Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
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Stonehenge

28.04.2014 14:04

Hay una carretera que corta las colinas calizas del Wiltshire peinadas de verde. Es una carretera bastante recta y por ello sujeta a un casi continuo sube y baja. Cada poco un pequeño bosquecillo finge interesarse por los automóviles que se deslizan en el aire húmedo, animales paciendo rumian con desdén sobre su propio formar parte de un paisaje flemático.
Recorría esta carretera en dirección oeste un día de septiembre. Lluvia, evidentemente. Mientras conducía, debía prestar atención a centrarme en el carril de la marcha. Llevando un auto con el volante a la derecha, lo difícil de conducir por la izquierda no es tanto el acercarse a ese lado y permanecer en él cuanto el colocar el coche a la justa distancia entre el arcén y la mediana.
Conduciendo, uno acaba por hacer abstracción del carril, tanto si está a la derecha como a la izquierda, y a considerarlo como una especie de tubo que recorrer. Poco importa entonces si los otros automóviles discurren por la izquierda o por la derecha: basta un poco de atención en los cruces y en las rotondas. La cuestión es que estamos acostumbrados a regular nuestra posición, en el interior de ese tubo, sobre la base de la posición de nuestra persona; es decir, con el volante a la izquierda de la cabina, estamos acostumbrados a que precisamente a nuestra izquierda aún quede un metro-metro y medio entre nuestros ojos y el centro de la calzada, mientras que a nuestra derecha dejamos esos dos metros y medio de distancia con el borde de la carretera. En el Reino unido hice lo mismo, instintivamente, lástima que esta vez, en el metro que dejas a tu izquierda, no esté solo la puerta, sino todo el resto del coche, que así viene a dar con las ruedas fuera de la vía. ¡Que la tienes toda al otro lado! En Bognor Regis, la tarde anterior, había roto el retrovisor de un coche aparcado.
Blancas empalizadas me saludaban mientras me deslizaba por el asfalto empapado. El landscape me parecía apenado. No estaba de buen humor; las cosas, en aquellos días, no iban como yo había previsto. Antes que refugiarme en otra pinta de stout había alquilado el coche y había marchado a dejar amplificar mis pensamientos en el vacío de la campiña. Me había puesto alguna meta, simbólica: la primera, Bognor Regis (“A well-known Bognor restaurant owner disappeared early this morning...”). Después Oxford, la Catedral de Canterbury, el puerto de Dover, Hastings y Battle, el Hombre Largo de Wilmington, Stonehenge.


Stonehenge se me apareció de repente, achatada por efecto de la perspectiva, justo enfrente de la carretera. Me quedé sin respiración. Sentí una emoción intensísima. ¡Las piedras colgantes! Las había visto en fotografía, había hilvanado en ellas las historias de mis juegos, luego las había estudiado...Ahora estaban allí, sencillamente inmanentes, después de una vida de trascendencia dentro de mí. La garganta me oprimía. Lloré lágrimas de conmoción y pensé ¡lo he conseguido! Como si hubiese logrado yo qué sé qué.
No me había dado cuenta de que había llegado a un cruce con el tráfico regulado, y  me encontraba en el carril equivocado y corría demasiado. Me lancé a los frenos, el coche derrapó ligeramente, la rueda anterior derecha pilló un aquaplaning, pero de todos modos conseguí detenerme. Los otros dos únicos automóviles presentes estaban llenos de ojos que me miraban sorprendidos e indignados. Hice un italianísimo gesto de “sorry” que, me parece, no fue tampoco comprendido. Enderecé, proseguí y aparqué sobre la hierba, o mejor dicho, en el barro. Esto es lo que tienen, los británicos. Dejan inundar el centro de Londres con una colada de cemento, cristal y hierro (y el Príncipe de Gales solicita a Italia el Palacio Farnesio de Caprarola para instalar en él una escuela de arquitectura para arquitectos súbditos suyos: que aprendan), ahora está también la Noria del Milenio; pero después quieren permanecer naíf hasta el extremo, por lo que chapotean elegantes en la hierba incluso en las recepciones mundanas, y no te pavimentan una placita para aparcar ni aunque la mismísima hierba estuviese pidiendo ser aplastada.
