Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Lisboa

13.05.2015 14:37
Conservo imágenes de emociones particularmente intensas:
-la luz tras la lluvia sobre las piedras de Stonehenge;
-Mahattan desde la orilla izquierda del Hudson en un anochecer de verano, con las luces ya encendidas sobre el cielo aún no oscuro adornado de luna;
-el reflejo perfecto de las montañas en el residual espejo del Mar Muerto;
-una puesta de sol desde Santa Mónica hacia Malibú;
-el jet d'eau en ginebra, inesperado, que alivió la añoranza de una última tarde;
-una cueva rupestre, o tumba, en las paredes de la garganta del Tesoro, en Petra, con miles de tonalidades en las estratificaciones de la roca;
-el manto verde brillante sobre las salpicadas montañas de Moorea, que va a bañarse e el absoluto azul de la laguna;
-todas las gradaciones del violáceo sobre Kata Tjuta, surgiendo casi morganiana al alba tras Uluru;
-la primera vez que vi los Alpes en invierno desde el avión;
-la luna llena sobre la bahía de Morrumbene, desde bajo los cocoteros de Môngué;
(Y un viraje con el Coliseo al fondo del ala y San Pedro iluminado en la ventanilla, y Jolie a remojo en el Loir bajo la fábula de Chenonceau, y aquella iglesia que razonablemente debería ser Saint-Pierre de Montrouge pero que en el recuerdo es mucho más gótica, y la vista panorámica desde el Mont Saint-Clair, y la piazza Unità en Trieste, y el Duomo de Monreal...)
...y En-Vau reflejada en los ojos de una mujer. La mía.

Pues bien.

Aterrizando de nuevo en Lisboa, volviendo a ver sus puentes, sus tejados, sus casitas suavemente coloreadas, noté un sentimiento de dulzura. Como de vuelta a casa. Un sabor en la boca de cosas domésticas. Un poco como cuando durante un viaje experimentas gustos distintos. Desde aquellos estándar de las cadenas de comida a las particularidades de los rincones del mundo. Después vuelves a tu lugar. El aire te trae otra vez el sabor de los caramelos del colmado. El cruasán del domingo por la mañana. Hasta tu personalísima mezcla del café con leche de casa. Con la galletas, siempre esas.
¿Eran tal vez los pastéis de Belem? ¿Era suya la culpa; mejor dicho, el mérito?
¿Y por qué en la tierra de Saramago mis pensamientos se descubrían en frases cortas? Cómo me habría gustado saber y poder discutir con él. Sin miedo a la confrontación. Y no sobre la longitud de las frases.
Pero ¿qué Lisboa amo yo, cuál es mía? No la de la Baixa, demasiado complacida en su costra, la Alfama me sabe demasiado a patraña, a falso no-turístico, el Barrio Alto solo en pequeños escorzos, Belém es demasiado estrecha. La periferia más próxima no sabe a nada, la más reciente es innecesariamente pastel, la zona de Expositioes parece un juego desierto. ¿Qué Lisboa, pues?
La Avenida da Liberdade es demasiado larga, bonitas tiendas las hay pero a-quién-le-importa, sabe a muerte. El Centro Comercial das Amoreiras es no poco deprimente y ni una morera da sombra a la zona que lleva su nombre. El Parque Eduardo VII es realmente empalagoso. El monumento a los navegantes, déjalo estar; anda que si esto es de algún modo el símbolo de la ciudad...Pero esta es precisamente la señal del amor. No se ama a una persona porque tiene un buen trasero. Puede atraernos pero no suscita en nosotros un sentido de eternidad. No se la ama por los ojos que tiene sino por lo que estos nos comunican. No por las palabras que dice sino porque nos las dice a nosotros y dice esas. Y Lisboa me ha dicho muchas palabras. Las llevo aún grabadas en el ánimo, más abierto después de ella. Está también la Torre de Belém y otras cosas.
Pero sobre todo, está el Mosteiro dos Jerónimos.
Un estado del ánimo. Y tal vez también del alma.
El exterior es armonioso en su estilo manuelino, si bien la parte de la iglesia da un poco sensación de confusión, de exuberancia. Parece también un tanto apartado del tejido urbano. Averiguaré si por haber nacido fuera de la ciudad o por un sucesivo aislamiento de los monumentos típico de las dictaduras. Pero da igual. Dentro, la iglesia de Santa María de Belém es de un gótico enamorado de sus esteticismos pero quizás no olvidado de sus valores. La estética aún no rasga su cordón con la ética. Aún así, se ve pesada a pesar de las intervenciones renacentistas, con demasiadas tumbas. Opresiva, no del todo, pero opresiva, como una mujer que te habla demasiado de demasiados detalles.
Brava la mía que en Lisboa vivió y demasiado no habló.
Así pues, nada de destacable en la iglesia. La atmósfera la habría definido como “napolitana”. Tal vez tiene razón, sí, la verdad es que la tiene, Philippe Daverio cuando dice que el gótico es un barroco. Aquí, desde luego. Las cosas gravitando sobre la cabeza, las tumbas trágicas, los mil estros. La piedra me recordaba más a Palermo que a Nápoles, la verdad. Por otra parte, todo Lisboa me hacía rebotar entre comparaciones con las dos capitales del sur de Italia. Actitud estúpida, esta de referirlo todo a lo ya visto, pero a la que es difícil sustraerse. Y además, sobre todo, Lisboa es latina, vale, pero tiene enfrente el Océano. Ahí es nada, la diferencia. ¡Basta mirarlo, el Océano! De modo que los portugueses son latinos no mediterráneos, sino oceánicos. Nosotros somos del Sur. Ellos del Sudoeste. Así pues, ¿quién mejor que ellos, ya del mar remanente, podía meterse en cascarones de madera y desafiar en loco vuelo la nostalgia de una tierra batida por poderosos vientos? Es más, el monasterio se alzó precisamente donde Vasco de Gama y su tripulación, antes de zarpar, rezaron: rezarían al Dios católico, cierto, pero quizás también, secretamente, al dios Océano, para que en su inmenso poder los tolerase. Del conocimiento alcanzado, han recabado los lusitanos aquella mirada que anhela el confín del horizonte.
Se estancaba en cambio la mía dentro de aquel templo recargado. La sutil perfidia de la decepción comenzaba a borbotear en la boca del estómago. Pedí saltarme la clausura, lo obtuve y casi que ya ni habría querido traspasar la puerta del claustro. El umbral de Stendhal.
Entré, no recuerdo cómo. Todo lo que es antes no pertenece al después. Verdad de perogrullo, pero solo cierta si el después tiene la suficiente fuerza para separarse del antes. El claustro del monasterio de los jerónimos la tiene: mucha. Cualquier impresión de antes quedó anulada desde el ingreso en el claustro; y el después fue amor. Aquella imagen que dejaba sin respiración fue un beso como el que se da a una mujer deseada y de ella se recibe.
Perfecta la mía que supo besarme con aquel beso en Lisboa.

