He tenido la suerte de ver mares bellísimos, y algunas de entre las consideradas mejores playas del mundo. Y la verdad, uno de los primeros puestos en mi clasificación personal lo ocupa la Playa del Bávaro, en Punta Cana, en la República Dominicana, costa atlántica. Pues sí, atlántica, no caribeña, aunque todos los currantes de Martinengo (BG) que allá van con sus camisetas sin mangas estén convencidos de bañarse en el Caribe.
Es una playa fabulosa, ancha, decenas de kilómetros de larga, bordeada por las inevitables palmeras, de arena clara y fina, casi toda ella girando hacia el norte-nordeste, por lo que siempre tienes el sol a las espaldas y puedes mirar sin cesar el mar en sus transparentes reflejos y en la solidez corpórea de sus colores, dejándote transportar por la pacífica convivencia de esta que, en otra parte, sería una contradicción. La laguna formada por la barrera coralina, en cuanto tal, está siempre en calma, por ello el agua no perturba, a no ser durante los huracanes, el frente arenoso, que así está también relajado y comunica al turista, aunque sea al currante con la nariz colorada y la cabezota pelada sudorosa, la misma relajación. Ningún tiburón ni otros grandes peligros.
-Aeropuerto de Madrid, mitad de junio.
Estoy de vuelta de los Estado Unidos y directo a casa. Entre las inevitables colas veo de repente un perfil conocido. Instintivamente, trato de esconderme. Demasiado tarde. Me agarra con su sonrisa cómplice y su aire de viejo amigo. ¡Es solo un conocido!
“Pero, ¿también tú por aquí?” me pregunta.
“No, no estoy...” querría responderle. Pero por desgracia estoy, y estoy escuchando su estúpido exordio.
“¿A dónde vas?, ¿dónde has estado?, ¿qué haces?”. Se lo digo.
“Ah, los Estados Unidos, grandes extensiones, grandes distancias, una vida distinta, guapas mujeres... ¿Has atravesado los grandes desiertos, esos espacios inmensos; has visto el Gran Cañón? Allí todo es más grande...”
“En realidad he estado en Boston...”
“Ah, Boston, eso está encima, ¿no?”
Estoy ya irritado, por amor de Dios, pero la pregunta de si Boston está encima, ¿encima de qué?... ¿Quería quizás decir encima de Nueva York, o quizás genéricamente 'al norte'?
“Eeeeh...sí, está encima de Nueva York, bastante al norte de los Estados Unidos.”
“Pero está...no, está hacia aquí, ¿verdad?”
¡Otra vez! Estos son los conceptos geográficos que se enseñan en la escuela italiana: encima, debajo, hacia aquí, hacia allá... Y pensar que aún hay algún descerebrado que dibuja mapas y planos con norte y sur, este y oeste...
“Eeeh...está en la costa atlántica.”
“Sí, pues eso, hacia aquí.”
Entiendo que “hacia aquí” significa “al este”. Algo hemos avanzado. De todas formas sigo bastante irritado. Vale, ahora me toca a mí cotillear un poco. No llego a tiempo. Es él quien ataca de nuevo.
“¿Y qué te trae por Madrid?”
Vivo en Madrid, carajo, o mejor no, en Salamanca, y ahora tengo que coger el tren, así que adiós, adiós… O espera, no, vivo en Boston, y he venido de vacaciones a Madrid...
“Bueno, supongo que lo mismo que tú.”
“Ah no, yo tengo que hacer transbordo para Roma, he estado en Santo Domingo.”
¡Santo Domingo! Allí donde no he hecho más que el turista, sin salir del hotel junto a la playa... el pensamiento del sol, del mar, de la fruta y de los sabores tropicales, de los grandes buffets libres, me rebaja la tensión. Me relajo también yo con una sonrisa.
“Hombre, Santo Domingo. ¿Dónde has estado, en Punta Cana?” Todos los hoteles y poblaciones están allí, el litoral caribeño de la isla no es adecuado para vacaciones playeras.
“¿Punta Cana...? No, ¿dónde está...?”
Le interrumpo antes de que vuelva a empezar con el arriba, abajo, hacia aquí, hacia allá: “Si, hombre, a unas tres horas del aeropuerto, te llevan en autobús… ¿Te acuerdas?”.
“¡Ah!, no, no, ya sé. Debe estar para arriba, encima. No, yo he estado en la ciudad... ¿Ya sabes, no?”
