Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Honolulu, HI

17.01.2015 15:23

¿Existía o no un misterioso dibujo sobre las paredes del gigante de fuego Mauna Loa en la Isla de Hawai, la más meridional y oriental del homónimo archipiélago? ¿O solo creía haberlo descubierto yo desde el avión? El mundo está lleno de extraños dibujos de pueblos desaparecidos: Inglaterra está llena (aunque, ¿cuántos son auténticos?); famosos también los del valle de Nazca, en Perú, que parecen bordear verdaderas pistas de aterrizaje para volátiles. ¿Hay o no uno también aquí en mitad del Pacífico?
No lograba discernir entre realidad y fantasía. Aquí, en esta parte del mundo polinesia y americana, sucedían cosas que aturdían mi (a veces escasa) capacidad de raciocinio.

La tarde del 17 de enero de 1991, la Kalakaua Avenue, la main street de Waikiki Beach, resonaba con las alegres marchetas de las bandas escolares, a cuyo ritmo avanzaban bailando cientos de chiquillas vestidas de “majorettes”. Cada escuela con sus propios colores y sus trajes relucientes de paillettes. Entre una escuela y otra, alguna banda de marines retirados u otras con las inevitables gaitas: imaginad qué impresión podían dar con los 30 grados de Hawai, entre palmeras y ficus de 40 metros de alto. Desfilaban también automóviles descapotables desde donde el alcalde o el equivalente al consejero de educación saludaban a la muchedumbre fumándose el puro. Pasó también, con una banda sonora grandilocuente, el vehículo de Miss Honolulu, patrocinado por un concesionario de coches. La chica agitaba los brazos saludando a los supuestos fans y se exponía a la artrosis por las posturas antinaturales que adoptaba, toda tensa para mostrar el trasero y, más que las tetas en sí, el escote. Cada poco, como acordándose de repente de un deber, mandaba besos cinematográficos a diestro y siniestro, sponsored by Ross Norton Waikiki Car Service, Your Favourite Car Dealer!
Ok, ¿qué tiene de extraño? Solo un pequeño detalle.
Aquel mediodía, en la playa de Waikiki, esta artificial urbanización de Honolulu, donde tantos medianos rascacielos han sofocado una costa y un arenal probablemente en otro tiempo fantásticos, e infinitas villas y chalets han desfigurado horrorosamente las laderas verdes de las colinas del interior, donde lo más “natural” que hay es un campo de golf; en aquella playa, pues, entre decenas de japoneses a quienes el bronceado había vuelto de color mierda y una pareja de daneses de luna de miel jugando a palas, en aquella puñetera playa donde el plástico arrojado al agua se mezclaba con las algas muertas, estaba escuchando la música de la radio de uno a mi lado.
“Interrumpimos la programación para informar de que, hace aproximadamente media hora, nuestras tropas han iniciado el ataque a Irak…”
No, no podía ser, debía haber entendido mal. De hecho, nadie se había movido. El propietario de la radio insistía en el intento de morir bajo el sol con tal de ponerse moreno, los surfistas seguían puliendo sus llamativas tablas, las diversas mujeres con prole repitiendo sus “Don’t” a los hijos, los chicos bromeando entre ellos. La radio emitía de nuevo música. La pelota de los daneses rebotaba adelante y atrás dejando tras de sí salpicaduras de arena y salitre. Así, permanecí al menos otros cinco minutos en relativa paz, hasta que el locutor repitió el anuncio. Pues no, había entendido bien. La guerra había empezado.
Lo que yo quería era gritar, gritar a más no poder, hacer entender al mundo que ¡yo no!, yo no consideraba inevitable aquella guerra, o, por lo menos, no más inevitable que tantas otras que habían sido evitadas. Yo no quería que al otro lado de la Tierra se cerniera la hecatombe.
En definitiva, en aquellas primeras horas de la tarde (hora del Pacífico central) de aquel  17 de enero de 1991 había empezado la guerra del Golfo, aquella maldita –de uno y otro lado- Desert Storm Operation, que habría de sacudir cualquier conciencia y satisfacer a quien, adulto, no quiere dejar de jugar a los soldaditos.
Ya a la mañana siguiente, los periódicos en los expositores de las esquinas de las calles, informarían de los primeros aviones abatidos. Llamando a casa, llegaría la noticia de que también un Tornado italiano (es más, en un primer momento parecía que dos) había sido abatido y los pilotos missing in action: genial eufemismo para decir “tal vez muertos”.
Pues bien, en aquella tarde turbada por sensaciones que uno no hubiera pensado haber de sentir jamás, ellos, los americanos, no tenían nada mejor que hacer que aquel despreocupado desfile. ¿Era esta la idea de la guerra que tenían? ¿Un desfile de lentejuelas?
No logro describir el estado de ánimo de aquella tarde, de aquellos días. Por Dios, había vivido ya Vietnam, El Salvador, Nicaragua, Irlanda del Norte, Granada, Afganistán, las Falkland-Malvinas, las diversas guerras de Israel, la de Irán-Irak, cada puñetera guerra en cada parte del planeta relatada por los periódicos. Pero eran otros. Entre nosotros, la guerra, después de la experiencia total de la Última, era ya un asunto de libros de historia, en el que jamás nos volveríamos a ver envueltos. En mi casa se decía precisamente así, al hablar de la Segunda Mundial: “la Última Guerra”, y se percibía que no era la última antes de otra subsiguiente, sino exactamente la última, tras la cual no habría otra.
Y en cambio ahora, mientras me encontraba en ese Estado federal suyo, en el que el país más belicista del planeta se había dejado atraer (¿o había sido Churchill?), precisamente aquí, al Último (no para ellos) Conflicto; pues bien, al otro lado de la Tierra, en una guerra ideada por este país, hasta italianos mataban y habían sido abatidos; “tal vez muertos”.