Bajé, y me encontré ante la vigilante del English Heritage, con su capote verde, el emblema rojo sobre el brazo y los chanclos. Había seguido la escena de mi aparatosa llegada y no me quitaba ojo.
No, si también era dulce, aunque revelara, en sus movimientos y complexión la actitud del scrum del rugby: simplemente cumplía -un poco tontamente- con su deber.
Llovía una lluvia inglesa a más no poder. Para mí. Para ella no. Parecía no darse ni cuenta. En aquella isla tienen una relación fraternal con el agua que baja del cielo. En el Gatwick Express, el carísimo trenecito que te hacen tomar desde el lejano aeropuerto londinense del cual su nombre (hay otro que tarde 40 minutos en vez de 30 y cuesta mucho menos, pero no lo publicitan), me encontré escuchando la conversación entre una chica londinense que estaba conmigo en el avión y dos marido-mujer gordinflones canadienses. La chica explicaba, con minuciosos detalles, la locura colectiva que ataca a los italianos a las primeras gotitas, todos corriendo torpemente, buscando resguardarse echándose por encima el cuello de la chaquetas , o abriendo estorbosos paraguas antes de haberse cerciorado siquiera de si aquello era agua o la meada de un pájaro, y estaba sinceramente estupefacta. En Southampton Row, Bloomsbury, llovía a cántaros, me crucé con un tipo que llevaba una pequeña lámina de metacrilato. En un caso así, cualquiera de nosotros, italianos, habría sostenido la lámina sobre la cabeza para resguardarse todo lo posible. El londinense no: ¡él la llevaba bien pegada al pecho, caminando inclinado hacia adelante como para protegerla! Pues igual la vigilante de English Heritage: imperialmente, aunque también ligeramente cómica, impertérrita a cabeza descubierta bajo la insistente acción meteorológica.
Pero, a pesar de todo aquello, Stonehenge estaba allí delante, las piedras colgantes respiraban la humedad a 70 metros de mí. Banalmente visibles a través de la cerca metálica que flanquea la carretera. Todo lo que rondaba por mi cavidad craneal acerca de la Gran Bretaña y de los ingleses quedaba clamorosamente fuera de lugar. Aquí no estaba uno en la llanura de Salisbury, en la Inglaterra meridional, aquí estábamos en una puerta del infinito. El llano estaba, está, wide open hacia el Este, totalmente receptivo a toda trascendencia. El misterio flota físicamente, a pesar de los japoneses riendo y disparándose (fotos). No hay un turismo de masas, que de todas formas se intuye que existe, que pudiera echar a perder el todo esta atmósfera mágica.
O tal vez era solo un incurable romántico. Una vez más.
Entré, bajo la mirada inquisidora de la vigilante. Aunque la hora miraba más bien al ocaso, la apertura a la espiritualidad hacia el Este irradiaba una luz pancósmica, admitiendo que esta palabra signifique algo: pero tal era, sin duda, aquella clara grisura viva de inmaterial fuerza. Hela aquí, una palabra que significa algo, en Stonehenge: fuerza. Los círculos de las piedras colgantes son fuerza, aparentemente no manifiesta, y, sin embargo, pronta a desencadenarse apenas se les conceda una diferencia de potencial. Es, de hecho, una energía inmota la que poseen, pero como reconozcan un salto, una posibilidad de liberarse, la emanan con una fuerza formidable. La potencia de las piedras colgantes te la hace entrar en las vísceras. Ya no te liberas nunca, permanece en tu vida como un aliento que sopla discreto dentro de los pensamiento más imprevisibles. Aquella roca transportada misteriosamente desde lejos se te graba en las entrañas.
