Recuerdos de viajes de un italiano escondido

de Enrico Proietti

Traducción de Magdalena Álvarez
___________________________ . silenzi@live.it

Venezuela

03.12.2014 00:00

Aquella noche jugué al dominó con el chaval de la posada a la luz de la lámpara de gas e, increíblemente, teniendo en cuenta que yo no practicaba mucho ese juego mientras que para él debía ser el compañero de más de una velada, gané.
Se estaba en un islote de Los Roques, un archipiélago volcánico de unos 300 coágulos en el Caribe meridional, mar adentro de las costas venezolanas. Solo uno estaba habitado por una comunidad de pescadores; sobre otros dos o tres, tal vez cuatro, había alguna que otra casa de veraneo (de apoyo para la pesca, creo) y rudimentarias estructuras de alojamiento y turísticas. Desde allí, chicos de la ciudad que trabajaban para arañar algunos dineros para pagarse la universidad o, sencillamente para las salidas nocturnas, te llevaban en barca en busca de las mejores playas. ¡Y qué playas! Los colores del mar son los más intensos y densos que haya visto jamás. Todo el archipiélago se extiende en el interior de un cordón coralino crecido, según creo, sobre el borde de la caldera explosionada del volcán y que hace de barrera a las marolas. Uno cree entrar, más que en agua, en un fluido vital capaz de regenerar. La sopa primordial no debía ser muy diferente. Es un líquido mágico y arcano, cálido, con el que tuve una relación sexual dulce y lenta. Sí, tal cual: empujado por el ritmo discreto pero incesante de la resaca mínima de la playa blanca, embelesado por la melodía de silencio tímidamente ventoso, me abandoné relajado al elemento turquesa de infinitos reflejos esmeralda, di libertad al deseo y fui correspondido, sintiendo la misma emoción y la misma plenitud de una relación sexual de amor. No quería terminar.
El mar y las playas de Los Roques son indescriptibles. No se puede hacer más que vivirlos. Cada islote tiene sus características. Está aquel con la barrera coralina al alcance de la mano, donde te sumerges en apnea y, estando atento a no tocar el temible coral de fuego, simpatizas con peces de mil colores. Aquel otro con la vegetación particular, con florecillas poco exuberantes pero de intensas tonalidades. Y uno donde puedes ver al inofensivo tiburón martillo, el único que penetra en el recinto del archipiélago, y otro que…
En una playa entre las más bellas, se planteó el problema de comer. Fue inmediatamente resuelto por el muchacho que pilotaba la barca (una lancha neumática accionada por dos motores de 75 caballos cada uno, que le hacían alcanzar no poca velocidad, lo que permitía visitar más islotes en una sola jornada). Se sacó del bolsillo unos tres o cuatro metros de hilo de nylon al que enganchó un anzuelo que llevaba consigo. Excavó un poco donde la arena empezaba a ser tierra, ensartó un gusano en el anzuelo y, así con la mano, lanzó el rudimentario sedal al agua. Al cabo de media hora teníamos un botín de cinco o seis grandes pargos.
Una isla, el aeropuerto: no, no está en ella el aeropuerto: es el aeropuerto, en tanto que está toda y únicamente ocupada por la pista para aviones turísticos, que empieza y acaba en el mar. Nada más descender del avión, en vez de en el bus-shuttle uno viene montado en barca. Aterrizando con el piper cuatro plazas, realmente me había parecido descender sobre el azul del agua.

