Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Slangerup

24.12.2014 11:42

Irene me esperaba en la estación de Copenhague. No bajé enseguida del tren, pero ya la había divisado por la ventanilla mientras el convoy frenaba. Quería disfrutar hasta el último momento de la maravilla de los reales ferrocarriles daneses. Vagones de una elegancia, comodidad y eficiencia que ni siquiera los diversos Pendolini y ETR italianos -más adelante, entonces aún no los había- alcanzarían nunca. Pensad en la impresión que causaban en un italiano, acostumbrado al mal olor, la suciedad, los retretes de máscara de gas y todas las otras delicias que nuestros cacharros ferroviarios nos reservaban (¡y en parte continúan reservándonos!). Y además el personal, amable e informado, aunque también riguroso, con sus agradables uniformes pulcros, bien puestos y completos.
Llegaba cansado por un extraño itinerario que me había zarandeado de aquí para allá, y con la moral por los suelos por las acostumbradas razones de las cosas que no marchan bien y que nos embotan las meninges.
Al no verme bajar enseguida, Irene había salido corriendo del andén 4 para asegurarse de que no estuviera en el pórtico de la Hovedbanegård, y había vuelto a entrar. Estaba visiblemente disgustada. Lo sentí de veras, pero no creí haber hecho nada malo; solo esperar a que los otros pasajeros hubiesen bajado para hacerlo yo a mi vez. Era además uno de los pocos con algo de equipaje, así que no quería estorbar. Por fin me vio, se serenó, nos abrazamos, pero se veía que seguía contrariada por lo ocurrido.
Me llevó de inmediato a tomar contacto con la ciudad. Por supuesto fuimos a Strøget , tomamos un café y un helado en Gammeltorv. Hacía un sol hermoso, podríamos haber estado en Trieste o en Burdeos. Enseguida retornamos a la estación, donde cogeríamos un tren metropolitano a Slangerup, la población de las afueras donde viven los suyos.
Irene ahora vivía ya en la ciudad, en Frederik VII’s gade, no lejos de la Universidad: era una monada de barrio, con edificios de ladrillo no tristes. En el suyo, Irene tenía un pequeño patio donde, dentro de un sencillo box de madera podía guardar la bici. En los chaflanes al estilo fin de siècle, las tiendas de alimentación, coloridas y desordenadas (según el concepto escandinavo de desorden: entre nosotros serían un ejemplo de compostura). Su familia, en cambio, vivía fuera, precisamente en el pueblo de Slangerup. Ir allí era para mí ahora motivo de gran curiosidad, después de haber escrito ese nombre decenas de veces en los sobres de las cartas que mandaba a Irene. Una población muy pequeña; en ninguno de los mapas en mi poder venía indicada.
Irene pagó los billetes con tarjeta: el equivalente a unos poco miles de liras. En aquel entonces, entre nosotros era difícil encontrar un cajero que funcionase cuando realmente tenías necesidad de efectivo. Y aún menos estaba en vigor el sistema POS. El vagón del tren era prácticamente como uno de metro, adaptado para transportar gran cantidad de personas en trayectos relativamente breves. Empecé a hacerme una idea sobre las dinámicas del pendularismo local, tras haber echado también un vistazo al tablón de horarios.
Bajamos en la parada. Fuera, en el interior de recintos ad hoc, cromadas fugas de manillares. Había bicis de todo tipo: de carrera, de paseo, de hombre, de mujer, mountain-bikes; montados sobre ellas, los accesorios más extraños, para llevar un número considerable de niños, paquetes y bultos. Había también los clásicos cestitos de mimbre trenzado y también todo un centelleo de reflectantes redondos, a franjas, fijos y móviles, de flechas y otras señales, de banderitas danesas acopladas al sillín. El coche de Irene nos esperaba; nos pusimos en marcha hacia casa.
La carretera principal fue abandonada un tanto bruscamente para internarse en una carreterita blanca, bien compactada, que partía hacia la izquierda en las cercanías de una mancha de árboles. Recorridas pocas decenas de metros, los árboles pasaron a ser un verdadero bosque, y la carretera, con una pequeña ese, se adentró decidida en él. Era un bosque mixto de latifolias y angustigolias, caducas y perennes. Un predominio de pinos y abedules, pero también chopos, hayas, abetos y otras maderas en menor número. A 40 metros sobre el nivel del mar, a causa de la ya bastante elevada latitud, vegetaban especies que entre nosotros viven en torno a los 1500 metros y más. La carretera continuaba recta. Al poco, empezaron a surgir villas en medio de este paisaje encantado. Enseguida Irene frenó y embocó una verja a la izquierda. Habíamos llegado.