Y perfección aturdidora fue pues el claustro del monasterio. Inesperada. Sobria y rica. Completa. Pensamientos cortos más aún que las frases.
Me sentí envuelto por la belleza. La sensación, o mejor, el sentimiento que experimenté fue el de querer formar parte. Me habría compenetrado con aquella piedra, habría dejado labrar mi piel con aquellos motivos decorativos, hasta me habría bastado formar parte de aquella hierba verde a gajos en el centro.
Me había quedado parado, inmóvil, con la boca abierta pero sin palabras. La mirada fija: y aún así lograba comprender en una visión única toda la emoción. Incapaz de un pensamiento mínimo, percibía en cambio uno máximo si bien no conseguía focalizarlo: por otra parte, la mente estaba atascada. Invadida por aquel amor arquitectónico, estorbada por la cantidad de información que quería almacenar, casi reseteada por la sorpresa, por el supremo placer del descubrimiento.
Todo mi cuerpo estaba bloqueado, víctima de una apoplejía de la razón. No se puede analizar todo, mucho escapa cotidianamente, es poca cosa, mas luego todo junto provoca un derrumbe que arrolla al hombre cartesiano. Y luego está la grandiosa realidad del sentimiento, que es siempre irracional. Sucede, a veces, que se concretiza en un edificio o en un cuerpo, o bien en la visión de aquel edificio o de aquel cuerpo, o bien en la imagen que de aquel edificio o de aquel cuerpo se proyecta en nosotros, o bien en la historia que aquel edificio o que aquel cuerpo nos cuenta mientras lo admiramos, revelación imprevista. Boquiabiertos y los ojos de par en par.
Así aquella primera tarde en Belém yo.
Era algo que ya había sentido aunque no por un conjunto de piedras y cultura y pasión y arte y armonía y unidad continuada en el tiempo. Era como aquella vez...
Como cuando ves por vez primera a una mujer y todo tú siente amarla desde siempre.
Puntual la mía que se perdió en mi extravío en Lisboa.