Volví a pensar en todo esto en el efímero momento en que saboreé el placer de aquella fútil victoria. Sí, efímero y futilidad caracterizan a las cosas humanas en aquel mundo fértil, en aquella expresión de vida de ciclos larguísimos, como del tiempo primigenio.
¡Oh, el tiempo! Cuánto tiempo hay en Los Roques. El sitio ideal para esconderte con la mujer que amas, donde hacer, dar y recibir amor. Crisol de elementos vitales, todos bellísimos. El aire purísimo y luminoso, el agua sexuada, la límpida tierra incontaminada: el fuego celado, pero origen eruptivo de todo, y presente en la pasión.
¡El tiempo! Es increíble cómo nos falta en nuestras prácticas cotidianas (siempre corriendo, siempre teniendo que posponer algo) y cómo no se sabe de qué modo llenarlo cuando, como en Los Roques, no hay otro sino él.
Así, teniendo que pasar una noche en Los Roques sin tu mujer, juegas al dominó con el chaval de la posada. Y hasta ganas. Luego te acurrucas en el catre y eres feliz. Hasta que piensas en ella que no está.

Y hay que decir que en Venezuela, mujeres bellas las hay: es más, bellísimas. No por casualidad es a menudo una de ellas quien vence el cateto, pero sin embargo indicativo, título de Miss Mundo. Deambulando por Caracas, yendo a los bares de El Hatillo, la colonia residencial encajada en una cuenca más elevada de la ciudad (ya de por sí a una buena cota), las encuentras para volverse loco.
“Es la mezcla”[1], dicen los lugareños, la mezcla de razas distintas que afina y enriquece los rasgos. –Iraima encarnaba espléndidamente la belleza de la mezcla.
Padre persa, madre mitad blanca y mitad india: óptimo resultado. No era de aquellas que piensas poner en una portada sino de aquellas para llevar a Los Roques sabiendo que no te aburrirás. Y esa manera excitante que tenía ella de decir este nombre de Los Roques… Fascinante e inteligente, era a la vez fresca y alegre: la piel ambarina, parecía perennemente bronceada; los largos cabellos muy ondulados pero sin signo alguno de encrespamiento ni sequedad, sino abundantes y suaves; la sinuosidades justas, firme y sensualmente femeninas; el modo de moverse, que revelaba un fuego interior capaz de derretir un glaciar de la Patagonia o de hacer evaporar toda el agua del Orinoco. Toda la energía le rebosaba de los tizones que tenía por ojos: cuando te agarraban, te sentías atravesado de parte a parte, revolcado, agarrado y derribado.
Sabía ser dulce, Iraima. Sí. Cuando quería resultaba sensual. Pero…

-La llamé. Estaba aún en el trabajo. Me preguntó:
“¿Qué hiciste hoy?”[1]
“Bueno, he ido a El Hatillo, y...”[1]
No me dejó acabar. Mi respuesta a la pregunta "¿Qué has hecho hoy?" era incorrecta. Incorrecto decirle que había estado en El Hatillo sin ella. Explotó. Hasta por teléfono veía sus ojos disparando balas explosivas.
“¡Vamos a vernos ahora mismo!”[1]
La orden de vernos inmediatamente la cumplí, tratando de evitar iras mayores. Al verla, temí haberme equivocado.
“¿Cómo es que me hiciste esto?”[1]
“¿Eh?”
No había entendido. Ametrallaba las palabras y yo me perdía algo del español. Ella había frecuentado el Club Italiano, así que logró repetir en italiano.
“Come è che mi hai fatto esto?”
No supe responder. Sí, había dicho que me quería llevar a El Hatillo, es verdad, pero a la hora de comer no sabía qué hacer, así que, entretanto, había salido a dar una vuelta, había entrado en un bar a refrescarme con una Polar, y había vuelto a bajar a la ciudad. Nada malo.
“¿Cómo que no hay nada malo con eso, chico?”[1]
Lo había, algo malo, lo había. Sus labios, que sabía tan suaves, parecían cuchillas dispuestas a matar. No entendí una palabra, hablaba a ráfagas, pero el sentido estaba clarísimo. El Hatillo era un lugar bonito, humano, relajado. Pero era algo más: ella de aquel lugar había de ser la reina, y a su reino de dulzura, debía ser ella quien me llevara. Haber ido ahí solo, de elefante macho, le había impedido hacer esto por mí.
Mientras hacía fuego sobre mi insensibilidad movía las caderas y me pareció como si bailase un merengue. Me sentí un muchacho de barrio, su versión de las favelas, solo en la calle, viendo a esta merenguera y sintiéndome aún más solo por no poder bailar con ella. Luego se calmó, volviendo a ser promesa de miel.