Pero a aquel país le importaba un bledo.
¿Podía disfrutar de Hawai?
Habiendo ido a parar a un restaurante italiano donde una botella de Soave costaba 28 dólares conocí a Tony. Era un canadiense que trabajaba en el aeropuerto de Vancouver, era de origen italiano y hablaba un poco el idioma. La guerra le importaba un bledo también a él, mejor dicho, la consideraba más o menos como todos por ahí: una cosa que ocurría en la tele, en la que interesarse entre bocado y bocado, entre una llamada y un recado. Fuera de casa, sin tele, bussines as usual. Me recomendó ir a Hanauma Bay, donde podría nadar en un acuario.
Y así era. Tony había acertado con aquella sugerencia. La contrastante naturaleza de aquel sitio a pocas millas de Waikiki, me apartó un poco la cabeza del desaliento. Era un cráter volcánico apagado o quiescente donde, ahora, se celebraba el encuentro entre el mar y la roca, entre la vida de los mil colores escondidos en el azul y una muerte magmática que prometía renacer; pero ¡hermosa ella también! Este cinturón de rocas efusivas había colapsado por una lado que el Pacífico había inundado. En aquellos fondos poco profundos, delineados de aristas cortantes y escollos funéreos , el agua podía recalentarse algo más de lo normal, como dentro de un atolón: junto a la única playita, en el extremo opuesto a la apertura hacia el océano, una población numerosa de peces multicolores se mostraba sobre un fondo muy poco profundo, a veces casi aflorante, a la contemplación de quien hubiese alquilado lo necesario para hacer snorkel en unas casetas de madera medio escondidas entre la vegetación. A lo largo del descenso desde la carretera al arenal, sobre el flanco interno del cráter, una explosión de buganvillas en flor. También yo alquilé aletas y máscara y chapoteé en el acuario. Bravo Tony.
De regreso al jeep, continué hasta el extremo meridional de la isla de Ohau, el océano era de un azul intenso y, haciendo honor a su nombre, inspiraba paz. Vale. Pero al otro lado de la Tierra, hijos de estas islas estaban también missing in action. Lo había leído en USA Today. Salían también fotos y entrevistas a los familiares. El show-bussines, o mejor dicho, el news-bussines, se había puesto en marcha al instante.
Doblada la Makapuu Point la carretera dominaba Waimanalo Beach: el espectáculo cortaba la respiración. La costa florida, la playa, el mar, dos islotes que rompían la fuga turquesa hacia el horizonte abierto. Solo hacia la derecha, o sea en dirección a la punta ya superada, el trayecto sobre el azul venía interrumpido por la mole de la isla de Molokai, distante menos de treinta millas. Mucho más atrás, después de Maui, sabía que bullía Hawai con sus Mauna, el Kea, extinguido, y el Loa, hinchado de magma, listo para quemarlo todo e incendiar incluso el mar, y mis dudas de despertar.
De pronto, la emoción de divisar, nítido y solemne, el chorro de una ballena. ¡Ve, ve en paz, gigante bueno! Los sentimientos de aquellas horas me dejaban por botín palabras retóricas.
Más allá todavía, la carretera se aparta poco a poco de la costa, comenzando a subir. En un cierto punto la 72 cede el paso a la 61, que se dirige transversalmente hacia el interior de la isla. Poco después del pueblo de Mauwawili hay una bifurcación desde donde la 83 continúa hacia el norte retomando la costa, y la 61, girando a la izquierda, corta la dorsal para volver a Honolulu. Llegando a la bifurcación, me topé con una loma que con la ladera cubierta de hierba exuberante, abocaba y constreñía a la triple encrucijada. Y allí, como sobre una enorma pantalla gigante aparecida por magia, en contraste con el verde, un gigantesco escrito en blanco hecho –creo– de piedras: Peggy don’t go.
Pegué un frenazo.
Para esto no estaba preparado. El jeep fue dando tumbos, excesivamente presionado por los frenos. “Peggy don’t go.”
Alguno no las tenía todas consigo con lo de las lentejuelas e imploraba “Peggy, no vayas” que es como decir: Margaritina, no vayas. No cruces dos océanos para hacer la guerra, no te arriesgues a morir en el desierto, pequeña Margarita.
Esto sí que era un dibujo misterioso bordado sobre una pendiente. Tuve que abandonar mis fantasías. Misterioso respecto a lo que predominaba en torno: pero auténtico, real, allí frente a mí de improviso.
Existía pues una conciencia dentro de aquella extraña América japonizada, alguien pensaba, alguien disentía, aunque fuera solo por un humilde miedo personal dictado por el amor a una persona querida. Y apelaba a ella, que tal vez era una militar, y por ello acostumbrada a obedecer sin preguntar; precisamente a ella apelaba, que desobedeciese y no fuese. Don’t go, pequeña dulce Peg. Elige el amor y no la guerra.
Extraño pueblo una vez más, estos americanos. Mientras arrancaba de nuevo, me di cuenta de que muchas cosas negativas sobre América las había aprendido en las películas americanas.
Pero una cosa es una película, por “independiente” que sea
Volví al absurdo de Waikiki, en medio de la pesadísima música turística de guitarras hawaianas difundida por todas partes desde invisibles altavoces. El extrañamiento cultural se asemejaba al extrañamiento del alma. Por la tarde hubo una pequeña manifestación pacifista. Más policías que manifestantes. Participé, me puse una camiseta con muchas banderas, el planisferio dibujado en azul y debajo la inscripción: “peace, n., quiet, freedom from war.”
Muchachos en bañador con la tablas de surf bajo el brazo me miraron sin comprender.