El encuentro con los padres fue bastante formal: de una formalidad amistosa. La madre abrió la puerta y retrocedió ligeramente, lo suficiente para permitir la visión del padre, que esperó al momento preciso en que yo estaba a punto de traspasar el umbral para levantarse del sillón, sonriendo discretamente. Siguieron las presentaciones. Así, fui invitado a sentarme en el salón. Los hermanos de Irene no estaban. A saber por qué, tuve la impresión de que iba a dar comienzo un examen. Bien, siempre es así. Personas que saben de ti solo por referencias, en el momento en que te conocen de visu, siempre te hacen pasar un examen. Obvio. El caso es que aquella vez, la sensación era de que el examen sería un verdadero y auténtico interrogatorio. Tanto así que empecé a justificarme, como en el colegio: “Estoy cansado, un poco confuso, he hecho un largo camino antes de llegar a Copenhague, he pasado por muchos climas…”
Y hubo interrogatorio. Materia: historia romana. ¡Ay! Difícil en italiano, hazte idea en inglés. Precisamente por culpa de la lengua, los términos menos conocidos de la cual son siempre aquellos que necesitas en los momentos en que deberías salir de un aprieto, el resultado fue penoso. Pese a que en mi fuero interno estaba orgullosamente convencido de saber del tema mucho más que aquel abogado civilista danés, parecí un estudiante no preparado tratando de aprobar por los pelos. Pero, qué carajo, el caso es que encima tengo un nivel más alto que lo escrito en la enciclopedia de este, pensaba. Cansado, estaba cansado. Confuso también. De pensar en inglés ni hablar, pero es que ni siquiera conseguía traducir en tiempo útil. Me embarullaba, como quien no sabe. Busqué refugiarme en la topografía de Roma antigua, donde habría estado sin duda más fuerte: “¡qué narices, he pasado allí cuatro años en estrecho contacto!” Nada que hacer. El padre de Irene, abogado civilista, hojeó las páginas de aquella su maldita enciclopedia que debía saberse de memoria, encontró el mapa de la Roma antigua y empezó a controlar cuanto yo decía.
El caso es que había en todo aquello algo que se me escapaba. El asunto en sí mismo. A ver: ¿por qué este buen señor tenía que acogerme con un interrogatorio?
Lo entendí más adelante.
Y un indicio lo habría tenido, si hubiese estado algo más lúcido, al final de aquel tormento. Fue cuando logré girar las tornas de mi incompleto dominio del inglés en mi favor, creando un torbellino de conceptos, un revuelo de opiniones, al demostrar querer refutar cuanto estaba escrito en aquellas páginas entre sus manos pero sin lograr –a causa de la lengua, justamente- explicarme prolijamente. Aquí el abogado, en lugar de atacarme frontalmente como habría hecho un profesor de verdad, se mostró muy perplejo y permaneció por largo tiempo pensativo. Hacia un extraño movimiento cuando pensaba, ya lo había notado: asentía con la cabeza. En aquel momento asintió mucho.
Viajaba con poco equipaje, así que no había llevado cadeaux de grandes dimensiones. Por otra parte, los pequeños, de costumbre, son carísimos, así que había optado por algo “simpático”. Un paquete- regalo de pasta italiana larguísima y multicolor. Una novedad que a las puertas de Escandinavia sería apreciada. Pensaba yo. No suscitó, cuando la entregué, los entusiasmos, aunque fueran de circunstancias, que yo habría imaginado. Extraño. “Oh, fine”, fue el parco comentario de la madre. El subsiguiente “Is it made in Italy? Yes, yes, it is” preferiría olvidarlo.
Total, algo no cuadraba: mejor dicho, muchas cosas. El extraño y repentino interrogatorio. El haber mostrado sorpresa cero por los spaghetti a la espinaca, a la zanahoria, a la tinta de calamar y normales que había llevado bien adornados con lazos verde, blanco y rojo. Si así se quiere, una pizca de mala educación en gente de un pueblo que de la educación y las formas hace una bandera.
