Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Johannesburgo

05.09.2015 11:38

Hasta ahora nunca he perdido un avión. Pero he estado a punto. En Gatwick me salvó una huelga de los bomberos de Fiumicino, y por megafonía se recalcaba, que la causa del retraso en la salida era italiana. En Papetee no fue culpa mía y de todas formas una avería en el avión o algo por el estilo nos hizo subir entre las maldiciones de quien llevaba horas a bordo.
En Johannesburgo me salvé yo solo, justo a tiempo, después de estar, hasta un instante antes de que cerrasen la gate, haciendo cola en la de al lado. La misma compañía, por tanto la misma sigla; el número de vuelo un anagrama ¡con la primera cifra igual! Y todo ello en un recinto confuso abarrotado de viajeros vociferantes y amontonados de un modo tal que casualmente se hacía más ordenado solo a partir de una muralla de armarios rubios con la piel eritematosa. La sospecha me vino observando las actitudes de los respectivos pasajeros a la espera del embarque, me arranqué finalmente la costra de los ojos y en cuatro saltos me planté en la puerta justa para París, vía Frankfurt. Dentro del fingerno había ya ni rastro de aglomeración. Las hostess tenían ojos maternales, los steward de reprobación.
Una razón para mí despiste, eso sí, la había.
Se me habían ido los ojos tras un tambor formidable. La intención no era tocarlo, soy un negado, sino usarlo de mesilla de noche. De mesilla. ¿Qué pasa? ¿No se puede usar de mesilla de noche un tambor? ¿Un hermoso tambor de piel suave pero bien tensa, el cuero cálido, de bonitos colores y sin demasiados perifollos supuestamente tribales? Bueno, de todas formas acabó venciendo el escrúpulo de pagarlo a un precio turístico, intuyendo, mejor dicho sabiendo, que la paga de quien lo había construido seguía los parámetros africanos. O chinos, a saber. Y encima la dificultad de embarcarlo, habiendo ya pasado el check-in. ¿Qué habría tenido que hacer, salir de nuevo (y cómo)? ¿Volver a presentarme en el mostrador? Igual hasta habría tenido que pagar un extra. Ok, nada de tambor. De todas formas lo de la mesilla está resuelto.
Aún así, no era esta la razón causante del despiste. Digamos que había sido la premisa.