Por fin, entré: de inmediato en el hortus claustrus besando el sol que daba luz a la piedra, permitiendo la agnición. Reconocía de hecho en aquella sublime estética a Lisboa, desvelada en mí y junto a mí. Y allá voy bajo el pórtico, en busca de la tumba de Fernando Pessoa. Tres heterónimos completos, tres incisiones sobre la estela.

“No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego
para ver los árboles y las flores.”

20.4.1919            Alberto Caeiro

Pero han omitido el verso siguiente. Habríamos podido tener una agarrada (¡cuánto me habria gustado tenerla con Pessoa!)

“También es necesario no tener ninguna filosofía.”

Y todos los demás.

“Con filosofía no hay árboles: sólo hay ideas.
Hay sólo cada uno de nosotros, como un sótano.
Hay sólo una ventana cerrada, y todo el mundo afuera;
y un sueño de lo que se podría ver si la ventana se abriese,
que nunca es lo que se ve cuando se abre la ventana.”
[1]

Listo para tener un altercado con Alberto Caeiro antes incluso de haber entendido nada sobre esa ventana que había abierto, (¿o me había sido abierta?) en el Mosteiro dos Jerónimos, en Lisboa. Pero también para aprender. ¿Dónde está la realidad? ¿Luchar contra un amor para tener el amor es realidad? Mas yo no “soy” y basta, pienso: luego yerro. Y vago por ciudades verdaderas y hasta que una ventana se me abre – o alguno sabe abrírmela- en un día triunfal, mi día triunfal de la cultura portuguesa a mí revelada.
Giro de noventa grados:

Para ser grande, sé entero: nada
Tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
En lo mínimo que hagas,
Por eso la luna brilla toda
En cada lago, porque alta vive.
[2]

14.2.1933                Ricardo Reis

Esto es, habría querido un Saramago también yo para discutir con el fantasma del ortónimo: y que tal nuevo Saramago me hubiese hecho disertar también con el fantasma de Saramago. También habría podido ser una mesa en la terraza de A Brasileira. Para escuchar hablar de poesía y no de poetas. De Vida y no de vidas.
Otro cuarto de giro:

No: no quiero nada.
Ya dije que no quiero nada.

¡No me vengan con conclusiones!
La única conclusión es morir.
[3]

1923                      Álvaro de Campos

Y de nuevo larga omisión. Aquí entró en mí la rebelión. ¡Álvaro no era nihilista! Bueno, no aquí. Por lo demás aún no sabía. En su certeza de que la única conclusión es la muerte, él no niega sentido a la vida ni a la realidad de Alberto. En el alejar de sí conceptos filosóficos, proclama la filosofía de Fernando, la filosofía en torno a Fernando. Porque aquellos eran conceptos de otros. Álvaro, y con él Fernando, solo pide ser dejado en paz, poder vivir a su manera poco aceptada por el conformismo del tiempo; es más, poco afín a la conformación del Tiempo que solo es largo. Él, ellos solo querían el espacio, el cielo que como la luna de Ricardo se mirase en el agua. Solo el cielo es “...eterna verdad vacía y perfecta!”. No, no considero que ninguna eterna verdad (vacía de voces terrenales y por ello perfecta) se emparente con ningún nihilismo.
Yo pensaba que el agua del Tajo azul de cielo la había amado con una mujer que me repetía “Não: não quero nada”.
La mía, un genio que quería ensanchar el Tiempo.

Wim Wenders ha comprendido todo esto. La vida filmada de Friedrich Munro es ajena a este. Le pertenece no a él sino a la realidad filmada por encima del hombro y a quien se percate de ser filmado. Y él, el director, hace de un documental una película: Lisbon story. Título en inglés como “Lisbon revisited”.
La realidad no real, no onírica, no filosófica, no teísta, y sin embargo condenadamente auténtica de Lisboa, empecé a amarla junto a Philip Winter, siguiéndola boquiabierto y los ojos de par en par por los callejones que no quieren a ninguno que les diga cómo ser, entre los azulejos que no piden a nadie que explique su relato, con una música que pide solo ser escuchada con el corazón y no con los oídos.
Una película intensa y atónita como Lisboa; invasora como una imagen de emoción que permanece.
Y para no amar demasiado a Teresa la suerte es verla con una mujer que sea mujer.
Y afortunado yo que la mía no ha visto la película pero ha visto Lisboa.
Conmigo.

 

 

[1] “Não basta abrir a janela”, en Fernando Pessoa, Poemas Completos de Alberto Caeiro, 1946.

[2] “Para ser grande, sê inteiro”, en Fernando Pessoa, Odes de Ricardo Reis, 1945.

[3] De “Lisbon revisited”, en Fernando Pessoa, Poesias de Álvaro de Campos, 1944.