda parte del plan, para mí igual de interesante que la primera. Me preguntaron en qué hotel me alojaba. Lo sabían perfectamente, estaban apostados fuera. Fingieron lo justo: “¡Oh, el Riviera!
En el Hotel Riviera, está un torcedor, ¿verdad?
¿Un torcedor?” No sabía qué era un torcedor.
Los puros. Hay un hombre que hace los puros en el Riviera.”
Ah, sí.”
Es mi padre.”, declaró triunfante Teo. Así que el plácido individuo que en el sótano del hotelazo ex-americano enrollaba cigarros era un torcedor de puros. Lo había observado en su trabajo; había tenido la impresión de que pudiera tratarse de un ingeniero o de un abogado que, perdido u obligado a perder el interés por su propia profesión, hubiese escogido aquella ocupación filosófica para poder continuar con las meditaciones. Se ayudaba con la repetitividad de los gestos, si bien nunca mecánica, sino amorosamente competente, y con la observación de quien le observaba. Y sí, se veía que era él quien escrutaba con mayor atención, en la absorta lentitud de los movimientos que culminaban con una rápida aceleración en el momento del corte. En el instante en que cortaba uno de los extremos del envoltorio, celebrando con el legado de un pequeño sacrificio el nacimiento de una nueva criatura suya, se consagraba deidad que afirma la superioridad de su sabiduría sobre el vacuo frenesí de los turistas. Ahora, Teo declaraba que aquel hombre era su padre. Podría incluso ser verdad, pero no era esa la cuestión. Estaba claro que quería llegar a alguna parte.
A partir de aquella revelación, toda la atención de mis acompañantes se centró sobre los cigarros. Me preguntaron si querría fumarme uno.
No sé, puede ser...”
Me condujeron entonces a descubrir uno de los lugares más increíbles que vi en aquella aventura. Fuimos a casa de un amigo de ellos, en un edificio en evidente ruina. Era una magnífica ocasión, poder entrar en una verdadera casa habanera. Pero no era solo una vivienda; es más, la finalidad principal era otra. Se trataba de un bar “secreto”, con una nevera que contenía cervezas y nada menos que Cola-Cola, y el muchacho dueño (de la casa) puso un disco sobre un viejo artilugio de aquellos vendidos por correspondencia por la Selecciones del Reader's Digest. Estaba organizadísimo: había hasta lista de precios. Una vieja a medio vestir se asomó a la puerta de la habitación-bar y fue apartada: no se presenta uno así delante de los clientes. Las paredes estaban totalmente cubiertas por los utensilios del bar, con botellas de ron por todas partes, velas, vasos, estampas de motivos religioso con un montón de lamparitas encendidas delante, fotos, banderas, filas de libros, pilas de discos, objetos varios. Consumimos algo y, por fin, salió un puro. Me enseñaron a calentarlo al punto justo para que hacer fundir el poco de cola que mantiene la hoja enrollada, se rieron de mi manera superpreocupada de encenderlo (parecía que tuviese que aspirar todo el smog de La Habana, tanto esfuerzo hice con los carrillos y los pulmones). Me sentía colmado: fumaba un cigarro excepcional en torno a una mesa con un hule de flores dentro de un bar secreto en compañía de unos chicos cubanos decididamente simpáticos. Quién sabe si las milanesas con las tetas fuera en busca de machos jóvenes que había visto en Cayo Largo habían jamás tenido éxito en una empresa semejante. Aunque ya ves qué interés tendrían. Me ofrecí a pagar y lo hice. Al chico del bar se le salían de las órbitas más que los ojos, pero Teo intervino enseguida llevándome fuera antes de que yo pudiese notarlo (pero ya lo había notado) y enredándome con una postiza explicación sobre la conveniencia de no salir todos juntos para no llamar la atención. Mientras tanto el otro acompañante explicaba al barman lo que estaba pasando.
Lo cierto es que había pagado con gloriosos pesos.
Hay una cosa sobre la que toda la gente de Cuba y el gobierno están de acuerdo: el turista ha de pagar siempre en dólares americanos. No se escapa. Pero, en ese momento, estaba en marcha un plan.
Mira por dónde, volvió a salir el tema de los puros. Teo tuvo una idea excepcional. Me preguntó si me interesaba ver una tienda donde vendían cigarros. Me interesaba.