El Johannesburg International Airport, sigla JNB, está en la ciudad de Kempton Park pero no lleva su nombre. En aquél momento ni siquiera había tomado aún el nombre de Oliver Tambo, después de que el gobierno hubiera decidido no poner a los aeropuertos nombres de políticos y antes de que cambiase de idea. Tal vez todo ello ha servido para quitar los nombres de los exponentes del régimen racista y sustituirlos, tras el lapso de tiempo oportuno para no herir demasiadas sensibilidades residuales, con los del ANC, del que Tambo fue presidente desde el exilio de Lusaka. Así, ahora su nombre se ha dado al aeropuerto que hasta 1994 llevaba el de Jan Smuts, antiguo primer ministro, un tipo realmente extraño y ambivalente: héroe para los colonos holandeses en la guerra anglo-bóer y para los ingleses en la primera mundial, artífice del  estatuto de la sociedad de Naciones, además de fautor del nacimiento de la ONU y teórico de la segregación racial. No está al alcance de cualquiera. Quizás de algún político de nuestro país.
Este aeropuerto que en aquel momento no tenía nombre, tras el final del apartheid ha intensificado notablemente el tráfico de viajeros y ha hecho todo lo posible para mostrarse moderno, democrático, paritario. Así, aquella tarde ya hervía de establecimientos comerciales de todo tipo, y a pocos metros de la tienda de productos tradicionales donde mis ojos seguían fijos en tambor, había un bonito pub british style.
Si digo que era una especie de chiringuito en mitad de un cruce de pasillos suena a muy poca cosa. Digamos que se situaba dentro de un nudo entre amplios pasillos, en una posición estratégica. En realidad tenía dimensiones bastante grandes y servía una razonable variedad de cervezas, así como platos a escoger, ay,ay, en una carta tipo fast food donde a cada uno correspondía un código numérico. Índice de serialidad, difícilmente conciliable con la calidad. Eficiente pero poco natural. Pese a todo, la descendencia de las public houses era clara,evidente. Abundaban las maderas oscuras, y sobre la barra daban caña a este que de cañas vive y por cañas muere.[1] Un joven camarero con el pelo ordenadamente algo largo, merodeaba por en medio. Rubio como mandan los cánones, tomaba nota con mirada atenta pero siempre, siempre, baja. Otro tipo, lúgubre y pálido, con gafas de montura algo antigua, oscura, parecía estar allí por otros motivos profesionales y no para sacar adelante el garito.
La renuncia al tambor me había dejado, nunca iba a estar mejor dicho, amargor en la boca, y cruzando aquel cruce de culturas cerveceras, la mirada se cruzó con los tiradores que, bajándose, hacían subir el líquido rubio o ambarino o negro para luego dejarlo descender a contenedores vítreos de variadas formas, cada cual adecuada al tipo y la marca. Los líquidos lupulizados ascendían espumosos con menor o mayor vehemencia dentro de dichos contenedores , los cuales, alzados por brazos puede que excesivamente vigorosos, caían luego en bocas, gargantas, esófagos y estómagos avezados a su paso. Frente a tanta metáfora antirracista, inmediatamente se formó en mi boca y garganta y en mi esófago y estómago el deseo de aplacar la desilusión rociando sus mucosas, o lo que la anatomía diga que son, con un fermentado de malta de cebada.
Al imaginar un sabor en la propia boca, los más lo situarán en la zona palatal. La correlación sabor-paladar es casi automática. Yo no. Yo, al menos para los líquidos alcohólico, lo sitúo sobre los dientes, en la mitad alta del llamado vestíbulo, esa profunda cavidad en herradura comprendida entre la superficie central de las mejillas y la posterior del labio superior, por una parte, y la vertiente externa de la arcada gingivo-dentaria superior, por otra. Allí. ¿Qué pasa, no puedo? Vampire inside.
Sí, vale, podía explicarlo en términos más banales, pero era un superviviente de la asistencia a disertaciones odontológicas. Provenía de lugares donde un absceso en un diente puede hacerte perder un ojo y donde mantener la dentadura intacta más allá de los dieciséis años es un gran acontecimiento, así que me sentía muy identificado con el aspecto médico y con su vocabulario. Volviendo a aquella tarde, de hecho había renunciado al tambor también por un leve soplo de la conciencia. ¡Pero una cervecita…! Para una cerveza al vuelo aún estaba a tiempo. ¡Ah!, hacerla descender por la garganta, improvisa y abundante, hasta casi anestesiarla, sentirla gorgotear esófago abajo, superar con un impulso el cardias y  entrar en el estómago, costear sus paredes, rodar hacia el fondo alzando una ola que rompe contra sí misma. Tras la precisión odontológica, ¿me invento sensaciones gástricas? No creo, pero y si así fuese ¿qué?
¿Qué tomar, una lager no demasiado amarga pero aún así refrescante, una ale menos fría y más penetrante, o tal vez mi preferida, una stout pastosa y saciante. Esto, por lo que hace a las macro-distinciones. Antes de aventurarse a saborear especialidades particulares, había que ver qué tenían. Desde luego, en aquel ambiente International del aeropuerto sin nombre, no iba a encontrar la Umqombothi zulú de sorgo y maíz, pero me intrigaba ver si la oferta era más de tipo anglosajón o de tipo germánico. En realidad, era precisa y típicamente International, así que mis macro- categorías no iban tan desencaminadas.
¿Qué tomé, pues?
No tiene importancia.
Pero vamos a ver, dirá mi única lectora, ¿después de todo este rollo, no importa lo que tomaste?
No, no tiene importancia porque es absolutamente irrelevante. Ni siquiera lo recuerdo. Lo que en cambio sí tengo bien presente son la fugas que relucían sobre el fregadero, reflejando las luces difusas y las sombras pasajeras de aquella parte de terminal, y las pastosas adulonas del pub. Vasos colgando boca abajo en escurridores de barras cromadas, recipientes del tipo adecuado a cada una de las cervezas tiradas, cada uno con forma distinta y llevando la marca del producto con que casaba. Tallos cortos y tallos largos, sin tallo, asas o sin asas, de pinta o de media pinta, múltiples formas idóneas para resaltar el aroma de cada una. Entre todos, uno. Lo advertí con emoción igual a la de cruzarte con dos pupilas que hablan. Era precioso, la inscripción CASTLE en diagonal contenida entre dos líneas dobles, de las cuales una blanca y la otra, siempre la más interior, dorada, con la inferior interrumpiéndose al centro para alojar el rótulo “lager”. A las dos líneas superiores, en cambio, se sobreponía el escudo con el castillo, no rojo como de costumbre, sino blanco sobre fondo dorado (“castillo almenado de oro sobre campo de gules” creo se diría en heráldica). Las inscripciones blancas sombreadas de negro. Una jarra de pinta tronco-cónica. Hermoso ejemplar.
Apenas recuperándome de aquella emoción, una segunda oleada. Como si de dos perlas avellana hubiese pasado a dos espejos verde-azulados. Colmado de todos.
Ni siquiera sé describirlo. Un cáliz con el tallo esbelto y sin embargo poderoso sobre un pie bien proporcionado ni demasiado ancho ni demasiado estrecho. El logo fantástico enmarcado por elegantes arabescos que daban al conjunto una trazas nobles. Y de hecho estaba coronado por un perfecto círculo dorado que envolvía el borde para embellecer la boca. Y para tentar a otros a besarla, reina declarada.
Los quise. Es el caso, en efecto, que colecciono vasos de cerveza. Bueno, una pequeña colección, y ninguno robado. Una norma che me impuse enseguida, para no caer en el remolino de la tentación. Desde luego persiste. La tentación, digo. Permanece. También allí, en el aeropuerto de Jo’burg. “Lo mango”. Lo pensé. Pero el caso es que quería los dos.