La paz me costó la cena. Pedí una canoa de mariscos.
No sabía qué sería exactamente, pero la presencia de los mariscos me tentaba. En realidad, había probado ya la comida criolla, y al final, hasta le había cogido el gusto, ¿de qué otro modo iba a ser? El camarero se presentó, a su debido tiempo, llevando, en un triunfo culinario, sobre una bandeja, media piña humeante. La canoa de mariscos era precisamente media piña, abierta a lo largo, vaciada y rellena de una sopa de mariscos. Su sola vista me extasió. La superficie líquida estaba medio solidificada, parecía estar ligeramente gratinada. Este mórbido velo mantenía parcialmente sumergidos varios moluscos y otras delicias marinas. Un vapor perfumado de pescado, de especias, de hierbas y de fruta emanaba de este paisaje culinario. Con un renuente golpe de cuchara, rompí el equilibrio y empecé a saborear. ¡Resultó ser una verdadera delicia!
El jugo que aún destilaba la pulpa que quedaba se mezclaba con el caldo, uniendo el sabor del mar al de la tierra, el dulce al salado. La misma pulpa, a medida que comía, se descubría y revelaba empapada por el gusto de la sopa, ya de por sí excelente. La extraje con la cuchara como un poseso.
Y a ver,  me pregunto ahora por qué atribuyo tanta importancia a este plato. Tal vez porque me sorprendió mucho. América Latina nunca me había parecido una tierra de refinamientos culinarios. Pensaba más bien en la carne, mucha y abundante: de Méjico a Argentina bueyes y vacas proveen de lo mejor que se pueda pedir. Restaurantes de lujo, sí, cuantos se quiera, pero lujo yanqui o europeo. Cierta cocina mejicana, sugestiva, siempre me ha parecido una elaboración de más allá de Rio Bravo: y de todas formas, cae pesada, con sabores contundentes. Seguramente, de sabores contundentes es la cocina latinoamericana exportada, aunque, por mi parte, la haya conocido primero in situ y solo más tarde en Europa: chorizos en todas sus variantes de ultramar, feijoadas, asados, chili con carne, carne do sol, nachos, etcétera, etcétera. En definitiva, si quieres por la pobreza, si quieres por el colonialismo perdurable, nunca la habría creído capaz de ofrecer una canoa de mariscos.
Y de hecho, ¿no es un tanto simbólica? La combinación brutal de sabores que, pese a fundirse, dejan adivinar los propios orígenes, el ingenio en crear lo bello partiendo de las cosas más simples; todo muy emblemático de América Latina. O al menos de una de sus mitades. Es cierto, debería haber pedido también la otra mitad de la piña, conocer la otra realidad del continente. Debería; pero probablemente aquella media piña estaba ya podrida. Ya solo Venezuela es muchas cosas, no solo estas. Es también presentarse en un local juvenil de moda –tipo Hard Rock Café- y verse prohibida la entrada porque uno va con deportivas: no, nada que hacer, debes irte…hasta que demuestras que te alojas en el Eurobuilding, por ejemplo, y entonces te dejan pasar, considerando que, si puedes gastar un mínimo de 180 dólares por noche, eres un tipo que gastará también bastante en el local. En Caracas está el Club Italiano. Para entrar has de mostrar el pasaporte italiano: es cierto. La chica de Gian Luigi, anfitrión italo-venezolano, de familia asturiana, podía entrar porque su nombre estaba registrado como novia de italiano. Naturalmente, por italiano y español se debe entender la nacionalidad de procedencia: la mitad del país, tal vez más, tiene la doble ciudadanía. Dentro, tenía lugar un torneo de fútbol con los equipos llevando las camisetas de nuestro campeonato. Estaban la heladería, la pizzería, y todos los símbolos de italianidad en el extranjero. Todos hablaban español, claro.[1]