El lugar estaba lejos, propusieron tomar un taxi. El taxi era un de los poquísimos coches que circulaban en Cuba, a quien el embargo negaba alimentos, pintura para paredes (todas las hermosas villas coloniales del barrio residencial de La Habana estaban de hecho totalmente desconchadas), mil otras cosas y -quizás por encima de todo- petróleo. Se circulaba en bicis con las ruedas deshinchadas, que en vano se trataban de inflar en una especie de sucedáneos de gasolinera en las esquinas de las calles; pero de los tubos de goma apenas salía el hálito de un moribundo. Estaba a punto de ofrecerme a pagar la carrera, pero Teo me hizo una pregunta y me arrastró fuera del coche, mientras el otro, sin generosidad alguna, o en todo caso no por ella, pagaba al conductor. En pesos, obviamente. Cualquier moneda con la que yo hubiese pagado habría supuesto un fallo en el plan: pesos, no podía tener puesto que habría denunciado implícitamente a mis acompañantes; y mis dólares americanos, sobre los que el taxista habría aplicado un cambio de atraco, eran de todas formas un bien demasiado precioso que no había que dejar dilapidar. Así pues, para ellos dos, la salida fue otra.
No había duda, llegados a este punto. El plan estaba en marcha, representaba sin duda el objetivo principal de Teo y su amigo: pero había algo más, tenía que haberlo. Tal vez la curiosidad de pasar algunas horas con un capitalista y comprender si odiarlo realmente, o envidiarlo (o compadecerlo...), tal vez el querer sentirse por un día fuera de la estrechez cubana, tal vez la comparación: incluso puede que solo la misma simpatía que también yo sentía por ellos. Conseguí hablar de ciertas tímidas manifestaciones anti-régimen, que no anti-Fidel, que los universitarios habían organizado algunas semanas antes, y me pareció comprender que Teo no era completamente ajeno a ello. Ya, el desarrollo de agricultura para la redención de la gente cubana tenía que pasar necesariamente a través de una redefinición de los principios que la práctica, a lo largo del tiempo, había tergiversado respecto a los valores iniciales.
Pero ya estábamos ante la tienda.
Evidentemente, cuando en Cuba se habla de tienda, se entiende algo para extranjeros a lo que los locales no pueden tener acceso. De hecho -y aquí revelaron la meticulosidad del plan- el lugar, mira por dónde, en aquel momento estaba cerrado. Pero se podía mirar el escaparate. Me hicieron fijarme en todos los paquetes de la marca “Montecristo”: en particular una caja de 25. Me elogiaron todas las virtudes del tabaco cubano, me describieron las plantaciones en torno a Pinar del Río, única zona donde sobrevive una apariencia de propiedad privada, ligada precisamente a la producción tradicional, se tomaron su tiempo para ensalzar la fama de sus cigarros, se deleitaron en el recuerdo de que Fidel fumaba, o había fumado, tantos. Y en fin, me preguntaron si había visto lo que costaban. Lo había visto, sí: la caja de 25, 175 U.S. Dollars. 7 dólares cada uno, no está mal.
Son los mismos que mi padre hace en el Hotel Riviera...”
El cerco se estaba cerrando.
Oye, Teo, si tu compañero quiere, quizá haya puros en tu casa, ¿verdad?” añadió espabilado el otro chico. El compañero de Teo era yo, obviamente, y tal vez si preguntaba,… Así pues, siguiendo con la réplica prevista en el guión, se volvió directamente hacia mí: “¿Quieres, compañero? Puros. ¿Quieres puros?
Noté que era la primera vez que me trataba de tú: o sea, que ya éramos íntimos, es decir, en el sprint final. Pero de nuevo hice ver que no entendía. Teo no tuvo más remedio que descubrirse.
Si tú quieres puros, Montecristo como éstos, mi padre y yo tenemos.” “En nuestra casa”, añadió circunspecto.
¡Ah!, pero tu padre hace puros en el Riviera. No son Montecristo.”
Sí, claro que no. Los que él hace en Hotel Riviera no son Montecristo. Pero mi padre trabajó, hasta hace un año, en la fábrica Montecristo.”
Había siempre una respuesta para todo. Con absoluta naturalidad y noble nonchalance. No pudiendo sostener que los cigarros que tenía en casa fuesen a la vez de la renombrada marca Montecristo y hechos por el tipo que los enrollaba a mano en el sótano del Riviera, declaraba que hasta el año anterior su padre trabajaba en la fábrica.
¿Y cuánto cuestan?
Mucho menos.”
¿Cuánto menos?
Eh, no sé.”
Una como ésta”, dije indicando la caja de 25.
Tenemos que preguntar a mi padre.”