-Dos son demasiado. Y encima no he comprado el tambor también por escrúpulos éticos, no voy ahora a robar dos vasos de cerveza; dos espléndidos, maravillosos, tampoco demasiado aparatosos -¡en el equipaje de mano caben! Relleno uno con la camiseta de recambio, el otro con los slip y ¿qué más?, ¡Ah, claro, los calcetines gruesos para el avión!-, dos irrenunciables, preciosos vasos de cerveza.No, no los robo. ¡Ay Dios!, el rubito está demasiado absorto en recolocarse el pelo por detrás de la oreja como para darse cuenta -allí está, otra vez, y encuanto lo hace se mira aún más a los pies. Bastaría un instante. Controlo fácilmente los movimientos a mi espalda. Pero vamos, que no. Se me acerca, como a hurtadillas. Acallo las voces delictivas y le pregunto si, qué sé yo, sería posible comprar un vaso. Sea que mi pésima pronunciación está lejanísima de la bóer o que lo hayan despistado sus extremidades, el caso es que no entiende. A la segunda, cuando entiende, pone una cara que ¡ni los dedos de sus pies entrelazados! Me desanimo un poco pero no claudico y subrayo mi intención e pagar. No querría que hubiese entendido que lo quiero de regalo. Pero igual no está sintonizado en “entender”. Me ametralla una frase que no comprendo, así que no respondo. Lejos de ponerse borde, se siente pillado en falta. Esta vez entiendo que me dice que se va. Pongo cara de coker asomado a la ventanilla, dejando entender que pillaré una otitis…Por primera vez alza los ojos lo suficiente para permitirme ver su verde desvaído tirando amarillo fangoso.
Just wait!me conmina y se aleja. Para infundirme confianza, remiro los vidrios henchidos de gloria cervecera. Sigo con la mirada al rubito descolorido y lo veo confabulando con el lugubérrimo. El primero indica con la mirada una línea sobre el pavimento que el tétrico sigue hasta llegar a mí. Se contonea un poco por la sala para luego mirarme por lo bajinis.  Por fin se decide y viene.
Hi, I’m Name Surname. I’m the restaurant manager. How can I help you?”
Paso por alto su requerimiento sobre cómo podría ayudarme y me quedo de piedra por su definirse como gestor del restaurante. ¡No es un restaurante, es un pub! ¡Hay alguna diferencia, la hay! Vuelvo luego al objetivo y le digo que querría comprar los vasos. Por su reacción, queda claro que Su Eslavidad no se había explicado.
I would buy the glasses.
What glasses?
Los señalo. Luego añado que me basta también con uno. No es cierto, pero lo veo muy asustado. Lúgubre ya es, ¡imagina lúgubre y asustado!
En la articulada respuesta, las palabras “not” y “possible”, sí, están.
Como a menudo hacen las personas que no aceptan el diálogo por miedo, finge tener mil cosas que hacer aparte de contonearse de aquí para allá entre las mesas como un cura picajoso entre los bancos, comenzando a separarse de la barra y desviando la mirada.
Why not possible?”, pregunto, tratando de vitar la polémica. Se lo he visto hace a los estadounidenses, este preguntarse retóricamente la razón de algo que su personal Constitución no contempla.“I pay for that”, añado con tono de quién ha sido el que no se ha explicado bien.
Morticio la emprende con una larga disquisición en su inglés que no es el mío, compelido por mi haber invocado mi Constitución y aludido a la suya, de comerciante. No entiendo gran cosa, sino que el asunto se complica. Last chance: el llanto.
Well, you know, I wish them ‘cause me, I collect beer glasses.
You, you collect?
Beer glasses, ya.
Se reanima. Poco, pero se reanima. Me hace señal de que espere y se aleja. Es el segundo. Desaparece sin ni siquiera contonearse. Le he pedido confesarme, ¿tal vez ya lo he hecho?