Y otra cosa, que en el momento en que estaba haciendo una composición de lugar de aquellos primeros minutos en la casa del bosque de Slangerup se me concretó. Preparado para la frialdad nórdica, me había dispuesto también yo –ciertamente en la medida en que podía dentro de aquel estado de confusión que me había pillado- al control de las emociones, a la exteriorización moderada, al dejar hablar sin siquiera osar pensar en poder interrumpir. Excepto en el tercer punto, por otro lado, en los otros dos me las apaño bien de manera natural: a menudo no soy tomado por italiano, de hecho. Pues bien, la impresión que estaba tomando cuerpo en mí era que ellos, los daneses, criticaban aquella actitud mía. ¡Quién sabe!
Cuando has encajado dos goles y buscas la remontada, lo que de ningún modo debes hacer es un autogol. Te desfonda, te hunde definitivamente. Claramente regateé a mi portero. Fue cuando nos sentamos a la mesa, la maldita enciclopedia siempre allí al lado. Tenía dos goles en el saco, jugaba en inferioridad numérica, el cansancio me reventaba y hasta el árbitro la había tomado conmigo. Pero la conversación por fin lo era, el ambiente más distendido. Me mostró el vino (creo que correctamente ya abierto, tratándose de un tinto), me preguntó si bebía.
Yes, please, just a bit.
Lo sirvió cómodamente sin levantarse, llenó todos las copas. Por suerte, había reaparecido Irene, que había ido a cambiarse. Todos estábamos a la mesa, ahora. Una palabra a la derecha, una a la izquierda, una sonrisa, un esfuerzo de meninges para entender a Irene, que habla un slang a dosciento veinte por hora. Estrés. Salvación para aquella recaída repentina en la ansiedad: el vino.
Se me ocurrió que un trago podría reponerme. Tomé el cáliz, lo llevé a la boca. Justo en el momento en que los labios se mojaban del fruto de la tierra y del trabajo del hombre, se hizo el silencio general y el abogado se aclaró la voz: yo era el único que había tocado algo: no se podía antes del discurso. No se hace. Por supuesto que no se hace, y ¿quién jamás lo había hecho antes? El abogado esperó con embarazo a que dejase la copa, ahora ya, no obstante, desflorada. Así, tomando el suyo en la mano pero dejándolo a media altura, y prontamente imitado por todos, pronunció un flemático exordio del que no entendí ni jota. Un papelón. ¡Las formas! 3-0, partido perdido.
Después de cenar, bajamos al jardín, La casa era de piedra, tampoco muy grande, vista desde fuera. Desde dentro, me la había imaginado más espaciosa: toda revestida de madera, pavimento y paredes. No sé qué madera era (haz cuenta, en el estado de confusión en que jadeaba…); era más bien tendente al rojizo, pero quizá más por las sustancias que la impregnaban que por su color natural. Los ambientes principales estaban todos en el primer piso. Las ventanas del salón enmarcaban rincones del bosque y las ramas de los árboles llamaban suavemente, agitadas por el viento, a los cristales. En el jardín, de aspecto “natural” con los mismos árboles que el bosque, encontré al único ser del que recibí solidaridad y comprensión: el perro. Lo abracé; además echaba de menos al mío.
No puedo negar que, de camino a la cama, pensaba haberme equivocado habiendo ido hasta allá arriba.
Me despertó un dulce gorjeo de pájaros. Retomado el contacto con el mundo puse los sentidos en modo “día”, suspiré: me sentía bien. Los residuos de la fatigosa jornada precedente, superados. La habitación de había llenado de una luz que los reflejos de las hojas, ondeantes al viento allí rozando cristal, volvían vagamente verdosa. Con el ascenso del sol, ahora ya bastante alto, las charlas de las aves iban en aumento. Antes de salir de la cama quise controlar la hora, con el temor de haber quedado mal por enésima vez, levantándome demasiado tarde. Busqué el reloj sobre la mesilla de madera, leí la hora. ¡Las tres y cincuenta!
Las cortas noches veraniegas del norte golpeaban de nuevo. Pasé una media hora en vela y con el cerebro rumiando sobre la tarde anterior (los malos recuerdos habían aflorado en cuanto me percaté del error); después concilié de nuevo el sueño.
La segunda vez que me levanté el horario era el correcto. Aunque tampoco es que el sol se encontrase mucho más alto, la verdad. Nos juntamos en la cocina para el desayuno y me preguntaron qué me apetecería hacer ese día. Decidimos visitar enseguida Copenhague: después nos pasaríamos a hacer algo de compra y a recoger al ingeniero y a uno de sus hijos (el otro trabajaba en Róterdam) por la estación, ya que seríamos nosotros, Irene y yo, los primeros en recoger el coche del párquing.