Comencé también yo a chapotear en la hierba. La vigilante se había reunido con un colega suyo. Tuve la sensación de que me estaba señalando, quién sabe. No tenía claro si era guapa o no. Rubia, agraciada de cara, pero la imagen de jugadora de rugby permanecía en mí. Por otra parte, aquel capote verde le cubría el cuerpo sin permitir adivinar si realmente era corpulenta: en el fondo, puede que tuviera el pecho grande e hiciera que le quedara ancho el impermeable. Seguramente, vestida de mujer, habría ganado puntos de manera exponencial. Y eso que las piernas, también escondidas en las botas, no parecían para nada esbeltas, a menos a nivel de las pantorrillas. En suma, la típica inglesa, un poco nata (a veces ácida) un poco roble (a veces en flor, escondida).
La lluvia arreció y el viento, frío, la metió por todas partes. Mi cazadora, elegante e italiana, se reveló evidentemente incapaz de hacer frente a los elementos y se caló en un instante. La vigilante del English Heritage, perfectamente seca bajo el capote y los chanclos, ofrecía impertinente su rubia cabeza a la furia del tiempo. Los cabellos se le habían pegado a las mejillas, pero parecía no darse cuenta o, a lo mejor, advirtiéndolo, no lo consideraba relevante.
No éramos muchos. Había los clásicos visitantes que hacen ver que conocen cada piedra (aparte de confundir los círculos de arenisca con los de turquesa): había un par de chicas-japonesas-con-las-piernas- torcidas-riéndose, isleños en shorts y gorro barbour, una familia entre la alegría y la excitación de la excursión, yo; y mis pesados pensamientos. Estos últimos todavía más molestos que los turistas sabihondos y los chiquillos de la pequeña, boba familia.

Luego, ya en el interior del perímetro de las Aubrey Holes, atraído por el habitual invisible imán  de estas circunstancias, o quizás impulsado por las mismas piedras miré hacia el este: y vi el Este. Creé la diferencia de potencial, la fuerza de los círculos de piedras colgantes explotó a mis espaldas y penetró en mí. Fue un auténtico acto de violencia, pero placentero. En honor a la verdad, incluso buscado. ¿Qué otra cosa había venido a buscar en Stonehenge sino ser objeto de su violencia? Un clavo saca otro clavo, dicen. Y de hecho, aquellos pensamientos indeseables, por fin se fueron.
En el aire se percibía vagamente el olor monótono pero evocador del Atlántico; llegaba a saludar a las piedras que hacía tiempo no veía. Entregué, pues, a unos indefinidos escollos de Cornualles mis tristezas y me dejé invadir por la magia. Que se difundió metódicamente. Que me hizo, por fin, no sentir ya ni siquiera el frío. Que me movió a volverme y de nuevo cruzar, con expresión de beatitud, la mirada con la vigilante, que se había desplazado, ella como yo, a la parte diametralmente opuesta a la entrada.
Mientras tanto, su colega anunció la hora de cierre e invitó a los visitantes más alejados a irse acercando a la salida. También la mía se había situado de tal modo que me impedía ir más allá por el sendero. Los cabellos rubios cada vez más pegados a la piel. Yo le estaba dirigiendo una mirada grave, como la de un basset-hound al regreso de una fatigosa batida. Quizás le era familiar. Quizás había comprendido todo desde el principio.
Easy, sir, same old story with the stones...”
Oh no, yes... No, me...”
Pillado. Otro soñador. ¿Cuántos van hoy?
Me encaminé a paso rápido y con la cabeza gacha hacia la verja de entrada. De nuevo levanté un poco la barbilla y miré en dirección al este. Solo pesadas nubes otra vez. Un poste de la luz o del teléfono a mitad de colina. El frío había vuelto. Shit! Total, al fin y al cabo, ¿qué era esta Stonehenge?
Me volví, primero hacia el sur, luego hacia el oeste, alcancé la reja. Me volví hacia mi derecha, pero al otro lado de los círculos de las piedras colgantes la vigilante no estaba.
¿Dónde está?
La lluvia cesó de golpe, como si se hubiera acabado la carga del balde. Volví súbitamente la cara hacia la otra parte, hacia el este. Una figura hierática se recortaba luminosa sobre el filo del Este abierto al infinito. Los cabellos rubios, sueltos y secos, ululaban al viento, golpeados por un rayo del sol poniente, tras haber atravesado mágicamente les piedras. Estaba llena de fuerza. Mi mirada encontró sus ojos.
Abrasaban.