(“Lufthansa, flight LH7342 to Frankfurt boarding now!”)

Pero vuelve. Su cara sin embargo no está iluminada.
And so…?”, aventuro.
Errado como un gato que se escabulle por un parterre para atrapar a un ratón, se agazapa bajo el taburete  y coge un horrible papel plastificado.[2] Hace por hablarme, luego de golpe se desvincula del acercamiento y se va de nuevo, como si tuviese una última cosa que controlar.
Se vuelve a presentar al poco, siempre con el menú a prueba de salpicaduras, y la reeemprende con otra cantinela.
También esta vez, descifrar su lengua tal vez muerta no es cosa fácil. Le hago repetir algunas palabras varias veces, las repito yo para estar seguro. Indico “esta” sobre la carta.
Anyway, I pay”, concluyo yo su disertación.
Yes, but…”, y venga otra vez a mostrarme los platos –no entiendo por qué- indicando especialmente una ensalada. Habla uniformemente, mirándome por encima de las gafas antiguas que ha bajado un poco sobre la nariz. Percibo que me está repitiendo cosas ya dichas, a la espera de mi comprensión. A la que le cuesta llegar. Digo una frase un poco por decir.
I just had a beer, I don’t ask any dinner
Aquí se extraña un poco.Pero recobra paciencia y me explica, por fin en un inglés abierto, que habría encontrado la manera de venderme los vasos, solo que es un método elíptico, cosa que le mortifica, por lo que solicita, es más ahora ya implora, mi aprobación.
La cosa es vagamente italiana, los canales de recepción del mensaje se abren. Hasta sus gafas parecen ahora de moda.
OK, no problem”, digo sonriendo. “What do I have to do?
De molesto pasa a consternado.
Nada, no tengo que hacer nada, solo ser tan amale de aceptar esta propuesta suya al borde de la ilegalidad.
Because we need to issue a receipt for each payment…” pero en el ordenador de la caja no está prevista la entrada“beer glasses”. Así que ha pensado que podría hacer ver haberme vendido aquella famosa ensalada que indicaba, la cosa más congruente como precio por los dos vasos de entre las presentes en la carta. Pero está apuradísimo por haber ideado este subterfugio –se tendrá que ir a confesar por lo menos con el obispo- y confía en mi benevolencia. Interesada, por otra parte.
Antes de que siga y se arrodille le tiendo el equivalente a 19 dólares (cara la ensalada, y caros los vasos, pero qué-más-da) y le grito: “It’s OK, thank you!”.
Está indeciso entre condenar tanta exultación por mi parte y el regocijo por haber satisfecho mi petición. De pecador, ¡pero coleccionista!