Salimos. La madre nos miraba con prematura nostalgia desde la ventana. Yo hice un vago gesto, a medio camino entre una cierta complicidad, la confirmación del saludo ya expresado de palabra y el “O.K. quedamos así”, y me monté en el coche. Conducía Irene, el padre me cedió cortésmente el asiento de delante. Apenas me hube sentado, comencé instintivamente a escrutar el sotobosque, para ver bien cómo era. Por suerte, me había acordado de abrocharme el cinturón de seguridad. Metida la primera, tuve la impresión como de que hubiese agitación a bordo, pero no hice caso, hasta que vi cuatro ojos mirándome fijamente, mientras las manos a ellos pertenecientes se agitaban frenéticamente fuera de las ventanillas en señal de saludo. Desde la ventana, la madre lo devolvía con énfasis. Parecía que nos fuéramos a Siberia: lo cierto es que íbamos simplemente a la ciudad, como (ellos) cada día. La orden de aquellos cuatro ojos era perentoria: “¡Hazlo tú también!”. Lo hice, con fervor de neófito.
El Puerto de los Mercaderes (Køben havn) se mostró en otra magnífica jornada de sol. Vimos las arquitecturas de Amalienborg, hicimos el interesante recorrido de los canales sobre el barco turístico, con Irene mostrándome naves y almacenes mientras me explicaba que esta la había vendido, aquella otra alquilado, se había encargado de la transformación de esa otra…Vamos, que me mostraba todo aquello objeto de su propio trabajo comercial. Yo registraba la información pero sin entrometerme en los detalles de su actividad. No me incumbía quién hubiera comprado, vendido, por cuánto, etc. Discreción, es lo que consideraba que debía mostrar. Y en cambio Irene parece esperar alguna incursión por mi parte e incluso parecía quererla provocar. Extraño.
Ya fuera de la ciudad, cogimos el coche de delante de la estación y nos trasladamos al centro comercial. Había que hacer unos pocos kilómetros de autopista. Irene se metió, pero yo veía que algo no iba bien: murmuraba para sí, hacía pequeños gestos –muy contenidos- de contrariedad, después alzó poco a poco la voz: “Pero mira a ese, ¿qué hace?” Y después:” ¡Pero está loco o qué!” Y luego: “¡Venga, ¿y qué más?!”
Me eché a temblar pensando que la tomaba conmigo. ¿Y yo qué había hecho? Por otra parte no había nadie en la carretera, solo un vehículo 60-70 metros por delante; íbamos a unos 70 por hora, no veía otro culpable aparte de mí. Y para colmo otro problema. El inglés lo hablo con soltura, he recorrido el mundo sin demasiados problemas lingüísticos, a quienes no tienen el inglés como lengua materna los entiendo perfectamente cuando usan el idioma de Shakespeare. A todos. Excepto a Irene. Creo que Irene piensa que soy un negado para los idiomas.
“¿Otra vez?”
No, esta vez de verdad que no había hecho nada. Me atreví: “¿Pero qué pasa?”
“Mira a ese, ¿te parecen maneras de conducir?”
Increíble. La había tomado con el que nos precedía, el cual, efectivamente, llevaba un trayectoria un tanto sinuosa; nada que, a aquella velocidad y distancia, pudiese inquietarme a mí, acostumbrado al tráfico romano e italiano en general. Ni aposta hubiéramos chocado. A mi modo de ver, no al de las reglas de la safety escandinava.
¡Qué le vamos a hacer! Un país de verdad lejano…
Enseguida, el supermercado desmintió brutalmente esta opinión. Sencillamente porque, empujando el carrito entre los pasillos, repletos de envases de todo tipo, de repente me di de bruces con un enorme aparador. No podía creerlo. Y el caso es que no, no estaba en Ciampino, estaba en los alrededores de la capital de Dinamarca.