Mostré los pesos sobeteados, preguntando cuántos de aquéllos necesitaría. Rieron.
¡No, compañero, mi padre quiere dólares!
Así pues: primero habían hecho lo imposible para hacerme cambiar dólares por pesos, pero ahora que tenía que pagarles a ellos, pedían dólares. Como buen extranjero en Cuba, naturalmente, tenía que pagar en dólares.
No tengo otros dólares aquí”, dije.
Enseguida nos pusimos de acuerdo para volver a vernos por la tarde, antes de cenar. Vendrían a buscarme fuera del hotel. Precisaron que esperarían al otro lado de la calle, junto a una especie de chiringuito. Ya lo sabía. Delante de la entrada del hotel aparcaban coches camuflados de la policía.
La casa de Teo no estaba lejos del Riviera. Era una vivienda de un sencillísimo estilo colonial, compartida con otra familia. La vida se hacía en la planta baja, en el primer piso solo debían dormir. La madre, una tía, y una plétora de hermanos/primos/amigos/vecinos/sobrinos/nietos se hallaban casualmente en el porche alicatado con las mismas baldosas de arcilla roja que llenaron nuestros balcones en los años 60 y 70. Aparte de las dos adultas, ancianas, no había más mujeres para recibir al extranjero.
Después de los pocos saludos de rigor, tuve claras dos cosas: que Teo estaba muy bien considerado porque tenía estudios y había llegado a ser un ingeniero agrario; pero que la negociación no continuaría con él. Esto lo haría un hermano mayor, quizás un joven tío, de aspecto bastante más pícaro que él. Del fantasmal padre torcedor, ni la sombra.
Propuso cantidades industriales, pero comprendió enseguida que no compraría más que la caja de 25. Lanzó una mirada a la madre que, sentada en una butaca de madera, dominaba la escena; esta pestañeó y Teo fue a buscarla.
Volvió con una caja original de 25 Montecristo, hecha de madera y decorada en todas las caras laterales y las esquinas con papel dorado. En el centro de la tapa, la marca compuesta por tres pares de largas espadas que se cruzan dos a dos bajo las empuñaduras: cada pareja se contrapone a las otras desde los vértices de un triángulo equilátero de modo que los seis filos generan dos triángulos, uno inscrito en el otro. Las franjas resultantes entre ambos están rellenadas en rojo, el mismo color que un lirio heráldico que llena el triángulo central. En el dorso de la caja la impresión “Hecho en Cuba”.
Una larga banda con el aspecto y color de un billete americano debería haber cerrado el paquete: era el “Sello de garantía nacional de procedencia para Tabacos torcidos y picadura” previsto por la “Ley de Julio 16 / 1912”! Nunca averigüé si la Revolucion había mantenido una ley sobre exportaciones del año 12 o si el encantador embuste había reciclado un timbre de los abuelos. Por supuesto, estaba descaradamente abierta.
Para saber que se trata de puros...” se justificaron.
Dentro, los cigarros estaban bien colocados, en dos filas superpuestas separadas por un fino panel de madera rojiza, todos perfectamente envueltos Montecristo • Habana. Sobre el reverso de la tapa otra vez la marca y la inscripción Cabinet Selection No. 1”.
Tampoco he averiguado nunca si eran cigarros artesanales vendidos por Montecristo o verdaderos puros de la Casa habanera robados, sacados a escondidas de la fábrica, quién sabe.
La negociación se prolongó largo rato, agradables conversaciones en las cuales creo haber aprendido más sobre Cuba que con la lectura de todos los ensayos escritos al respecto, y se cerró en 20 dólares. Saludé a toda la alborozada asamblea y me fui. Alborozado también yo. Por 40 dólares americanos había visto las entretelas de Cuba y me llevaba a casa 25 estupendos cigarros. Cuando por la tarde me encendí el primero, incluso la sucia habitación del hotel Riviera, con los cristales sin limpiar hasta el punto de que parecía que estuviese permanentemente lloviendo aunque fuera luciese un sol cegador, se permeó de bondad. El sabor de aquellas hojas, dulce y acre, la transformó en un ambiente familiar y agradable en el que vivir.
Hoy esa caja ocupa un lugar de honor en mi casa. Fumo algún cigarro en ocasiones, una media de uno al año. Incluso ahora que el tabaco se ha resecado un poco, el sabor de aquel humo me seduce como siempre y me hace querer a Cuba y a su gente. Y a Teo, ingeniero agrario, embaucador e idealista.