Así pues, ¡los vasos eran míos! Dentro de uno metí el complicadísimo pero obligatorio tique y, envueltos en papel absorbente, los metí en la bolsa que llevaba como equipaje de mano; luego me encaminé por el pasillo que conducía a la gate. Qué hora era, no lo sabía. Sentía la cerveza entre los dientes y un poco también dentro de los caninos (¿iba a ser yo la causa del aspecto mortífero del manager?), todo el periodonto disfrutaba del placer presente y de aquellos futuros que vendrían aportados por mis nuevas adquisiciones.
De repente me asaltó un cansancio repentino. El tambor con la piel bien tensa, renunciar o no; y entonces toda la historia de los vasos y las cartas plastificadas, el rubio mortecino y el oscuro mediomuerto. Tal vez se me había manifestado un problema a cargo de los electrolitos del cuerpo, igual un bajo nivel de potasio o de sodio; o bien algún problema metabólico que esta cerveza sin comida había puesto en evidencia. O no, simplemente una caída de tensión tras el estrés emotivo.

(“Lufthansa, flight LH7342 to Frankfurt. Last call. Passengers are requested to go to the gate for immediately boarding.”)

Así, cansinamente, por cierto, atravesé el Johannesburg International Airport, sigla JNB, que está en la ciudad de Kempton Park  pero no lleva su nombre, ni había aún tomado el de Oliver Tambo ni llevaba ya el de Jan Smuts, y me asomé sobre el gran recinto lleno de eritematosos. Mientras me disponía a bajar las escaleras, un nuevo anuncio.

Lufthansa, flight LH7342 to Frankfurt. Please go to the gate for immediately boarding.

Miré las pantallas preocupado, el rostro nublado como por hipoglucemia. Vi la primera gate a la derecha que llevaba el rótulo de mi vuelo, LH7432, y me puse en fila, sin que la miastenia creciente me hiciese reflexionar sobre por qué había tanta gente en fila ni leer el destino.
Luego me salvé.

En cabina, me senté en el silloncito de piel y… Al cabo de poco rompí  el cáliz de la Amstel y con el vidrio roto, amenazando primero a la azafata y luego al comandante, desvié el avión hacia Barazuto, obligándolo a un amerizaje en la laguna durante la marea baja, cuando se tiñe de esmeralda y topacio. Era la misma laguna donde una vez, a varias millas de la costa y otras tantas de Benguerra, bajé a empujar la barca… Cuando me desperté sobrevolábamos la Costa Azul.



[1] En la versión original, el juego de palabras aprovecha la denominación que en italiano se da a la cerveza de barril -birra alla spina- y alude a una “corona de espinas”sobre la barra, en absoluto de calvario. (N.d.T.)

[2] Juego de palabras que la traducción no permite conservar pero que vale la pena leer en el original: Ratto come un gatto che sgattaiola da un’aiola per catturare un ratto, s’acquatta sotto il sediolo e raccatta un’orribile carta plastificata. (N.d.T.)