En lo alto destacaba un hermoso cartel con el rótulo “Buitoni”. Debajo, más y mejor pasta que al lado de mi casa. ¡Larga y corta, lisa y rayada, para sopa, lasagna, canelones, con espinaca, con tomate, con tinta de calamar, normal e integral! Cientos de paquetes, de distintos pesos: bolsas de medio kilo, bolsitas para el caldo, paquetes de cinco kilos. Un altar triunfal para la cocina italiana. Primorosamente decorado. Ahora comprendía por qué mi “original” presente no había suscitado grandes entusiasmos. ¡Paquetes de pasta tricolor los había para dar y vender! Y pensar que en Francia o en España, por ejemplo, nuestras hermanas o primas latinas, no había visto nunca nada parecido. Algo empezaba a no cuadrarme.
Algunas tardes después, toda la familia esperaba expectante la fiesta de cumpleaños de una prima de Irene. Fui unido a la invitación. Fuimos a Lindby, una auténtica zona residencial de Copenhage: la party tenía lugar en un chalet de una planta, tejado plano y grandes ventanales correderos que dejaban entrar abundante luz. Típicas de la arquitectura americana de los años 60. A menudo tienen la bandera nacional, estrecha, larga y farpada, plantada en el jardín. Dicen que es la más antigua del mundo, dicen que le tienen mucho apego.
Fui presentado a Lizette, la homenajeada dueña de la casa. Los huéspedes eran en su mayor parte agées y constituían una especie de gran familia, en la cual no obstante eran quizás mayoría los pertenecientes a la categoría “grandes amigos de toda la vida” antes que a la de “parientes”. Irene me explicó que muchos de los presentes habían vivido largas temporadas en el extranjero. Por otra parte, como ya sabía, también su familia era “extranjera”: su padre, en Rodas, se había casado con la madre, griega (de hecho Irene es medio danesa y medio griega, tiene la carnación algo oscura y cabellos corvinos, cosa que, allá en aquella tierra gélida, encuentra sus admiradores…). Lizette, por su parte, se había casado con un libanés. Entre los amigos había un chico sudafricano, un reportero gráfico, el único extranjero presente aparte de mí. Dos sobre unos sesenta.
A la luz de numerosas velas la fiesta comenzó. El inicio fue formal. Un señora con la falda hasta el suelo, como las de las criadas de la mojigata Disneyland, se plantó en el centro de la sala y pronunció una larga frase llena, como siempre, de las vocales y de los gorjeos que caracterizan al idioma danés. Luego hizo una pausa y continuó: “I begin to speak in that I am Lizette’s godmother. We have two foreign guests between us, so we shall speak English tonight...
“Tomo la palabra en calidad de madrina de Lizette. Tenemos dos huéspedes extranjeros, así que, esta velada, hablaremos en inglés…” Y se continuó en aquella lengua durante el resto del discursito, los aplausos, y la breve réplica de Lizette. Tras lo cual, pensaba , la cosa terminaría. Me vino a la cabeza la idea de que tanto Lizette como su madrina fueran dos frígidas obsesionadas por todo lo relacionado con el sexo. Pero igual era solo la educación protestante y la incapacidad de adaptar un gusto moderno en el vestir a la pretendida solemnidad. Ahora se entregaban como dos vírgenes coleando entre los parientes.
Pensamiento estúpido, hijo de una prolongada obnubilación del intelecto.
Dejando desfogarse a los daneses, me adelanté hacia la mesa del buffet, ante la cual todo pueblo es igual. Había una pareja que se afanaba con los habituales extraños equilibrios entre los platitos y vasitos de papel mientras conversaba. Pasé al lado y ¡anda!, hablaban en inglés. Dos señoras rubicundas pegadas a la mesa se hacían felicitaban mutuamente, en inglés. Alrededor de una mesita, se había suscitado una discusión, creo que sobre la pasión marinera de uno de los contertulios, ¡en inglés! Todos ellos hablaban conmigo, con el reportero gráfico, y sobre todo entre ellos en inglés (más bien en americano). Me pareció increíble.
Pase el bilingüismo: un pueblo de comerciantes aprende por fuerza el idioma que se habla en los mercados. Ahora bien, tan extremada cortesía…aquello era demasiado.
Pero era yo, que lo veía desde el punto de vista italiano.
En aquella velada, que perfectamente habría podido transcurrir en Maryland, mientras miraba de reojo al personal, sustrayéndome a sus miradas alentadoras, mientras lograba instalarme junto a la ventana, libre de los obligados formalismos, se me abrió el resquicio para entender correctamente tantas cosas de aquellos pocos días daneses. Comprendí mi error: era como si leyera el árabe de izquierda a derecha en lugar de hacerlo, correctamente, al revés.