Cáspita, no, no lo había pillado, ni siquiera ayudado por el tono alusivo con el que había terminado la frase. “Ya sabes, ¿no?”, como dando a entender que... ¿Sería que el vilipendiado se redimía y reservaba increíbles sorpresas? ¿Un italiano que no va al Caribe para la semana-quince días de cabreo bajo el sol, diluido por las tardes gracias a la animación solo durante los primeros 3-4-5 días, después un poco por la jornada de excursión al poblado precolombino construido por el arquitecto italiano en los años 80, y después ya por nada más? ¿Y que por lo tanto, no siendo este tan descerebrado, permanecía en la ciudad de Santo Domingo para hacer algo importante o diferente de la masa? ¿Sería que, cuando me había dicho Santo Domingo, más que errar el nombre de país, como todos, se refería precisamente a Santo Domingo, como yo me refería a Boston diciendo Boston? ¿Tal vez bajo la piel bronceada, el cabello corvino cayéndole lujuriosamente sobre los hombros, más toda la joyería, el aire de eterno jovencito, la sonrisa prêt-à-porter, se esconde un interior insospechado?
En el fondo -lo había notado inmediatamente, a pesar de todo- no iba vestido de turista sino que llevaba puesta una buena camisa azul ni siquiera sudada (quizás un poco demasiado desabotonada por el cuello) sobre un pantalón en lana fría gris oscuro y negros mocasines (sí, sí, mocasines: pero elegantes).
Estoy totalmente sorprendido verme yo en el papel que le había atribuido a él. “Bueno, ya, pero si uno va a Santo Domingo no es para quedarse en la ciudad, es para ir al mar, lo...de arriba.”
“Vamos, que no has entendido nada...”
Mira, se me está bien. Ahora es él el sabidillo que me da lecciones. Efectivamente, ya se ve, no había entendido. Pensaba, suponía, maduraba convencimientos y medía sensaciones, valoraba las palabras y los datos objetivos, pero, ¡comprender, lo que se dice comprender, la verdad que no!
“¡Que las mujeres están en la ciudad!”
“¿Las... las mujeres?”
“¡Joé, vaya pibones! Se te pegan como lapas en cuanto ven que eres italiano. Quién sabe qué se creen. Tu les cuentas un montón de chorradas, les haces algún regalito, te las llevas a cenar, y luego... Ríe, la boca, más que una boca, parece una tajada de sandía echada a perder: la cara, una máscara de tragedia griega reconvertida en farsa estúpida.
“Y encima... nunca tienen bastante, estas negritas son unas zorras… Ahó[1], y hasta con dos a la vez... Con estos amigos...” y me señala a dos chavalotes acostumbrados a la constricción de la afectada elegancia de su ostentosa clase social que están en la cola. “¡No sabes qué fiestas...!”
Me avergüenzo de ser hombre. Una vez más, demasiadas ya. Digo hombre, pero no necesariamente en el sentido de varón: más bien como ser humano, destinado por un Dios o por la casualidad (cada uno según/si cree) a ofrecer una impronta de sí en un mundo que se encuentra en situación de dominar, único lo bastante capaz de comprender por qué, cómo, dónde, cuándo, etc. Me avergüenzo como perteneciente a la raza humana, dotada de medios para elevarse. No creo que el mío sea un moralismo prêt-à-porter, como su sonrisa. Es verdadera aniquilación de la fe en la capacidad humana, es sincera pena por la enésima decepción.
Me avergüenzo también de ser italiano, nacionalidad que, por otra parte, no he elegido. Italiano como este, convencido de haber seducido y satisfecho a las “negritas”. ¡Pobre idiota!
Querría escupirle a la cara, sobre todo por haberme hecho perder con esto tanto tiempo. Hay gente –italianos que han escuchado, igual–. Amago un “¡Ah, ya!”
Pero luego, de repente, ataco. “¿Y tu mujer?”
La sonrisa, adrede, se hace aún más amplia y divertida. Me guiña un ojo (¿me está pidiendo tal vez que le sea cómplice?). Me apoya la mano sobre el hombro “no, hombre, esa cree que venía a Madrid para organizar el viaje de empresa… ¡Mira tú!” Me recuerda a mi ex colega Augusto, de profesión cabronazo, convencido de que la mujer se tragaba cada tarde lo que él le contaba; o sea, que iba a la piscina para los cursos de buceo, de los que era instructor. Se jactaba más de su capacidad para engañar a la mujer que de sus efímeras conquistas. Un día la señora lo convocó y le explicó fríamente que desde hacía tres años le traicionaba regularmente, cada tarde, y que había llegado ya el momento de dejarse de mentiras: ¡así que lo invitó a abandonar el lecho conyugal!
Y allí, entre las colas del aeropuerto de Barajas, madura en mí la convicción de que en la República Dominicana hice bien en hacer de turista playero en vez de irme a dar una vuelta por la capital Santo Domingo: me habría podido encontrar con algún tipo con la sonrisa como una tajada de sandía descompuesta.
[1] Ahó es una interjección muy usada en el habla romana, bien para captar la atención del interlocutor, bien para interpelarlo con exasperación o enfado (con una posible gradación entre ambas intenciones, como en este caso); bien, incluso, y en general en respuesta a una frase interrogativa, como extrema síntesis de una posterior explicación autocomplaciente. (N.d.T.)