En una elegante librería de la zona comercial, algunos tipos brindaban ante los periódicos que anunciaban la imputación de Craxi. No parecían fans de la honradez: más bien me dieron la impresión de ser viejos nostálgicos convencidos de que aquellos socialistas seguían siendo parientes cercanos de los comunistas. Rojos, los unos y los otros.
La señora Dina Franchi, manager de empresa, fue muy amable invitándonos a su casa, en un bloque de una elegante zona residencial en las alturas. Por desgracia, lo que estaba fuera del apartamento no tenía nada de amable. Dobles verjas, cámaras de vigilancia: y a esto aún se acostumbra uno. Después, las escaleras, el rellano: y aquí la sorpresa. La puerta blindada con doble cerradura estaba precedida por una sin gracia pero eficaz cancela. No solo los ricos, también los acomodados de Caracas viven atrincherados en casa, aterrorizados de que la gente de los barrios intente una sencilla redistribución de la riqueza.
Tensión social, la había. Pocos días atrás se había llevado a escena la enésima tentativa de golpe: de tanto en tanto, alguno prospera. En las calles, la policía (aunque parecían militares) patrullaba por todas partes con la metralleta o el fusil de aire comprimido apuntando. Aviones militares de reconocimiento sobrevolaban continuamente la ciudad, hartando con su tono desgarrado y prolongado. Los daños de alguna bomba eran reparados aquí y allá, pero era como si nada hubiera sucedido. El sábado y el domingo, los aviones hacia Isla Margarita seguían estando llenos, con el aeropuerto de Maiquetia convertido en una especia de parada de taxis: ¿el siguiente libre?
En la ciudad resultaban aún más evidentes los pobres que no sabían qué esperar: pero esperaban con silente tenacidad. Ni siquiera un paso de merengue era capaz de sacudirles su falta de expectativas. En Brasil o samba se puede bailar solo, entre la multitud o en una esquina de la calle: el merengue se baila en pareja. Así el dulce ritmo, en vez de mitigar los dolores de la soledad, los intensifica. Ver bailar a una merenguera es realmente un espectáculo que no se olvida. Yo no lo olvido.
En Caracas fui  llevado por sorpresa a un museo, un ambiente moderno y raro, acogedor, poco frecuentado. Vagaba por las salas fingiendo conocimientos -los que se esperaban de mí- cuando me topé con una maravillosa escultura de Lucio Fontana. Me quité los zapatos y entré. Se podía. Se debía. Obtuve una satisfacción tanto más intensa por cuanto inesperada. Acariciaba aquel concepto en formas espaciales y sintonicé con aquel país que se deja penetrar pero no comprender, rígido y seco pero lleno de rasgones. Pero hizo falta media piña vaciada y rellena para recibir la señal precisa.

Todo esto lo pienso ahora, a miles de kilómetros, a diez horas de vuelo y a un tiempo mental infinito de distancia. Entonces, estaba tan solo, simplemente, extasiado delante de una mera comida. La emoción, el calor que subía de la canoa, la temperatura ambiente también elevada, la admiración y la envidia de los otros comensales y clientes: me sentía en el centro del mundo, tan solo por una exquisita receta. Y sí, habría pedido con ganas la otra mitad: pero solo por glotonería, y si la primera y el riquísimo pan caliente frotado con ajo que siempre sacan a la mesa en Venezuela, no me hubieran ya saciado. Pero la gula habría querido más, más…
El sabor irrepetible de aquel plató me quedó, tal vez aún lo conservo, agradable compañero, en los labios.
No dejaba de pensar en Iraima. Y en la promesa de sus labios.

 



[1]  En español en el original (N.d.T.).
Hay que agradecer a Claudia Valvo la revisión tanto de las palabras del personaje de Iraima en los diálogos y otras partes del texto de la versión original. (N.d.A.)