Sabiendo que habían de recibir a un italiano, los daneses se habían puesto en modo “Italia”. De la cual toda Dinamarca tiene una gran opinión, empezando por la comida: no hay más que ver los grandes aparadores de pasta en el supermercado. Para los nórdicos daneses, Italia es la cálida tierra de la armonía, del buen vivir. Vale, sí, también de los ridículos latin-lovers; pero oye…
Es extraña, percibí en aquel súbito instante de verdad, la relación de los daneses con Italia: saben todo sobre ella, pero se les escapa el sentido último. También a Irene: ama la sólida genialidad arquitectónica del Panteón, pero no logra apreciar la seducción de la Trinità dei Monti (claro que cometió un eror garrafal; mejor dicho, lo cometí yo: no le propuse ir al atardecer, y fue por la mañana).
Y he aquí revelándose el porqué de la actitud de abogado civilista aquella primera tarde.
¡Era para él!
El interrogatorio era para él: necesitaba constatar si estaba a la altura del huésped, justamente sobre el terreno de este. Había pasado días enteros repasando y profundizando en las nociones del instituto sobre aquella maldita enciclopedia suya, y ahora estaba preparadísimo. Por eso no me había contradicho en el momento en que yo parecía refutar cuanto estaba expuesto en su fiel tomo, y en cambio se había puesto a pensar con perpleja y vacilante expresión.
Pero eso no era todo.
Empezaban a encajarme todas las piezas de aquella relación iniciada de un modo un tanto difícil. Irene que esperaba que yo bajase precipitadamente del tren, la sorpresa porque no me desmadré en expresivos saludos cuando nos íbamos con el coche, la crítica evidente a mi actitud comedida, hablando poco y en voz baja. Por otra parte su nordicidad, que afloraba en los discursitos, en la seguridad vial, en el exceso de banderas. Incluso la madre de Irene, griega de Rodas, tras una larga vida en Dinamarca, superada la dura prueba de la aceptación inicial (a lo mejor aún no lograda), se había convertido, o así lo mostraba, en más danesa que los daneses.
Total, de mí, italiano, esperaban que hiciese de italiano. Que trajera el jaleo, el ímpetu mediterráneos. Donde se sabe vivir, ¡qué carajo!
Suerte la metedura de pata del vino: les había satisfecho un poco.
Pero lo cierto es que, en vez de desbloquearme, esta adquirida certeza, unida a la deficiencia de mi inglés respecto al de Irene (que habla seis lenguas: la suya, inglés, francés, alemán, griego y sueco) me intimidó mucho. Pese a todo, seguía sintiéndome constantemente sometido a examen, como un colegial que siente que el profesor no le quita ojo.
Hablaba muy poco, tratando de medir y comedirme. La verdad es que no debí ser muy buena compañía. Irene, lógicamente, se puso de morros; y yo me doy cuenta ahora de que nunca le he explicado el porqué de aquella actitud mía.
(Espero haberlo remediado cuando vino a la Toscana y, de vuelta de San Gimignano le enseñé a canturrear en romanesco: “Onzi, onzi, onzi – a Poggibbonzi so’ tutti stronzi”, divertidas rimas que me enemistarán con la pequeña ciudad…
Creo que aún se acuerda. Me las ha repetido en más ocasiones, hasta por teléfono; aún escucho su voz políglota repetir “Onzi, onzi, onzi…”
Voy a llamarla.
No, se me ha adelantado, me está llamando ella.
Se casa.

Así pues Irene se casa.
Aunque solo me conoce a mí, invita a toda la familia, a más incluso de cuantos imagina.
Iremos a Copenhague. Lo decidimos de inmediato. Iremos y nos vestiremos de punta en blanco, para no desmerecer. Habrá daneses y griegos, no irán a ser los italianos los que se vistan como para no honrar la ceremonia.
Es bonito estar invitado a una boda en el extranjero. Es bonito que te llamen para participar en una fiesta tan importante. Aún lo es más cuando ni siquiera eres un pariente. Te sientes realmente querido, aunque una vez te bebieras demasiado pronto el vino y te cerraras un poco…
Aunque el rito se desarrolle en la Sankt Johannes Kirke y sea luterano. Vamos, en todo caso protestante. O sea, que sabremos cuando comenzará porque cuando entra la novia empieza. Con toda probabilidad nos enteraremos también de cuando acaba porque cuando los novios salen se ha acabado. Más difícil será entender lo que ocurre en medio. En gran parte por culpa de la lengua; encima el celebrante parecerá que habla en japonés. En gran parte también por el hecho de que aquel hablará sin parar y más o menos siempre con el mismo tono. Él hablará, se cantarán cantos, habrá un cambio de posiciones entre los contrayentes y sus acompañantes en el altar, él hablará, se cantará, hablará, hablará, se cantará, hablará, y los novios se dirigirán a la salida por entre las alas sonrientes y emocionadas de todos nosotros. Sí, pero ¿en qué momento se habrán casado? Nada de “puedes besar a la novia”. Nada de aplauso (¡menos mal!).
Sankt Johannes Kirke está en el interior del ángulo agudo formado por Nørre Allé y Blegdamsvej, que confluyen en Sankt Hans Torv. Es el barrio donde ya viven Irene y Carl, con su hijo Paul, el pequeño Paul que hará de paje en la boda con un trajecito azul. En una sala del centro parroquial, en la parte trasera de la iglesia neogótica de ladrillos rojos, en cuanto acabe la ceremonia religiosa se ofrecerá un refrigerio para los amigos menos íntimos, vecinos de casa, conocidos. Y algo resultará evidente. Entre nosotros, en las bodas se viste uno con ropa de competición; entre ellos, con ropa de ceremonia. La diferencia será visible. Pero nuestras ropas habrán aportado también un toque divertido. Pero vamos por partes: primero el refrigerio para el círculo más externo, los que no estarán en la recepción de la noche. Una agradable atmósfera de gente contenta por la felicidad de los novios y de sus familias. Constataré que los ambientes parroquiales tienen todos la misma luz, sea cual sea la confesión. La tarta con la foto glaseada de ella y él me incomodará un poco: ¡comerse un trozo de Irene da reparo! Conoceré finalmente al hermano de Róterdam, de vuelta en Dinamarca y también realmente simpático. Reencontraré a Lizette, nada cambiada. Lástima que Irene ya no frecuenta a la amiga Simone, una pena, me caía muy bien, con su alma presta a perderse. Los padres serán encantadores, como años atrás y no recordarán el desastroso interrogatorio. La mamá permanecerá mediterránea pese a tantos años al frío, el papá estará orgulloso de su bella hija y me parecerá realmente contento de que hayamos venido. Ambos, como todos, no podrán no percatarse de cómo vamos vestidos. Lo habrán notado ya de mañana los habitantes de Copenhague.
Dará la casualidad de que aquel mismo sábado de finales de mayo habrá una boda real. Salir del hotel a una esquina de la calle delante del Kastellet para fumarse un cigarrillo con el rostro medio en penumbra por una lindísima pamela negra, con zapatos Les Tropeziènnes tacón 12 cm, y un adorable vestidito apenas aderezado con un cache-coeur que abriga los hombros con innata elegancia llamará la atención. Recién salido yo también, oiré el click de las cámaras de fotos. Una invitada a la boda del príncipe, a la espera del coche que la trasladará hasta el helipuerto cercano (det Kongelige Bryllup se celebraba en casa de ella, en Jutlandia), es fotografiada. Y yo reiré.
Nosotros en cambio tendremos la suerte de participar en el de Irene y Carl y poder conocer a mucha gente simpática. Tras unas horas libres al comienzo de la tarde –qué gran idea-, al anochecer tendrá lugar la recepción oficial en un edificio histórico no lejos de nuestro hotel. Me encantará la foto de los novios con todos los invitados en la escalinata de honor, que sube a la planta noble con un par de vueltas. A la mesa con los italianos, daneses, como era de esperar, griegos, suecos, colombianos. El único problema compartir los cantos, aunque eso revelará mucho de la lengua danesa, que escribe bastantes consonantes pero que pronuncia pocas. Y la única vez que intente participar en el coro, gritaré “¡Hurra, Hurra!”, tras haberlo leído así en el libro de los cantos. Lástima que los demás no pronunciarán prácticamente la erre y así, los míos, bien afilados, sonarán en medio del general “¡Uá, uá!”.
Pero esa noche me iré a dormir feliz, tras haberme fumado el puro obsequio del hermano de Róterdam. La tarde siguiente Elena vendrá a cenar con nosotros, como también ella, la novia, había venido a buscarnos al aeropuerto.
Irene, eres grande. Espero que recordarás todavía “Onzi, onzi, onzi…”